Corría el año 1879 y ya el Ejército chileno se encontraba ocupando territorio enemigo. Las noticias de la muerte de Prat y sus hombres aún palpitaba en los corazones de todos los chilenos, cuya acción heroica motivó a que cientos de compatriotas acudieran a los cuarteles o al mismo muelle de Valparaíso a enrolarse en las filas del Ejército o la Armada, incluyendo a niños y mujeres.
Antofagasta se había establecido como centro de operaciones del Ejército del Norte, y allí desembarcaban los nuevos soldados llenos de patriotismo y ansiosos por defender el nombre de Chile. Pero los barcos no sólo transportaron a hombres y niños: parte de esa tripulación estuvo integrada por mujeres que fueron llamadas cantineras o vivanderas y que prestaron servicios ayudando con los heridos en los regimientos y batallones.
Una de esas tantas cantineras era yo. Si bien nací en Illapel, en cuanto supe que el Ejército necesitaba costureras para hacer quepíes, me dirigí hasta Antofagasta. La guerra ya había cobrado cientos de víctimas a pesar de que sólo habían pasado nueve meses desde su inicio, por lo que era necesario ir en ayuda de nuestros soldados. Llevaba tan solo una maleta pequeña con algunas prendas de vestir, hilos, agujas, tijeras, pero mi corazón albergaba una gran virtud: la del patriotismo.
Al desembarcar en aquel árido puerto pude apreciar que la guerra no tiene aspectos generosos. Mientras numerosos hombres y mujeres se incorporaban al conflicto, otros regresaban a Chile heridos, sin algunas partes de su cuerpo, o algunos en cajones transportados por sus propios camaradas. Aquella escena lúgubre me conmovió completamente y estremeció mi cuerpo, pero no amilanó mis ganas de ingresar a algún regimiento.
Al principio me instalé en una pequeña casa donde las tropas chilenas enviaban sus uniformes para remendarlos y arreglarlos. Dentro de todo ese quehacer militar conocí a Irene Morales, una viuda de tan sólo 14 años que era cantinera del 3º de Línea ¡Era tan sólo una niña! Ahí me contó de sus aventuras en Antofagasta y de cómo la descubrieron a pesar de haberse cortado el pelo y tratar de tener modales masculinos. ¡Qué manera de reírnos con Irene! Que importante sonreírle a la vida en aquellos momentos donde el dolor y la aflicción era pan de cada día. Aunque no siempre estábamos en el mismo lugar, nos transformamos en grandes amigas.
Por ese entonces conocí también al teniente coronel Eleuterio Ramírez Molina, comandante del regimiento 2º de Línea. Era un hombre muy educado e ilustrado, incluso me comentó lo feliz que estaba de ser abuelo y, más encima, padrino de su nietecita. Conversé con él varias veces y le manifesté mis ganas de ser parte del Ejército a lo que él respondió: “María, ya eres del Ejército de Chile ¿pero quieres ser parte de mi regimiento?”. La verdad no sé que cara puse en ese momento, reaccionado únicamente cuando clavé una aguja en mi dedo. “Por supuesto que sí, comandante” respondí, y a partir de ese entonces ya estaba en las filas del 2º de Línea.
Tomé mi maleta y me fui con él hasta el campamento. Algunos estaban en instrucción, otros limpiando los fusiles, unos pocos reían quizás por alguna anécdota…se veía todo tan tranquilo, tan distinto a lo que presencié en el muelle. Cuando pasé con el comandante Ramírez me sentí muy observada, y empecé a mirar hacia el frente porque los nervios comenzaron a apoderarse de mí. Nos detuvimos para acercarnos a un joven de barba que llevaba charreteras similares a la del comandante Ramírez, quien le dijo: “Bartolomé, ella es María, nuestra cantinera”. “Bienvenida a este glorioso regimiento” contestó, mientras extendía su mano para saludarme y yo respondía tímidamente. Era el teniente coronel Bartolomé Vivar, segundo comandante. Fui presentada al resto de las tropas, me hicieron entrega de una chaqueta para que la arreglara y pudiera usarla como parte de este regimiento.
