Revista de Marina
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  • Fecha de publicación: 01/10/2014. Visto 217 veces.
480 LA LIBERTAD Y SU VERDADERO SIGNIFICADO 1 Miguel A. Vergara Villalobos* L a libertad es una palabra que está en boca de todos y se defiende con pasión. No obstante, pocos nos damos el tiempo para pensar en el significado de esa noción. El profesor Widow, en su libro recientemente publicado bajo el título “La libertad y sus servidumbres”, nos ofrece una reflexión profunda respecto de los fundamentos teóricos y prácticos de la libertad, analizando cómo gradualmente se ha ido vaciando de contenido hasta llegar a independizarse del bien. Bajo una errónea concepción de la libertad de conciencia hemos llegado a un subjetivismo en que no habría ningún criterio para juzgar la conducta moral de una persona. Por la importancia y actualidad del tema, a continuación se ofrece una mirada global, necesariamente parcial y arbitraria, al proceso que analiza brillantemente el profesor Widow. La libertad clásica 2 Hace 2400 años, Aristóteles planteó que el hombre libre es el que tiene dominio de sí, para poder actuar según los dictados de la razón, moderando las pasiones mediante el cultivo de las virtudes. Así, la libertad es propia del hombre virtuoso, cuyo fin es alcanzar su plenitud. En una organización política, cuando los ciudadanos pierden el dominio de sus pasiones se hacen * Almirante. ING.NV.ELN. Oficial de Estado Mayor. Ex Comandante en Jefe de la Armada. Profesor de Academia en la asignatura de Estrategia. Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra (España). Magno Colaborador de la Revista de Marina, desde 2009. 1. N. del D.: Este artículo corresponde a una reseña del libro del profesor Juan Antonio Widow, La libertad y sus servidumbres, Ril editores, Santiago, 621 págs., 2014. Por su importancia y extensión se ha decidido publicarlo en esta sección. 2. Este y los siguientes subtítulos son ajenos a los que presenta el autor en los 24 capítulos que comprende su libro, más Prólogo, Introducción, Conclusiones, Índice de temas e Índice onomástico. “Ningún hombre es libre para ser lo que no es; ninguno es libre para aspirar a un bien ajeno a su naturaleza: no se elige ser hombre (…). Cargar con la propia naturaleza es inevitable; lo que está, sin embargo, en nuestro poder, por lo menos hasta cierto punto, es determinar cómo cargarla. Ese es el ámbito de la verdadera libertad: el de la elección del cómo lograr ese bien que me trasciende.” Juan Antonio Widow. 481 esclavos de ellas y, consecuentemente, la polis pierde su orden y termina en la anarquía. Es decir, faltando la virtud en los ciudadanos ningún régimen puede ser recto, lo que es particularmente sensible en la democracia. Desde una perspectiva trascendente, Israel añadió una nueva dimensión a la libertad al postular que lo que hace libre al hombre es la paz con Dios; al ofenderlo nos esclavizamos. El hecho de que los israelitas hayan sido el pueblo elegido, le imprime a la libertad un carácter colectivo; gran parte del Antiguo Testamento da cuenta del clamor por la liberación del pueblo judío, de Egipto, de Babilonia o de Roma. De manera que el pecado junto con esclavizar al hombre, siempre tiene una dimensión social, porque atenta contra la justicia, contra el bien común. Hoy en día se ha perdido el inevitable efecto social de la culpa personal. Posteriormente, el cristianismo dirá que el hombre alcanza su perfección en la medida en que se asemeje a Dios, no en cuanto a naturaleza porque eso es imposible, sino mediante sus acciones libres. La verdadera libertad dependerá, entonces, de su capacidad para configurar su voluntad con la de Cristo; nuestro fin será cumplir con lo que Dios quiere de nosotros. O sea, la perfección del hombre se juega en su libre albedrío. El profesor Widow explica con parsimonia que en el libre albedrío, esto es, en la capacidad de elegir, intervienen íntimamente unidas tanto la razón como la voluntad, ambas orientadas por el bien. Como se verá, aquí radica un aspecto esencial en la interpretación que posteriormente se hará de la libertad. El entendimiento (razón) aprehende lo que es bueno o conveniente, y el objeto así aprehendido orienta (determina) a la voluntad, pero ésta es libre para actuar o no respecto de ese objeto. Si bien la voluntad es la que elige, debidamente perfeccionada por los hábitos virtuosos, lo hace a partir del proceso de deliberación del intelecto, que sopesa y juzga respecto de la razón de bien que hay en cada objeto que le presenta a la voluntad. En resumen, para la concepción clásica, el hombre libre, para serlo, o por el hecho