Por JOSÉ IGNACIO ÁLVAREZ CHAIGNEAU
El conflicto de doce días entre Irán e Israel, respaldado por Estados Unidos, redefinió las doctrinas de guerra contemporánea. Este ensayo analiza las lecciones estratégicas más relevantes: la vigencia de la disuasión nuclear, la supremacía de la inteligencia y la integración aérea y naval como pilar ofensivo. Además, evalúa el impacto geopolítico, el aislamiento iraní y las implicaciones para la seguridad europea. La guerra evidenció que la victoria moderna depende de anticipación, multidominio y proyección.
Tras doce días de fuego intenso entre el régimen teocrático de Irán y el Estado de Israel —bajo el respaldo estratégico decisivo de Estados Unidos—, el mundo fue testigo de una contienda cuyo eco resonará profundamente en los anales de la geopolítica contemporánea. Más allá de su breve duración, este conflicto ha abierto una ventana hacia el futuro, anticipando las nuevas doctrinas militares, redefiniendo equilibrios estratégicos y revelando claramente las formas que tomará la guerra en las próximas décadas.
Si bien las cifras de bajas no se aproximan a las dimensiones de la guerra en Ucrania ni a la campaña persistente en Gaza, su impacto geopolítico, proyección geoestratégica y relevancia tecnológica lo convierten en un acontecimiento determinante para analizar futuro del poder militar.
Esta fue una guerra convencional entre adversarios separados por casi dos mil kilómetros; sin embargo, la ausencia de frentes terrestres definidos trasladó la lucha al dominio aéreo, al ámbito cibernético y al campo balístico. En este escenario, invisible y letal, la supremacía tecnológica y la precisión quirúrgica de la inteligencia operativa marcaron inexorablemente tanto el ritmo como el resultado final del conflicto. Mientras cazas furtivos israelíes surcaban cielos lejanos y misiles balísticos iraníes atravesaban el espacio aéreo de terceros países con impunidad aparente, el mapa de Oriente Medio se transformaba en un laboratorio de la guerra futura.
Así surge una pregunta inevitable: ¿Qué lecciones nos deja este conflicto?
Bueno, el conflicto entre Irán e Israel ha dejado al descubierto una verdad que, lejos de ser nueva, sigue siendo el pilar fundamental de la geoestrategia: Primero, la disuasión es la piedra angular del poder. Si Irán hubiese contado con armas nucleares operativas, Israel difícilmente se habría aventurado a cruzar la “línea roja”, cuya trasgresión podría haber desencadenado consecuencias de una magnitud estratégica incalculable. No se trata de falta de voluntad política ni de carencia tecnológica; el cálculo es simple: quien golpea a un Estado con capacidad nuclear asume el riesgo de una destrucción mutua asegurada, un escenario que trasciende cualquier victoria táctica.
Como señala Sagan (2023), “La lógica de la disuasión nuclear permanece inmutable: los Estados buscan la capacidad nuclear no por vanidad, sino como una garantía existencial frente a adversarios superiores” (p.42). Por ello, en la última década, Teherán ha invertido vastos recursos financieros y un considerable capital político en el desarrollo de su programa nuclear con fines militares. Lo considera un seguro de supervivencia estratégica. Y este conflicto ha sido el recordatorio más contundente de lo que significa carecer de esa “carta” definitiva. Israel ha demostrado que puede proyectar poder a 2.000 kilómetros, golpear infraestructuras críticas y exhibir su capacidad militar con el respaldo tácito —y operativo— de Estados Unidos. Todo sin que Irán pueda hacer mucho más que responder con fuego limitado.
Los precedentes globales refuerzan esta tesis. Corea del Norte, aislada y empobrecida, se permite amenazar y lanzar misiles al mar sin temor a represalias directas. ¿Por qué? Porque posee armamento nuclear. Lo mismo ocurre con India y Pakistán: rivales irreconciliables que, pese a frecuentes choques fronterizos, evitan cruzar el umbral de la guerra total porque ambos disponen de la capacidad de aniquilar al otro.
Irán aún no dispone de esa carta estratégica y es plenamente consciente de ello; Israel también conoce dicha vulnerabilidad, razón por la cual decidió aprovechar la ventana de coyuntura para neutralizar el programa nuclear de Teherán. Este conflicto no ha frenado la ambición persa; al contrario, la ha intensificado. La República Islámica ha comprendido —de la manera más dolorosa posible— que sin una capacidad real de disuasión no existe soberanía plena. El día que Irán consiga finalmente cruzar el umbral nuclear, el equilibrio estratégico en Oriente Medio cambiará de forma irreversible, redefiniendo las reglas del juego regional, cuestión que difícilmente Israel y Estados Unidos permitirán.