Rápidamente tuve que aprender términos militares, por ejemplo, que la chaqueta se llamaba guerrera, que el gorro era kepí, que la corneta era clarín y que también se entregaban órdenes con ella, que el yatagán no era espada, entre tantas otras cosas que fui aprendiendo en pocos días.
Marchamos hacia Pisagua, puerto que por ese entonces era peruano. Mientras los barcos llegaban a la costa las balas provocaron heridas y muerte a su paso. Este desembarco fue una gran acción de guerra que permitió tomar el lugar, pero fue mi prueba de fuego al tener que ir entregando auxilio a los heridos, pero también debí pasar por el lado de los que ofrendaban su vida por la Patria. Lo que me tocó vivir allí no fue ni la cuarta parte de lo que viviría en la quebrada de Tarapacá unas semanas después.
De Pisagua pasamos a San Francisco donde se dio la batalla que también es conocida como Dolores. Posterior a eso, continuamos avanzando para adentrarnos en la localidad de Tarapacá donde un sol abrazador menguaba nuestras fuerzas, pudiendo reponernos con un poco de alimento, agua y descanso.
Esa aparente calma se transformaría en un verdadero holocausto aquel 27 de noviembre de 1879 cuando tropas del Ejército peruano se enfrentaron a las tropas chilenas, y mi querido 2º de línea se vio notoriamente diezmado en dicha quebrada.
En el trayecto se habían unido más cantineras al regimiento: Leonor Solar, María “La chica” (como la apodaron), Susana Montenegro, Manuela Peña, Rosa González. La gran mayoría de ellas eran costureras, amábamos al país, pero todas tuvieron un motivo diferente para ingresar a la guerra, desde aquellas que siguieron a algún amor, las que albergaban un sentimiento patriótico, las que tenían a su hijo como tambor del regimiento…las conversaciones al final de una marcha nos ayudaron a conocernos más y a sentir a esta unidad como una verdadera familia militar que nos albergó sin mayores contratiempos.
La marcha por el desierto se hacía cada vez más agotadora. Ese sol imponente de día, y el frio de noche, a veces causaron estragos en las tropas, porque si uno se refriaba, contagiaba al otro, y así las compañías completas estaban enfermas, lo que conllevaba un retraso en las marchas y en desigualdad física con el enemigo. Los días a veces se hicieron eternos, pero las charlas de María la Chica, o los retos de Manuela a su hijo Nicolás alegraron el trayecto….no me di ni cuenta cuando ya era 27 de noviembre, a menos de un mes de navidad y lejos, muy lejos de casa.
La columna en donde estuvo nuestro regimiento ya se encontraba en Tarapacá. Un silencio estremecedor nos dio la bienvenida lo que no fue una buena señal. Mi comandante Ramírez iba a la cabeza, cabalgando junto a otros oficiales que apenas se distinguían a lo lejos. Nuestra marcha iba lenta, pero atenta a cualquier movimiento extraño que pudiera afectar el recorrido.
De pronto, a lo lejos, se escucharon disparos; minutos después, vimos a mi comandante Ramírez cabalgando hacia nosotros para decirnos que nuestros camaradas ya se encontraban en combate. Había que tomar las posiciones y buscar un lugar que pudiera ser utilizado como enfermería.
Nos movilizamos rápidamente y encontramos un rancho abandonado donde podíamos llevar a los heridos. La batalla se hacía eterna, e incluso en un momento pensamos en una tregua al ver la retirada de los peruanos, ocasión en que aprovechamos de bajar a la quebrada a tomar agua para tratar de reponernos.