de serlo, siempre está sometido a una norma que lo trasciende y lo orienta en su camino de perfección; norma que su intelecto y voluntad deben asumir si quiere ser verdaderamente libre. Camino a la modernidad: Guillermo de Ockham Las cosas empiezan a cambiar en el siglo XIV con el “nominalismo” de Guillermo de Ockham, que rechaza que la esencia o naturaleza de las cosas tengan algún tipo de existencia real; tales conceptos universales serían meros nombres de las cosas. Lo propio del entendimiento humano sería lo singular, lo que podemos aprehender por los sentidos. Para el nominalismo la ley natural carecería de sentido, ya que la naturaleza humana no tendría ningún fundamento real. El problema es que si no hay una naturaleza humana común que desde sí misma imponga cierta normativa, no habría ningún criterio válido para determinar qué es lo bueno y lo malo en la conducta de los hombres. Este vacío que genera la ausencia de lo propiamente inteligible lo llenará Ockham mediante la voluntad divina. En efecto, para él, la única norma es la libre voluntad de Dios, no sujeta a ningún principio de inteligibilidad o coherencia. Por tanto, nada es pecado o malo en sí mismo, pues todo depende de la voluntad divina; Dios podría haber dispuesto, por ejemplo, que el asesinato fuera bueno. En el plano humano, una voluntad sin ninguna determinación por parte de la razón, transforma la libertad en pura espontaneidad, pues no se requiere deliberar sino solo actuar: “es libre lo que se hace espontáneamente”. La voluntad pasa a ser un poder por encima de toda inteligibilidad; por consiguiente, se niega el libre albedrío, pues una elección libre no sería más que la expresión del poder del sujeto que decide. Crece el subjetivismo: Lutero A principios del siglo XV, Martín Lutero, discípulo de los nominalistas, afirma que el hombre no se salva por sus obras sino solo por su fe; una fe que descarta a la razón por ser “ciega, sorda, estúpida, impía y sacrílega”. La fe es una certeza puramente subjetiva, que consiste en sentirse salvado por la misericordia de Dios. Esta seguridad interior conlleva la negación del libre albedrío, pues ni MONOGRAFÍAS Y ENSAYOS: La libertad y su verdadero significado REVISMAR 5 /2014 482 obrar el bien ni el mal alterarían la certidumbre sobre el destino salvífico de los elegidos. La certeza de la propia salvación libera al hombre de la tiranía de las obras, es decir de las tradiciones, potestades, leyes y reglamentos. Es lo que Lutero denomina la ‘libertad del cristiano’, que consiste en no estar sometido a ninguna causa o razón ajenas a la subjetividad de la fe. Ahora el hombre no es bueno porque sean buenas sus obras, sino que éstas son buenas porque él es bueno. En definitiva, la fe en la certeza de su salvación ha terminado por aniquilar el libre albedrío del hombre, y en su reemplazo ha surgido la ‘libertad del cristiano’ que proclama la absoluta independencia de la subjetividad humana. Lo religioso deviene en político: Calvino Como en Lutero, la predestinación para Calvino consiste en la predeterminación por Dios del destino del hombre. Y los predestinados a la salvación saben con absoluta certeza que Dios los ha elegido. Pero, si los elegidos saben que sus obras pretéritas no han tenido influencia alguna en la elección, y que las que realicen en el futuro en nada cambiarán el decreto eterno de Dios, la conducta de quienes descubrieran esta gran ventaja podría ser desenfrenada. La solución de Calvino para evitar esta lógica fue postular una segunda gracia que Dios otorga a los elegidos, de modo que sus buenas obras provienen del cumplimiento espontáneo de la ley que representa la voluntad de Dios. Así, el calvinismo, junto con la predestinación y la inexistencia del libre albedrío, se caracterizará por el extremo rigor en el control de las conductas privadas y públicas, pues debían ser ejemplo de la conducta divina. La Ley del Antiguo Testamento será el paradigma de la conducta de los santos. Ahora bien, la segunda gracia garantiza que la conducta de los santos será siempre fuente de buenas obras; y lo propio ocurrirá con los santos reunidos en asamblea. Pero entre las obras de la asamblea están las que se ordenan al gobierno político, cuyas decisiones serán infalibles, pues siempre corresponderán a la voluntad de Dios. De esta manera, Calvino inaugura la sociedad perfecta constituida y gobernada por la asamblea de los santos. Este esquema será fuente de inspiración para los sistemas ideológicos que florecerán posteriormente. Lo que va a ocurrir con la doctrina calvinista es que la potestad civil asumirá el poder que se ha quitado a la potestad eclesiástica. En