Los términos líder y liderazgo, derivados del verbo inglés to lead, fueron incorporados más bien recientemente a nuestra lengua, y conforme a su significado original el líder pasó a ser entre nosotros simplemente el caudillo, jefe, guía y especialmente jefe de grupo o de partido político y en general de cualquier agrupación o colectividad, siendo el presidente o el primer ministro elegidos por votación popular los más caracterizados de ellos en el ámbito civil.
En algún momento el concepto de leadership pareció colisionar con el management, haciéndose preciso diferenciarlos. Warren Bennis, prolífico autor en materias de liderazgo, salió al paso de esta dificultad afirmando que en tanto “los líderes hacen lo correcto, los managers lo hacen bien”, y consecuentemente con aquello, que “una de las cualidades más importantes de un líder es la visión: saber hacia dónde ir” (Bennis, Spreitzer y Cummings, 2006, p. 128), apuntando a su particular responsabilidad en moldear el futuro de sus agrupaciones. A su vez, Hersey y Blanchard (1977), sostuvieron que el management es una clase especial de leadership (y por ende más limitado), en el cual es vital el logro de los objetivos de la organización, “mientras que este último es el intento de impactar el comportamiento de un individuo o grupo independientemente de la razón” (p. 4), coincidiendo en cierta forma con el general Dwight Eisenhower, quien afirmó que el liderazgo representa “el arte de lograr que alguien haga lo que usted desea, porque él quiere hacerlo”, que es lo esencial del concepto. Al parecer, el mundo militar se ha excluido de dar a sus jefes y conductores la denominación de líderes, prefiriendo las expresiones de comandante en jefe, OCT (que se utiliza en nuestra Armada desde los inicios de la década de 1960), o alguna otra similar.
Estrictamente, es líder quien tiene seguidores. Creo que, en su acepción militar más corriente, reconocemos como tal al que posee la capacidad de comprometer emocionalmente y guiar la conducta de un individuo o grupo, en beneficio de la organización militar y sus misiones. Su material de trabajo son las personas y su potencial se expresa en el grado de seducción logrado para subordinarlas a su voluntad, más que en el puro ejercicio de la autoridad formal que posee. “El verdadero liderazgo – afirma John Maxwell (2007)- no puede ser dado en premio…. o asignado. Proviene sólo de la influencia y esta no puede ser mandatada, debe ser ganada…” (p. 13).
Pese al uso generalizado del término liderazgo, creo que es conveniente reflexionar sobre las ventajas que se derivan de su empleo. Desde luego, el compromiso emocional y volitivo generado alrededor del líder refuerza las fuentes tradicionales de inspiración del militar como son el patriotismo, el sentido del deber y la propia disciplina, entendida como un código de conducta exigente y aceptada por superiores y subalternos. Adicionalmente, el líder y el subalterno se benefician con su ejercicio: el primero, porque explota todas las posibilidades de su gestión de mando, y el subalterno al encontrar estímulos para esforzarse y mejorar. Y más todavía, la acción del líder eleva tanto el nivel de satisfacción individual de los seguidores como el de las relaciones entre ellos, favoreciendo el rendimiento del conjunto. La verdad es que hay escasas citas de este arte en la literatura militar, atendiendo – así lo creo – a su reciente incorporación al léxico, pero los líderes han gravitado históricamente en la bitácora de las instituciones castrenses, y curiosamente aunque todos compartimos la convicción de que los miembros de las organizaciones representan su principal activo, sólo es propio de los líderes interesarse realmente en ellos como personas y darles un rol de sujetos activos en su gestión de mando.
Los expertos coinciden en que una equivocación frecuente de quienes desean convertirse en líderes, es la de tratar de ser tal como aquéllos que admiran. La razón, argumentan, es que al intentarlo prescinden de su propia naturaleza y más específicamente de sus fortalezas o talentos, que constituyen los fundamentos sobre los cuales asentar su ejercicio (Powell, 2016, p. 10), porque por atrayente que sea imponerse, como lo hacían Churchill o Gandhi, Margaret Thatcher o la madre Teresa, la verdad es que ellos pudieron influir tan decisivamente sobre su prójimo debido a que invariablemente emplearon estrategias o procedimientos basados en sus propios talentos, no obstante que – es obvio decirlo – compartían objetivos claros y un carácter firme para perseguirlos, condicionantes que son indispensables para liderar.
