El artículo presenta en una apretada síntesis los aspectos centrales de la ética clásica, tales como la universalidad de los principios morales, los absolutos morales, las virtudes y las fuentes de la moralidad.
En tiempos de individualismo y de prevalencia de las emociones por sobre la razón, como los que estamos viviendo, es oportuno recordar algunos principios básicos de la ética clásica, en la esperanza de despertar algunas conciencias adormecidas.
La ética o moral es la ciencia que nos ofrece los criterios o principios que nos permiten juzgar como buenos o malos los actos humanos (voluntarios y libres), según contribuyan o no a nuestra perfección como seres humanos, sin afectar el bien de los demás. Por esto, la ética no es ajena a lo social.
Aquellos criterios o principios pueden ser identificados mediante una reflexión racional y son válidos para todas las personas y culturas. Los sentimientos y las emociones son parte integral de nuestra naturaleza y, sin duda, inciden en nuestras decisiones; solo que no son ellas las que deben guiar nuestro actuar, sino la razón. Si todo dependiera de nuestros sentimientos y emociones, que son subjetivas y variables, la ética no tendría razón de ser, pues todo quedaría sujeto a la subjetividad de cada cual o, cuando más, a la decisión de mayorías circunstanciales. Aristóteles llega decir que la felicidad del hombre se da solo en el ejercicio de su facultad más noble: la racionalidad.
La universalidad de los principios morales implica que cuando calificamos una acción como mala no nos quedamos en una mera afirmación, sino que desearíamos que esa acción fuese prohibida, porque estimamos afecta negativamente a la persona y a la sociedad toda. No es lo mismo que me gusten o no las manzanas, que estar a favor o en contra del aborto o la eutanasia. En el primer caso estamos ante una decisión personal éticamente neutra; en el segundo, se está afectando integralmente a la persona y a la sociedad, por lo que creemos que la promoción de tales conductas no contribuye al bien común de la sociedad.
Con todo, la ética no es una ciencia exacta, ya que carece de la certeza y exactitud de las ciencias experimentales. Solo propone principios o criterios generales que deben ser aplicados a cada caso particular según decisiones de carácter prudencial. Esto es complejo en períodos como el nuestro en que prima la emocionalidad por sobre la racionalidad. Pero no estamos desamparados, ya que las virtudes nos ayudan a identificar y aplicar rectamente aquellos principios universales e inmutables, identificables mediante la razón. El cristianismo nos ahorra la tarea de deducir tales principios, asociándolos a la Ley Natural, que se expresa en los Diez Mandamientos.
Más allá de cualquier opinión discrepante sobre la universalidad e inmutabilidad de los principios éticos, hay un límite infranqueable que no se debería traspasar bajo ninguna circunstancia, so pena de graves consecuencias personales y sociales. Estos son los llamados “absolutos morales”, que son aquellas normas que se expresan negativamente. Por ejemplo, “no matar a un inocente” o “no mentir”. Los absolutos no dejan margen para interpretaciones, porque son acciones contrarias al bien integral de la persona y de la sociedad, que deben cumplirse siempre. Así, por ejemplo, ni aún bajo el pretexto de circunstancias extraordinarias se podría permitir dar muerte a un inocente.
Para ayudarnos a reconocer y aplicar rectamente los principios de la ética, incluyendo los absolutos morales, debemos apoyarnos en las virtudes cardinales. Ellas nos permiten fortalecer nuestro carácter, de modo de contar con una voluntad firme para seguir los caminos que nos indica la razón, venciendo nuestras pasiones y sentimientos que usualmente miran al corto plazo (bien aparente).
Las virtudes cardinales son hábitos que contribuyen a que nuestra voluntad pueda elegir y persistir en el bien que nos muestra la recta razón. Esto se logra mediante acciones repetitivas que van creando verdaderos surcos en nuestra alma. Es como cuando llueve y el agua forma surcos en la tierra, que permiten que en la próxima lluvia el agua fluya por esos mismos surcos y los profundice. Con nuestros actos ocurre algo similar. Al realizar actos buenos nuestra alma se va habituando a hacer el bien, hasta que finalmente los realizamos de manera natural. Por eso se dice que somos lo que hacemos.
Al igual como un corredor de maratón se entrena gradualmente aumentando poco a poco la distancia hasta alcanzar los 42 kilómetros, en la formación de las virtudes debemos realizar los modestos actos virtuosos de cada día (puntualidad, honestidad, amabilidad, etc.), como una suerte de entrenamiento para cuando se presenten los grandes desafíos. Tradicionalmente las virtudes cardinales de agrupan en cuatro ámbitos, de los que derivan todas las demás.
Dos virtudes que nos permiten superarnos a nosotros mismos: la templanza y la fortaleza.
Las otras dos virtudes maestras se refieren a la aplicación de la recta razón a nuestras relaciones con los demás. Son las virtudes sociales: la justicia y la prudencia.
Estas cuatro virtudes, de las que derivan todas las demás, conforman un conjunto íntimamente entrelazado; operan todas en conjunto. Ninguna podría existir por sí misma de manera independiente de las demás. Así, no podría existir la prudencia sin la justicia, la templanza y la fortaleza.
Para determinar la moralidad de un acto humano, es decir, si es bueno o malo, no basta con conocer los principios generales (Ley Natural). La moral nos ofrece tres criterios que deben considerarse conjuntamente, conocidos como las “fuentes de la moralidad”.
Nunca debe perderse de vista que el fin no justifica los medios.
En definitiva, el acto moralmente bueno supone simultáneamente la bondad del objeto elegido, de la intención, y de las circunstancias. Una intención mala corrompe la acción (objeto elegido) aunque ésta sea buena (mentir para proteger a un amigo). Por su parte, hay acciones cuya elección es siempre mala porque implican un desorden de la voluntad; por ejemplo, el adulterio, el homicidio, etc.
La moralidad de los actos humanos no puede calificarse considerando únicamente la intención que los inspira, ni las circunstancias que dan el marco (presión social, coacción, miedo, etc.). En tal contexto, nunca está permitido hacer un mal para obtener un bien. El mal menor jamás está permitido; sí se puede tolerar un mal menor (realizado por un tercero), pero nunca hacerlo uno mismo.
Las ideas de la ética clásica que hemos esbozado son cuestionadas --cuando no rechazadas--, por el consecuencialismo y el proporcionalismo. Estas corrientes buscan una ética más “científica”. Para eso recurren a métodos que intentan cuantificar y ponderar los bienes y males que conlleva una determinada decisión moral. Una acción sería moralmente buena cuando la sumatoria de las consecuencias o efectos buenos, debidamente ponderados, resulten ser mayores que los efectos malos o negativos.
Parece razonable, pero tiene dos grandes riesgos. Primero, es utópico pensar en que se podrán conocer y cuantificar todas las consecuencias y efectos, de mediano y largo plazo, de una determinada decisión moral. Segundo, no basta con una buena intención para que una acción sea calificada como moralmente buena; además, deben considerarse el objeto de la acción (lo que efectivamente se hizo) y las circunstancias que rodean al hecho. No hacerlo llevaría a postular que “el fin justifica los medios”.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1001
Julio - Agosto 2024
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