efecto, doctrinariamente la potestad civil tiene jurisdicción únicamente sobre las cosas exteriores, y de ninguna manera sobre la intimidad de las conciencias de los elegidos. Pero pronto se vio la conveniencia política de que las ‘cosas exteriores’ fuesen el fiel reflejo de las conciencias interiores liberadas, reprimiendo todas aquellas conductas sospechosas de insuficiente liberación. Calvino se anticipaba así al principio básico que impondrán todas las ideologías: “es libre solo aquel que se comporta según la idea de libertad que se le dicta”. La intolerancia de los tolerantes La comprensión moderna de la libertad también incidirá en la noción de tolerancia, que desde “un sufrir con paciencia lo que no aprobamos”, se transforma en una virtud que no solo consiste en el respeto por las convicciones religiosas de los demás, sino en la reafirmación del carácter privado de la religión. Esto significa que en religión cada cual tiene su verdad o, lo que es lo mismo, que no existe una verdad universal. La nueva tolerancia se aboca en lo fundamental a establecer las bases de convivencia en una sociedad donde las convicciones religiosas y morales son crecientemente diferentes. El enemigo al que hay que combatir es al intolerante que cree en verdades eternas. El nuevo orden civil fundado en la libertad individual y de conciencia, que a partir de ahora se llamará ‘libertad civil’, no puede aceptar al intolerante. Esta nueva actitud está plasmada en la carta sobre la tolerancia, promulgada en Inglaterra por John Locke a fines del siglo XVII, en la que expresa que: “No tienen derecho alguno a ser tolerados por el magistrado (…) aquellos que no practican ni enseñan el deber de tolerar a todos los hombres en materia de religión.” La tolerancia, considerada como principio y virtud única, otorga carta de ciudadanía a la subjetividad como absoluta independencia. La ‘libertad de conciencia’ se va a entender como 483 la emancipación de cualquier exigencia que la coarte, sea lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, lo verdadero o lo falso. El poder –llámese político, económico o religioso– ha quedado liberado de toda norma. El nominalismo y las reformas protestantes de Lutero y Calvino terminaron por encerrar al hombre en su subjetividad. Con todo, en los reformadores todavía primaba un impulso religioso que los hacía pensar que su voluntad era la de Dios. Esta impronta religiosa pronto desaparecerá, quedando simplemente la voluntad del individuo; una voluntad que es puro poder, sin objeto, sin finalidad. Es lo que presagió Nietzsche: si Dios ha muerto, todo está permitido. La opresión en libertad: Thomas Hobbes A mediados del siglo XVII Hobbes, un filósofo nominalista y materialista inglés, publicó su conocido libro, el Leviatán, que con una lógica implacable intenta organizar la sociedad política, considerando la nueva concepción de la libertad. Para esto, supone un ‘estado natural’ donde cada cual ejerce su libertad como pura espontaneidad, de lo que resulta que la voluntad de cada hombre se haya limitada por la libre voluntad de los otros. Tal situación necesariamente desemboca en una guerra de todos contra todos, pues cada uno busca su propio beneficio sin preocuparse por el bien, ni por el mal de los demás. Todos viven con el temor de perder lo que tienen, pues cada uno codicia los bienes del otro. La única solución para terminar con tan precaria situación es acordar entre todos un pacto social. El pacto consiste en que los individuos reducen sus voluntades a una sola, transfiriendo a un solo hombre sus derechos a gobernarse por sí mismos. El Soberano o el Leviatán, asume como propia la voluntad de todos los ciudadanos. Pero, según Hobbes, esa voluntad colectiva centralizada en el Soberano no anula ni disminuye la voluntad individual, sino que la fortalece y aumenta, porque al ser única desaparecen las restricciones que imponía la existencia de otras voluntades. Gracias al pacto no hay obstáculo alguno que pueda impedir la libre espontaneidad del Leviatán. Y los súbditos mal podrían contrariar la voluntad del Soberano, puesto que la voluntad de éste es la propia voluntad de aquellos; si se opusieran se daría la contradicción de que “querrían lo que no quieren.”En la despótica sociedad a la que conduce la libertad como espontaneidad, los ciudadanos pueden ejercer únicamente las libertades particulares que el Soberano quiera graciosamente conceder a sus súbditos. Hobbes cita como ejemplos: “la libertad de comprar y vender y hacer entre sí contratos de diverso género, de escoger su propia residencia, su propio alimento, su propio género de vida, e instruir a