Peter Drucker, conocido de los estudiosos de la administración moderna, señala que “puede haber líderes natos, pero seguramente son demasiado pocos para contar con ellos” (Hesselbein, Goldsmith y Beckhard, 2006, p. 11). Empero, el hecho que esos afortunados disfruten de la ventaja de establecer relaciones naturales con los suyos, desprovistas de todo artificio y por ende más efectivas, no debe desanimar a los menos privilegiados, porque la función del líder –innato o no – es la misma: guiar y motivar a sus seguidores. En cualquier organización habrá siempre cierta cantidad de líderes buenos, unos pocos mejores, y quizás si hasta un carismático que parece poseer el magnetismo necesario para establecer espontáneamente fuertes vínculos emocionales y proyectar a través de ellos su pensamiento; pero al igual que en todas las disciplinas, se progresa en la medida que se ejercita y haciéndolo se termina invariablemente siendo mejor que antes. Aunque importan la voz, la presentación, la expresión y la mirada, esto no asegura la aparición de un líder, así como la extensión de brazos, manos y dedos de un pianista, por más que favorezcan la interpretación, tampoco hacen al virtuoso, puesto que tanto el liderazgo como el virtuosismo nacen del interior de la persona. Claudio Arrau, uno de los más eximios intérpretes del piano clásico, era de mediana estatura y de manos delicadas, quizás si no especialmente aptas para la interpretación instrumental más exigente, pero poseía una sensibilidad musical, concentración, perseverancia y voluntad casi infinitas, y fue en particular con estas herramientas que logró su sitial en la historia de la música clásica mundial.
Cuando evoco a un líder, mi mente vuela hacia el almirante Nelson. Dudley Pope (1960, p. 11) escribe que en el tiempo del marino inglés, las tripulaciones de las naves de la Royal Navy vivían en condiciones que apenas se diferenciaban de la esclavitud: a menudo, la carne salada de la ración de a bordo era tan dura que parecía un trozo de madera; la más leve indisciplina se castigaba con la flagelación, e incluso la escasa paga le era con frecuencia negada, condiciones en las cuales es lícito preguntarse si alguien podía ejercer el mando e imponerse apoyado simplemente en la ley y la disciplina por rígida y punitiva que ésta fuese. La respuesta la da el propio Pope (1960), “… fueron estos hombres, muchos de ellos ex – convictos enrolados a la fuerza, quienes lucharon con el enemigo como demonios y que se quebraron y lloraron cuando Nelson murió. Nelson los hizo creer que cada uno de ellos valía por tres franceses o cuatro españoles; (y) tal era el magnetismo de su liderazgo que lo más probable era que sus predicciones se cumplieran en el combate.”
Convertirse en líder demanda voluntad, tiempo y método. Verdadero proceso cuyo fin es alcanzar la mayor sintonía volitiva entre el conductor y los subalternos, de modo que éstos hagan suyos los deseos del primero. El premio del éxito, anota Colin Powell (2016), es que “ellos te seguirán porque confían en ti. Te seguirán porque creen en ti y en lo que tienen que hacer” (p. 87). Palabras sabias a las que agregaría que no sólo confío –como líder- en ser bien obedecido porque poseo la autoridad, sino porque he motivado a mi gente para hacerlo; y no sólo cumplo – como subordinado – por haber recibido el comando, sino porque íntimamente quiero hacerlo, y entonces lo hago mejor.