Europa debe tomar nota. El caso iraní revela una verdad incómoda: sin una capacidad real de disuasión, un Estado se convierte en presa fácil, expuesto a la presión, la coerción e incluso al ataque, sin que el agresor tema repercusiones estratégicas. Irán paga hoy ese precio. Y Europa, aunque goza de estabilidad institucional, tampoco está significativamente mejor preparada para afrontar un conflicto de alta intensidad.
La arquitectura de seguridad de la Unión Europea continúa descansando excesivamente sobre la OTAN, es decir, sobre el paraguas militar estadounidense. Un resguardo que, como advirtió claramente Donald Trump, no será eterno, emplazando decididamente a Europa a asumir plenamente la responsabilidad de su propia defensa. Así lo remarcó Fiott (2024), “La defensa europea continúa dependiendo de manera desproporcionada del vínculo transatlántico, lo que hace a la Unión Europea vulnerable a los cambios en la política y las prioridades estratégicas de Estados Unidos” (p. 18). La reciente cumbre de la alianza, celebrada en junio de 2025 en La Haya, evidenció esta necesidad crítica: los Estados miembros acordaron un ambicioso aumento gradual del gasto en defensa, elevándolo al 5 % del PIB anual hacia el año 2035, con énfasis especial en infraestructura, ciberseguridad, innovación estratégica y modernización militar. Sin embargo, quedó patente que, sin una inversión sostenida y decidida en capacidades estratégicas propias, Europa continuará relegada a un rol de espectador dependiente en el escenario geopolítico global. Hoy el continente carece de defensas antimisiles robustas, un escudo aéreo integrado y, sobre todo, un mando militar unificado real capaz de responder ante una amenaza existencial. Sin esos pilares, la autonomía estratégica europea no pasa de ser un concepto retórico.
Segundo, esta guerra deja otra enseñanza decisiva, muchas veces invisible para el público general: el poder descomunal de la inteligencia militar. Antes de que suene la primera sirena, la victoria se define en el terreno silencioso del espionaje, las ciberoperaciones (COps), la guerra electrónica y el análisis predictivo, lo cual fue refrendado por Jones (2025), “El dominio de la información y las capacidades cibernéticas se han convertido en la nueva artillería de la guerra moderna, configurando los resultados antes de que se dispare el primer tiro” (p. 7).
Israel no ganó solo por su poder de fuego, ganó porque sabía más y mejor. Su superioridad informativa fue la fuerza multiplicadora que le permitió infligir daños devastadores con menos recursos, menor exposición y consecuencias internacionales controladas. En la era contemporánea, la guerra no se gana únicamente con tanques y cazas, sino con datos, algoritmos y operaciones encubiertas.
Entonces, el caso israelí es paradigmático. Las organizaciones de inteligencia como el Mossad, Aman y Shin Bet1 llevan décadas tejiendo una red de infiltración humana, control del ciberespacio y dominio de la inteligencia satelital y electrónica que no tiene rival en la región. En esta guerra, la supremacía tecnológica se tradujo en una cadena de golpes quirúrgicos contra infraestructuras críticas del régimen iraní, combinados con operaciones coordinadas en Siria. Todo ello se llevó a cabo con precisión milimétrica, sin recurrir al despliegue masivo de tropas, demostrando que el poder contemporáneo ya no se mide únicamente en divisiones sobre el terreno, sino en la capacidad de proyectar fuerza con inteligencia y letalidad a distancia. Esta transformación del arte de la guerra responde a un principio inalterable: la superioridad tecnológica solo alcanza su verdadero potencial cuando se sustenta en inteligencia exacta, actualizada y fiable sobre las vulnerabilidades del adversario. Sin esa base informativa, ningún misil hipersónico, dron furtivo o ciberarma podría ejecutar con éxito un golpe decisivo. La información, convertida en conocimiento operacional, se erige así en el multiplicador estratégico que define la victoria en los conflictos del siglo XXI.
Tercera clave de la guerra: Irán está solo. Esta realidad golpea con especial fuerza porque, durante años, Teherán ha intentado proyectar la imagen de un eje de resistencia antioccidental, un bloque sólido capaz de desafiar a Israel, a Estados Unidos y a sus aliados regionales. Sin embargo, cuando el choque directo se materializó, ese bloque se desvaneció como humo, revelando lo que siempre fue: una arquitectura frágil, sostenida más en retórica que en poder real.
Los supuestos pilares de apoyo internacional —Rusia y China— dieron un paso atrás. Moscú, en teoría, debería haber actuado como socio estratégico de Irán. Pero la realidad es que el Kremlin está atrapado en su propia guerra de desgaste en Ucrania, una contienda que lo ha dejado exhausto en recursos y legitimidad internacional. Rusia no está en condiciones de abrir otro frente ni de arriesgar sus relaciones con Israel, país con el que mantiene una delicada línea de entendimiento militar en Siria. Putin, debilitado y con el frente interno complicado, no puede ni quiere tensar más la cuerda.