sus hijos como estime conveniente”. Es decir, prácticamente todo menos lo relacionado con el orden y la paz social. El liberalismo posterior no verá con malos ojos estas ideas. Obligados a ser libres: Rousseau En la segunda mitad del siglo XVIII, Jean Jacques Rousseau publica su famosa obra “El contrato social”, que se inicia con la frase: “El hombre nace libre, pero en todas partes está encadenado”. Las cadenas son las diversas instituciones que ha creado la sociedad, a las que el individuo debe obedecer. Siguiendo a Hobbes, se trata de “encontrar una forma de asociación por la que cada uno, uniéndose a todos, solo obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes”. El problema es cómo el hombre puede obedecer solo a sí mismo y, a la vez, ser parte de una sociedad. Descartada la posibilidad de volver al utópico estado primitivo del “buen salvaje” que Rousseau tanto anhelaba, la única solución es un nuevo “contrato social”. El contrato rousseauniano consiste en que cada hombre renuncia formalmente a su voluntad particular, pero a diferencia de Hobbes, ya no para entregarla al Soberano, sino a la ‘voluntad general’. El pacto consiste en que “cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la dirección de la voluntad general”. Esta voluntad no tiene como objeto un bien que la obligue, pues todo lo que ella quiera, por quererlo, es bueno. Dice Rousseau: “cualquiera que rehúse obedecer a la voluntad general será constreñido a ello por todo el cuerpo; esto no significa otra cosa sino que se le forzará a ser MONOGRAFÍAS Y ENSAYOS: La libertad y su verdadero significado REVISMAR 5 /2014 484 libre”. La libertad consiste ahora en no restar nada de las propias fuerzas al Estado, es decir, en no querer nada que no quiera la voluntad general: la mayoría. Se ha llegado a la libertad como ideología. No se trata de que una persona libre actúe según su propio discernimiento y voluntad, sino que debe hacer suya la idea de libertad propuesta por el ideólogo. Libertad e igualdad Al renunciar los individuos a sus voluntades particulares y hacer suya la voluntad general, no hay nada que permita distinguir a los ciudadanos entre sí; son todos iguales. En esta línea, la primera Declaración de los derechos del hombre y de los ciudadanos, que promulgó la Revolución Francesa, en 1789, establece que “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Entre esos derechos, la Constitución Francesa de 1793 menciona la igualdad, la seguridad y la propiedad, y agrega que “todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley”. Ya no es solo igualdad ante la ley, sino igualdad por naturaleza. Hasta ahí nada parece particularmente extraño. Sin embargo, por lo que se ha explicado, es claro que al hablar de naturaleza no se está significando la identidad específica común a todos los hombres, porque entonces se hablaría de la unidad esencial de la naturaleza humana. Hay que recordar que el nominalismo ya había descartado cualquier sentido real para la noción de naturaleza. Por tanto, la igualdad que persigue la Constitución del 93 es una igualdad de orden cuantitativo, la que resulta de la comparación entre individuos. Las diferencias son las que separan a un individuo de otro; por tanto, deben ser eliminadas. Aceptando que habrá que pasar por alto las diferencias obvias e inevitables de inteligencia, aspecto físico, hábitos, temperamento, etc., queda como principio diferenciante la posesión de bienes materiales. Esta diferencia puede llegar a ser particularmente odiosa, y materia prima apta para la propaganda revolucionaria y la agitación social. En especial, la propiedad y toda posesión privada es potencial fuente de envidias, que los agentes revolucionarios sabrán explotar. Era inevitable que la dialéctica revolucionaria proclamara la Igualdad como principio supremo, puesto que desde su perspectiva no puede ser libre el que tiene menos que otro, ya que se crea una indeseable relación de dependencia con ese otro, que lo estaría oprimiendo. Solo en la Igualdad la Libertad encuentra su realización perfecta: nadie se destaca, nadie sobresale, nadie es postergado, todos se identifican con la voluntad general. Desde la Revolución Francesa, hay una vía lógica que lleva de la libertad a la igualdad: se comienza reclamando y conspirando contra una dictadura, siguen las condenas “a los enemigos de la libertad” y termina con la confiscación de los bienes de los “ricos” para darlo a los “pobres”. El liberalismo A partir del siglo XVII en adelante, todas las ideologías que han aparecido postulan como principio absoluto la libertad, entendida como autonomía e independencia individual; solo