La condición sine qua non para guiar rectamente a los suyos es ser competente, habilidad que se entrega en el contenido profesional, intelectual y aún espiritual de la malla curricular de enseñanza. Sin embargo, tan necesario como lo anterior, es la nobleza para hacer propios los fines o propósitos de la organización, sea ésta la guardia, el departamento, el buque o la institución, puesto que así como no hay situación más desafortunada que la falta de convergencia entre los fines propios y los superiores, tampoco hay otra más virtuosa que su completa identidad. Sólo entonces, estando a la altura de lo que se espera de él, el líder podrá transmitir esos fines a los suyos esforzándose en inculcarles un sentido de pertenencia y de responsabilidad, junto con la certeza de sentirse valiosos, valorados y próximos, de modo que cada cual perciba su contribución a la misión del conjunto.
Buscando un paradigma es imposible no detenerse en Napoleón, prescindiendo del terrible drama al que sometió a Europa. En efecto, en circunstancias que Francia se encontraba exhausta por las cruentas campañas de sus ejércitos y lloraba la muerte de más de un millón de sus soldados, se hace difícil aceptar que la sola norma disciplinaria fuera suficiente para continuar la lucha. Pero Napoleón poseía tal liderazgo que cuando sus soldados combatían y morían lo hacían avivándolo y seguros de morir por Francia. “No era una novedad para él (Napoleón) tener la seguridad de que desde los desiertos de África hasta las estepas de Rusia, su presencia bastaba para exaltar los hombres hasta el extremo de sacrificarle la vida sin la más insignificante vacilación” escribió Tolstoi (2016), ruso y casi coetáneo del francés (p. 369) y León Bloy (1946) coincide con el novelista ruso al expresar en su ensayo “El Alma de Napoleón” que los soldados “…morían exclusivamente por Francia; daban su vida como jamás se ha hecho, no por un territorio geográfico sino por un Jefe adorado que, a sus ojos, era la Patria misma…” (p. 81).
Creer en uno mismo -tenerse fe- es la piedra angular del liderazgo y buscarla es el comienzo de todo intento de liderar. En efecto, el futuro líder debe concentrarse primero en él, proponiéndose objetivos y metas, (como por ejemplo, sacudirse la pereza, comprometerse con el servicio, conocer e interesarse en los suyos, acentuar el ascendiente, mejorar la comunicación verbal, fortalecer el espíritu de cuerpo, etc.), activando los mecanismos de respuesta. Pero obviamente, hay mucho más. “Mis estándares de excelencia deben ser superiores a los que fijo para el resto – dice Maxwell -. (Y) Para seguir siendo un líder creíble debo trabajar primero, más duramente y por más tiempo cambiándome a mí” (Maxwell, 2007, p. 162). Parte de este esfuerzo es el tomar posiciones respecto de varias materias. En primer lugar, estimo aconsejable que él se vea espiritualmente no sólo como el director del equipo a su mando, sino como integrante de él, ya que al aislarse se priva del beneficio de la comunicación franca con los suyos. Después, comprender que la delegación, constituye un valioso recurso del que manda, ya que estimula la creatividad y el compromiso de su gente y proporciona tiempo adicional – un verdadero regalo – para abordar temas de mayor relevancia (Blanchard, Randolph y Grazier, 2006, p. 25) y demás está decir que el oficial tiene en los suboficiales y sargentos a excelentes colaboradores para hacer esto posible. Y también, esmerarse por dar el ejemplo, que ha sido siempre un medio infalible para rodearse de subalternos hábiles, comprometidos y leales. Pese a todo lo dicho, todavía resuena en mi oído la recomendación que el general Powell (2016) da a los líderes, consciente que el compromiso de capitanear o dirigir los obliga con frecuencia a someterse a desafíos que ponen a prueba sus capacidades: “no dejes ver que estás sudando” (p. 152).