Por su parte, China —esa superpotencia emergente que presume de arbitrar la paz global— tampoco movió un dedo para socorrer a Teherán. Su narrativa pacificadora se sustenta en iniciativas diplomáticas y en el uso de plataformas como la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS) y los BRICS, con las que busca legitimar un orden internacional “multipolar” y presentarse como contrapeso al hegemonismo occidental. Pekín tiene intereses colosales en Oriente Medio, especialmente en garantizar el flujo de energía y mantener estables las rutas comerciales. Sí, ha jugado el rol de mediador entre Irán y Arabia Saudí en años recientes, pero involucrarse en una guerra abierta es otro nivel de riesgo. Para China, la prioridad es clara: crecimiento económico interno, consolidación tecnológica y preparación para su pulso estratégico con Estados Unidos. Nada de eso se logra entrando en un conflicto regional que podría escalar y golpear la estabilidad de su sistema. Pragmatismo absoluto: ese es el credo chino.
El resultado: Irán, que se presentaba como estandarte de la resistencia global, terminó desnudo y aislado en el campo estratégico. La retórica se quebró frente al fuego real, y el régimen teocrático entendió que su soledad no es solo diplomática, sino también existencial. Kendall-Taylor (2024) lo explica: los alineamientos autoritarios son frágiles porque se sustentan en intereses coyunturales más que en compromisos estratégicos. Irán quedó desnudo en el tablero global.
Y aquí se conecta la última lección que nos deja esta guerra: derribar mitos peligrosos. Desde el inicio de la invasión rusa en Ucrania, comenzó a instalarse la idea de que la supremacía aérea había perdido relevancia, que los drones y las municiones guiadas reemplazarían el poder aéreo clásico. El conflicto Irán-Israel acaba de destrozar esa narrativa.
Los cazabombarderos han vuelto a demostrar que su tiempo no ha pasado. Durante la guerra en Ucrania, el dominio aéreo se volvió un desafío titánico: cielos plagados de defensas antiaéreas, misiles tierra-aire, enjambres de drones kamikaze y sistemas de radar de última generación limitaron severamente la operatividad de la aviación tripulada. Incluso los cazas más avanzados debieron actuar con extrema cautela, restringiendo sus incursiones a misiones puntuales, lo que llevó a muchos a proclamar la supuesta obsolescencia del poder aéreo clásico. Se instaló la idea de que el futuro sería dominio exclusivo de drones autónomos, misiles de precisión y artillería de largo alcance.
Este conflicto pulverizó ese mito; contrariamente a las afirmaciones sobre su obsolescencia, las plataformas de combate avanzadas siguen siendo decisivas cuando se combinan con superioridad en inteligencia y capacidades de ataque de precisión (Bronk, 2024, p. 33). Los cielos de Oriente Medio, lejos de ser una zona de exclusión permanente para aeronaves tripuladas, se convirtieron en el escenario donde los F-35 israelíes —cazas furtivos de quinta generación— reafirmaron su condición de plataformas decisivas. Equipados con tecnología stealth, sistemas de guerra electrónica de última generación y armamento guiado de precisión, estos aviones ejecutaron ataques quirúrgicos contra centros neurálgicos del programa nuclear iraní, eliminando defensas estratégicas y desarticulando nodos logísticos. Cada misión fue un recordatorio de que, cuando se combina superioridad tecnológica, inteligencia táctica y dominio aéreo, el poder aéreo es relevante.
En efecto, esta guerra reveló otra verdad innegable y Hattendorf (2023) lo afirmó “El control marítimo y la proyección de poder continúan siendo herramientas indispensables para ejercer influencia estratégica en regiones disputadas” (p. 56). Estados Unidos, evitando deliberadamente el despliegue masivo de tropas terrestres, apostó por la proyección estratégica desde el mar. Desde las aguas del Golfo Pérsico y de Omán, submarinos nucleares de ataque lanzaron misiles crucero contra instalaciones críticas iraníes, impactando con precisión quirúrgica objetivos a cientos de kilómetros, sin exponerse a las defensas enemigas. Estas plataformas, invisibles a la detección, son la encarnación moderna de la disuasión y del alcance global que solo las marinas poseen, constituyendo un pilar decisivo en la arquitectura ofensiva contemporánea.