difieren en el cómo llevan a la práctica tal principio. En esta concepción ideológica el individuo es un absoluto que no requiere ninguna otra realidad para lograr su perfección; no tiene que elegir ningún fin, pues no existe ningún bien objetivo. Las acciones están determinadas por la conveniencia particular del sujeto; lo que quiere, por quererlo, es bueno. No hay ningún criterio objetivo que permita determinar si una acción es moralmente buena o mala. El liberalismo aparece como la primera de las ideologías que explícitamente promueve la libertad individual como independencia total de los fines que trascienden esa individualidad. La proclamación de la libertad como un principio con estas características, hace suponer que todo liberal consecuente opta por un ateísmo tácito. Si bien se dice que cada cual puede creer en lo que quiera y rendir culto o no a su Dios, eso se concede siempre que los actos de piedad permanezcan en el ámbito privado. Pretender que ese Dios tenga presencia universal o que haya una verdad teológica es intolerancia, que debe ser socialmente excluida. Neoliberalismo En la segunda mitad del siglo XX la doctrina liberal ha surgido revitalizada, particularmente 485 en lo que refiere a las políticas económicas que se han impuesto en occidente, después de la Segunda Guerra Mundial. A esta corriente se le ha llamado neoliberalismo. Como toda ideología, asume ciertos elementos claves que el sistema debe hacerlos calzar con la realidad; el principal es la libertad. Friedrich Hayek (1899 - 1992), uno de sus más conspicuos representantes dice: “No lograremos los resultados apetecidos sin aceptar la libertad como un credo o presunción tan fuerte que excluya toda consideración de conveniencia que la limite.”Ahora bien, lo que impide que una acción sea realizada libremente es la coacción, pues entonces sería otra la causa que produce el hecho y no la voluntad. Hayek matiza esta noción, postulando que la coacción “es la presión autoritaria que una persona ejerce en el medioambiente o circunstancias de otra”, forzándola a actuar en desacuerdo con su propio plan “y a hacerlo al servicio de los planes de un tercero”. O sea, lo que coarta la libertad sería la subordinación a la voluntad de otro: la presión autoritaria. No importa cuál sea el motivo o justificación de esa presión, pues en cuanto tal es perversa por ser contraria al valor máximo de la sociedad: la libertad. Para Hayek el hombre es libre solo en la medida en que sus propósitos sean estrictamente egoístas. Considerar un fin común, implicaría una obligación contraria a la libertad individual. Esto explica su rechazo a la justicia social, que a su juicio no es más que “un pretexto para someter por coacción a la gente”. No tiene sentido, dice Hayek, hablar de un precio justo, una remuneración justa o un interés justo, porque eso supone una obligación por parte de quien debe pagarlos, y por tanto una presión autoritaria. “La única cuestión válida es lo que una persona puede obtener a cambio de sus bienes y trabajo y si le convendrá venderlos o no”. Agrega: “La generalizada fe en la justicia social, probablemente, constituye hoy la más grave amenaza que se cierne sobre la mayor parte de los valores de la civilización libre.”Para el neoliberalismo, solo en el sistema de mercado pueden los hombres ser verdaderamente libres, pues únicamente allí se guían por sus intereses particulares, sin mezclar consideraciones trascendentes o sobrenaturales. La libertad como autonomía individual es dogma indiscutible. El enemigo es la coacción que limita o anula la libertad, entendida como presión autoritaria. Pero, como la obediencia siempre es respecto de un fin, se infiere que lo que destruye la libertad del hombre sería la existencia de fines que trasciendan la subjetividad del individuo, imponiéndole deberes u obligaciones a su conducta. Epílogo Al respecto nos dice el profesor Juan Antonio Widow: “El epílogo de esta trama es simple. Hay una servidumbre impuesta por el fin, es decir, por el bien que trasciende a la subjetividad del individuo, y que por lo mismo no está bajo el poder de éste. Ningún hombre es libre para ser lo que no es; ninguno es libre para aspirar a un bien ajeno a su naturaleza: no se elige ser hombre (…). Cargar con la propia naturaleza es inevitable; lo que está, sin embargo, en nuestro poder, por lo menos hasta cierto punto, es determinar cómo cargarla. Ese es el ámbito de la verdadera libertad: el de la elección del cómo lograr ese bien que me trasciende.” MONOGRAFÍAS Y ENSAYOS: La libertad y su verdadero significado * * * REVISMAR 5 /2014

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