El paso siguiente del futuro líder es confiar en sus subalternos y valorarlos, informándose de sus necesidades y entendiendo lo que ellos esperan de él. Al igual que el jefe, el subalterno se presenta a su trabajo diario llevando consigo el peso de los problemas de su hogar y de su familia, correspondiéndole al líder imponerse de ellos y contribuir a su solución y bienestar. No obstante que hay áreas en las que el jefe no puede intervenir, numerosos estudios elaborados por expertos (Hersey y Blanchard, 1977, p. 47), señalan que el reconocimiento por el trabajo bien hecho, junto con la consideración del individuo como persona y el sentirse parte del equipo, representan notables fuentes de satisfacción para los seguidores que repercuten fuertemente en su desempeño, y que no pasan desapercibidas a los líderes. “Si como un líder usted no está creando esperanza y ayudando a su gente a avanzar, lo más probable es que nadie más lo haga” (Powell, 2016, p. 91). Y si – como debe hacerse – se intenta aprovechar la fuerza que proviene de la diversidad y las fortalezas individuales, el medio de lograrlo es el de creer en el trabajo de equipo y ponerlo en práctica. El ambiente de trabajo más grato llegará solo.
Por último, estimo necesario enfatizar que el propósito de todo el proceso de aprendizaje (o autoaprendizaje) es el de tender un puente afectivo entre un líder competente y su gente, por el que circule su voluntad. En la antigüedad los marinos lanzaban sus ganchos de abordaje para ligar sus naves con sus presas, de modo que a éstas les fuese imposible evadirse, pero el líder que pretenda cautivar a los suyos, debe trenzar su jarcia de abordaje con materiales hechos de lealtad, comprensión y confianza mutuas. Cuando se trabaja con personas – escribió Maxwell (2007) – “el corazón viene delante de la cabeza” (p. 115) implicando que primero hay que tocar y ganarse el corazón del otro, ya que entre más profunda sea la relación entre el líder y sus seguidores, mayores serán los logros que alcanzarán juntos. Y en un escenario competitivo en el cual las fuerzas militares comparten prácticamente la tecnología, el rendimiento del factor humano es la ventaja competitiva que se precisa para prevalecer.
De la lectura de las biografías de líderes militares se infiere que ellos suelen ser heterogéneos, tanto en lo físico como en sus personalidades y estilos de liderazgo. En verdad, no obstante que muchos de los jóvenes que aspiran a ser líderes pueden sentirse atraídos por la apariencia física de Mac Arthur, con su metro y ochenta y tres de estatura y su recio perfil varonil, Napoleón apenas superaba la media, Rommel alcanzaba al metro sesenta y cinco y de Gaulle medía un impresionante metro noventa y seis. Y tampoco parece existir un carácter determinado para liderar. Francis Drake, por ejemplo, epítome de todos los comandantes que hicieron de la Royal Navy lo que es, era “implacable, ambicioso, inclinado a la fanfarronería, generoso, alegre y profundamente religioso” (Tute, 1983, p. 41). Mac Arthur, el mismo que a los ojos de Churchill era “el glorioso comandante”, y de quien su segundo en Filipinas, J. Wainwright aseveró que “lo seguiría a ojos cerrados a cualquier parte…”, apenas fue liberado de un campo de concentración japonés en que permaneció cuatro años prisionero; era en lo personal una tremenda paradoja de hombre, arrogante y tímido, el mejor y el peor de ellos (Manchester, 1978, p. 4). Algo semejante a lo acontecido con Rommel, verdadero genio militar, inteligente, adorado por sus hombres y admirado por sus enemigos, y que Lidell Hart describe como muy humano, dueño de una energía inagotable y poseedor de “… un carácter apenas maduro, en apariencia y… (que) no hallaba fácil el mostrarse tolerante con los puntos de vista contrarios…” (Rommel, 1965). Drucker, ya citado, parece concordar con la diversidad física e interior de los líderes al afirmar que “no existe la personalidad para el liderazgo, ni el estilo de liderazgo, ni los rasgos de liderazgo”. (Blanchard et al., 2006, p. 11).