Creímos que el enfrentamiento ya había terminado. Nos equivocamos por completo: estábamos en una apacible calma cuando ruidos de caballos y fusil nos sorprendieron. “¡Volvieron los peruanos!”-gritó el soldado González, mientras trataba de colocarse sus botas que se las había sacado para que sus pies descansaran, pero no alcanzó a ponerse la del pie izquierdo ya que una bala le atravesó el corazón falleciendo en el instante.
Por un momento reinó la desorganización, pero la experiencia de mi comandante Ramírez permitió ordenar el ataque y la defensa, provocando el retroceso de las tropas peruanas no sin antes recibir algunos impactos en su mano, pierna y brazo. El cirujano Juan Kidd se batía con la muerte cada que vez que ingresaba a rescatar un herido en medio de esa verdadera masacre, trayendo a mi comandante Ramírez para que le vendáramos el brazo. Admiré la valentía de nuestro líder, que no dejaba de alentar a los hombres bajo su mando, disparando con su revólver y realizando tiros certeros contra el enemigo, regresando al combate una vez que fue vendado.
Los heridos seguían llegando, algunos ya agónicos ingresaron a nuestra improvisada enfermería dando su último suspiro en brazos de alguna cantinera. En medio de aquella jornada tan agitada me di cuenta que María la chica no estaba con nosotros: Rosa y Leonor no sabían dónde estaba, pero el apremio del momento no nos permitió buscarla.
Ya no había más que hacer. Los soldados peruanos, apenas caía un chileno, lo despojaban del capote, botas y cantimplora (Paz Soldán, 1979). A lo lejos de pronto observé la estrella del estandarte que arremetía con todas sus fuerzas en medio de las tropas chilenas, aunque de un momento a otro ya no lo vi más. A mi comandante Ramírez lo volvieron a traer, pero esta vez ya venía muy mal y casi desfallecido, pero con su revólver aún empuñado y tratando de dar en el blanco. “¡No se rindan muchachos!”- gritó con las fuerzas que le quedaban…en ese instante ingresó un oficial peruano con algunos de sus hombres, tomó el revólver de mi comandante y le dio un tiro en la cabeza. “¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!” Se escuchó al unísono por parte de las cantineras, tratando de aguantar el llanto, pero las lágrimas no las pudimos controlar: habían dado muerte a nuestro comandante, a nuestro líder, a nuestro amigo. Lo tomé en mis brazos para sacarlo de ese lugar, pero unos soldados peruanos me obligaron a salir a la fuerza, mientras lloraba por dejar a mis 68 heridos abandonados y a mi querido comandante fallecido. En los instantes en que me llevaban detenida de aquel rancho, los peruanos le prendieron fuego. Intenté devolverme y rescatar a Rosa y Leonor de allí, pero el techo sucumbió ante las llamas derribándose a los pocos minutos. ¡Morían quemadas frente a mis ojos! Un soldado me agarró del pelo para que no me arrancara a rescatarlas diciéndome que era prisionera; mis fuerzas comenzaron a flaquear al punto de casi caer desfallecida. “¡María!”-escuché en medio de aquella oscuridad: era el sargento Necochea, quien me abrazó y susurró al oído que no me preocupara, que nos íbamos a escapar.
Comenzamos a caminar entre los restos de nuestros amigos y hermanos. Allí encontré a María la chica, tendida, con su cabeza ensangrentada, fallecida con un apósito en su mano al lado del cuerpo inerte del capitán Garfias. ¡Murió tratando de auxiliarlo! Saqué el pañuelo que tenía en mi cuello, y le pedí al oficial peruano que me dejara cubrir su joven rostro. Ya no daba más de dolor, pero no físico, sino que un profundo dolor del alma.