Pero Washington no se limitó a la guerra oculta bajo la superficie. Como mensaje inequívoco de hard power2, la Armada estadounidense desplegó poderosas agrupaciones navales con portaaviones, con aviones cazas F/A-18, aeronaves de alerta temprana E-2D Hawkeye, sistemas Aegis3 y escoltas de misiles guiados. En el Golfo Pérsico y el Mar Arábigo operó el USS Carl Vinson (CSG-1), reforzado posteriormente por el USS Nimitz (CSG-11), mientras el USS Gerald R. Ford (CVN-78), el portaaviones más avanzado del mundo, se posicionaba en tránsito hacia el Mediterráneo oriental bajo el mando de la Sexta Flota4. Su sola presencia constituyó un recordatorio contundente: en la guerra del siglo XXI, la supremacía pertenece a quienes logren integrar todos los dominios5 y proyectar poder letal desde cualquier punto del planeta (US Joint Chiefs of Staff, 2022, p. 11). Sin duda, para Europa, esta lección fue tan evidente como incómoda: sin el paraguas naval estadounidense, la defensa colectiva del mundo occidental se desvanece ante la primera tormenta estratégica.
Este despliegue envió un mensaje inequívoco a Teherán y a cualquier actor hostil: Washington no necesita botas sobre el terreno para imponer consecuencias devastadoras. Su poder reside en la movilidad naval, en la capacidad de proyectar fuerza a gran distancia y en la facultad de escalar el conflicto a voluntad mediante activos capaces de imponer letalidad sin exhibir vulnerabilidades aparentes, Till (2023) así lo sentenció: “El poder naval, lejos de declinar, se ha adaptado para convertirse en el instrumento definitivo de respuesta flexible en el siglo XXI”. Lo ocurrido en el estrecho de Ormuz y en las aguas del Índico es una advertencia doctrinal: lejos de ser un vestigio del pasado, el dominio naval se reafirma como uno de los instrumentos más eficaces de coerción y respuesta flexible en el escenario estratégico del siglo XXI. Cordesman (2024) lo resume: “El Golfo sigue siendo el punto de estrangulamiento estratégico donde confluyen la postura y presencia militar, la seguridad energética y la estabilidad económica global” (p. 64).
Pero el poder naval no actuó en solitario: fue parte de una sinfonía operativa multidominio. La sinergia entre los submarinos estadounidenses, la presencia disuasiva de un grupo de batalla con portaaviones y la aviación furtiva israelí y norteamericana representó la materialización de una doctrina conjunta de última generación, concebida para maximizar la sorpresa, la letalidad y la saturación controlada del enemigo.
Mientras los F-35 israelíes ejecutaban misiones SEAD6, neutralizando radares y sistemas antiaéreos, los misiles de crucero lanzados desde la profundidad oceánica abrían corredores seguros en la defensa iraní. Estos corredores no solo permitieron ataques sucesivos de precisión, sino que habilitaron la entrada en escena de los bombarderos estratégicos B-2 Spirit, lanzando sus bombas antibúnker GBU-57 MOP contra instalaciones subterráneas, golpeando los nodos más protegidos del programa nuclear iraní con un poder destructivo sin precedentes.
Este nivel de integración entre plataformas aéreas furtivas, armamento naval de largo alcance y superioridad de la información no es un simple despliegue operacional: es una doctrina orientada a imponer la supremacía total en escenarios de alta complejidad, marcando un precedente para la guerra del siglo XXI, donde el poder aéreo y naval, apoyado en inteligencia y capacidades cibernéticas, se convierte en la columna vertebral de la ofensiva estratégica global.
Por supuesto, drones y misiles siguen siendo armas imprescindibles, pero carecen aún de la versatilidad y la adaptabilidad humana. Un caza tripulado, pilotado por un combatiente entrenado y respaldado por sistemas de inteligencia artificial, puede cambiar la misión en tiempo real, responder a imprevistos y ejecutar decisiones críticas donde los algoritmos aún no alcanzan. Del mismo modo, un submarino nuclear furtivo, cargado con misiles de precisión y protegido por el silencio del océano, es la personificación de la disuasión estratégica.
Conclusión
El mensaje que deja esta guerra es categórico: la aviación avanzada y el poder naval no solo mantienen su relevancia, sino que se han convertido en la columna vertebral de las operaciones ofensivas contemporáneas. En un campo de batalla saturado de drones y proyectiles, el cazabombardero furtivo y una fuerza naval siguen siendo las piezas maestras que marcan la diferencia entre resistir y dominar.
Esta guerra fue breve, pero nos enseñó que la disuasión nuclear no es retórica, es supervivencia; que la inteligencia es el verdadero campo de batalla; y que, lejos de estar obsoletos, el poder aéreo y naval continúan siendo la columna vertebral de la guerra contemporánea. Doce días bastaron para redefinir la guerra del siglo XXI. Quien no entienda estas lecciones no solo perderá batallas: quedará fuera de la historia.
Referencias
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Se bosquejan los hechos y circunstancias que modulaban las relaciones entre EE.UU. y Japón, los objetivos que los enfrentaban y la gestión política, diplomática y resoluciones militares que condujeron a la sorpresa.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1006
Mayo - Junio 2025
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