Sabemos que cuando Napoleón escapa de Elba el 1 de marzo de 1815 y va camino de París, se topa con unas tropas reales de Luis XVIII que tenían orden de eliminarlo y que él, desmontando su caballo, avanza unos pasos hacia ellos, y los increpa: “Soldados del 5° regimiento. ¿No me conocen? Si hay alguno entre ustedes que quiera matar a su Emperador, déjenlo avanzar y que lo haga. Aquí estoy” y diciendo esto se abrió su capa. Y los soldados gritaron “Viva el Emperador” (Ludwig, 1926, p. 499). ¿Qué movió a los soldados a subordinarse a él, faltando expresamente a sus órdenes en circunstancias que la mayor parte de ellos – sino todos – no lo habían visto nunca y él no exhibía dignidad militar alguna? Nada sino su liderazgo, que le abrió las puertas de Paris.
Para terminar, afirmaría que el liderazgo es una suerte de vocación o estilo de vida abierto a todos los grados. Partiendo por el marinero y el cabo, a quienes veo por ejemplo, encabezando la ascensión del grupo humano que abastece al faro elevado y distante, cargando sobre su hombro un acumulador de gas y arrastrando cuesta arriba a los que lo siguen afanosos; y siguiendo por los sargentos y suboficiales que diariamente enseñan a los grumetes a hacerse marinos. Y así, hasta unos pocos elegidos que parecen no tener límites. Como el general de Gaulle, que durante la Primera Guerra fue un táctico excepcional y valeroso; que en los años de postguerra era ya un estratega, autor de un ensayo visionario Vers l´armeé de metier, escrito cinco años antes del desastre; que durante la Segunda Guerra, en la hora más triste de Francia, con su capital ocupada, organizó desde la nada la victoriosa resistencia francesa, habiendo sido previamente degradado, expropiado de sus bienes, desposeído de la nacionalidad francesa y condenado a muerte por rebeldía, para – impertérrito – ubicar a Francia entre los vencedores, junto a los Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña. Yo era demasiado pequeño para enterarme siquiera que una tarde de junio del año 1940 la voz del general de Gaulle se oyó en la BBC comunicando al mundo el inicio de la resistencia francesa, con las palabras “Ici London, je suis le general de Gaulle…” Empero, me han contado que todos los franceses lo escucharon con sus oídos pegados a sus radios que ninguno de ellos dejó de estremecerse ante esa voz profética de líder carismático. Con de Gaulle vendría la victoria y con ella volvería a Francia la dignidad perdida.
La dotación de una nave de guerra aspira ser comandada por un líder, tanto en la paz como en la guerra, porque la necesidad del liderazgo se manifiesta siempre. En la paz, para que él le traspase sus convicciones y objetivos, la ayude a vencer las vacilaciones y la fatiga, la haga sentir parte de un gran equipo humano y se pueda entregar confiada a su voz de mando. Y en la guerra, para que la conduzca a la victoria.
Por fortuna, en mi vida profesional me encontré con más de un líder y al evocarlos, después de tantos años, me asiste la convicción que todos ellos, sin importar su físico o su genio, eran auténticos y de personalidad definida, concisos para expresar sus ideas y órdenes, irradiaban confianza en sí mismos, en sus juicios y resoluciones, nos estimulaban a crecer, a asumir iniciativas y responsabilidades y procuraban ser justos. No eran superhombres – claro que no – pero sí competentes, tenían la voluntad y la capacidad para sortear las dificultades propias de la profesión y se habían forjado una imagen definida que los acompañaba siempre. Eran sanos de espíritu, compartían los objetivos superiores sin un asomo de promover los propios y establecían puentes de comunicación expeditos con los suyos dentro de una relación mutua de afecto y respeto. En definitiva, que fue un agrado trabajar con ellos; ya que si eran mis jefes, nunca me exigí más a mí mismo que cuando estaba a sus órdenes y si eran subordinados, que todo iría bien si ellos me apoyaban y estimulaban a los suyos. He escrito estas líneas a su sombra y recordándolos con afecto, ya que al igual que el verdadero maestro, el líder sigue enseñando conon su ejemplo y su palabra, aunque esté ausente.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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