Al término de la batalla fuimos recluidos en una casa en Tarapacá sin agua ni alimentos, extenuados por el combate y vigilados sigilosamente por un par de centinelas. Yo no podía dejar de llorar: aquellas escenas de muerte y desesperación por tratar de ayudar a salir de las llamas volvían a mí a cada momento. ¡No pude hacer nada! Ahí me enteré, por el soldado San Martín, que nuestro estandarte fue llevado por el enemigo, que el subteniente Barahona falleció defendiéndolo, no sin antes cortarle los dedos con yatagán para lograr arrebatarle tan emblemática insignia. ¡Cómo lloraba ese soldado por el estandarte perdido! Sus lágrimas no fueron indiferentes para el resto, y la emoción inundó aquella habitación cuando el sargento Necochea vio, por una pequeña ventana, a nuestro emblema doblado y colgado en la sala contigua mientras las tropas enemigas reían y celebraban el triunfo en aquella quebrada.
De pronto ingresó al cuarto donde estábamos un jefe de una ambulancia peruana que preguntó por mí, lo cual me resultó bastante extraño pero me dijo: “nada te va a pasar acá, María ‘La Grande’, tu fama de valiente ya se extendió por todo nuestro Ejército”. Después de decir eso me entregó una bolsa de maíz tostado, pan, agua, lo que repartí entre los chilenos que estábamos en esa pequeña habitación, que no sólo eran del 2º de línea, sino que también habían del Chacabuco, Zapadores y la Artillería de Marina.
Todos estábamos muy afectados, con rabia, impotencia…Pensé que nos quedaríamos allí hasta la mañana siguiente, pero el general Buendía ordenó, en la medianoche del mismo 27, que iniciáramos la retirada del lugar por temor a nuevos ataques chilenos.
Iniciamos una marcha extensa hacia Arica donde nos aquejó la sed, la falta de víveres y la incertidumbre sobre cuál sería nuestro final. Caminamos en la madrugada a Pachica, lugar donde fuimos colocados en una especie de corral a la intemperie. El calor y la fatiga hacían estragos en nuestro cuerpo, y recién en horas de la tarde nos dieron de comer frijoles, mientras el agua que usaron para cocinar la dieron para beber. Llevábamos más de un día sin dormir, pero cuando intentábamos hacerlo, comenzábamos otra vez la marcha por quebradas y senderos sin descanso. Me ofrecieron ir en mula, pero les dije, bastante indignada, que no me iba a subir en ese animal sin una montura apropiada para mí. La verdad que no fue arrogancia, sino que no podía continuar arriba de un animal si mis camaradas iban a pie.
La siguiente parada fue Mocha donde estuvimos por dos días, aprovechando de comer y descansar, ocasión que aprovechó el general Buendía para interrogar a algunos de nuestros soldados y así saber si conocíamos los planes del resto del Ejército chileno.
El resto de la travesía fue bastante duro, no tan solo para los chilenos, sino que también para los peruanos, quienes incluso ofrecían soles por galletas en los pueblos por donde pasábamos.
A pesar de las penurias que estábamos viviendo, y nuestra situación de prisioneros de guerra, algunos soldados chilenos hicieron de las suyas con los peruanos mientras preparaban ranchos, lanzándole piedras a las ollas y rompiéndolas provocando el enojo del enemigo, aunque nunca pudieron sorprender al que tenía tan buena puntería. En una oportunidad, el sargento Necochea, junto a los soldados Marín y San Martín, intentaron robar el estandarte pero fueron detenidos y castigados. Pocos días después de aquel incidente, los tres lograban escapar fugándose por la quebrada.
Fueron 19 días de penosa marcha hacia Arica. Allí me liberaron argumentando que me trajeron hasta esta ciudad para protegerme de los vejámenes que pudieron cometer conmigo las tropas o los dispersos. Mi estadía en la ciudad no fue muy agradable, no por el trato que me dieron, sino porque me vi afectada de algunos problemas leves de salud, pero quería volver a la guerra con mi regimiento.
Cuando supe que las tropas chilenas estaban en Arica, me dirigí con el Coronel Estanislao del Canto, quien ahora estaba al mando del 2º de Línea. “María, estás viva”-escuché entre las tropas: era el sargento Justo Urrutia, a quien abracé fuertemente mientras estallé en llanto al ver algunos camaradas sobrevivientes de aquella batalla. “Qué lindo reencontrarme con mi familia perdida”- le dije, mientras el coronel Del Canto observaba y se emocionaba con dicho encuentro.
“Bueno, entonces eres bienvenida María la grande, tu heroísmo y bravura se ha difundido por todo el desierto”- me dijo, y rápidamente me incorporé a las labores que había dejado estancadas por mi prisión. Solicité una guerrera vieja que me dieran y comencé a remendarla para poder usarla, porque la otra que tenía quedó manchada con sangre y muy deteriorada con la marcha que hicimos a pie desde Tarapacá hasta Arica. Pero mi regimiento me tenía una sorpresa: días antes de embarcarnos hacia Pisco tuvimos que formar con mi coronel Del Canto para darnos algunas instrucciones. Me pidió que me acercara porque tenía algo para mí, solicitando a un cabo que me entregara un paquete envuelto en papel de periódico, mientras yo caminaba sorprendida. “Ábrelo María”. Tomé el paquete y, al mismo tiempo que lo empiezo a abrir, la emoción me embargó por completo: ¡era un uniforme nuevo de cantinera! ¡No lo podía creer! “Las tropas del 2º de Línea te lo regalan, María. Te lo mereces”- me dijo mi coronel, mientras yo abrazaba aquella guerrera y falda de terciopelo azul, con un gran número 2 en los brazos. Me di vuelta hacia donde estaba la formación y les dije: “Gracias, ustedes son mi familia”.
En los días siguientes, partí con mi nuevo uniforme hacia Pisco y después por tierra hasta el valle de Lurín, localidad en donde pude presenciar una bella ceremonia: la devolución del estandarte a mi regimiento. Formamos bastante temprano, a eso de las nueve de la mañana frente al Cuartel General. Escuchamos una misa de campaña, ocasión en que el padre Esteban Vivanco bendijo nuestra insigne bandera diciéndonos:
(…) vais a recibir por segunda vez vuestro querido estandarte: las bendiciones del cielo han caído sobre él…Ramírez, Vivar y toda su pléyade de bravos que perdieron gloriosamente bajo la sombra de esta insignia, contemplarán vuestra actitud desde la mansión sublime de la inmortalidad. (Machuca, 1929)
Al término de sus palabras mi coronel Del Canto recibió de vuelta nuestro estandarte y volteando hacia nuestra formación nos preguntó si prometíamos defender esta insignia sagrada, a lo que al unísono respondimos “¡SI, Viva Chile!”, grito que se escuchó hasta en los cerros más cercanos, cuya emoción se apoderó de quienes sobrevivimos en Tarapacá cuando el nuevo abanderado marchó, con lágrimas en sus ojos, frente al regimiento. ¡Cómo no iba a llenar de orgullo al subteniente Filomeno Barahona ser el portaestandarte después de su hermano Telésforo, que dio la vida defendiéndolo! Entre sus escoltas también figuraba el sargento Urrutia, reliquia viviente de aquella épica jornada y que volvía a cumplir tan honrosa misión.
Por un instante miré al cielo saludando en silencio a mi comandante Ramírez, a mis amigas cantineras, y a todos quienes subieron las gradas de la inmortalidad al dar su vida por las glorias de Chile en aquella quebrada de Tarapacá. Estoy segura que desde lo alto nos estaban viendo y se emocionaron con nosotros al ver que el estandarte volvía a nuestro regimiento.
Después de algunos discursos, nos retiramos al son del himno de Yungay con el fin de prepararnos para el enfrentamiento que tuvo lugar en Chorrillos y, un día después, en Miraflores. Ambas victorias permitieron que nuestro Ejército llegara a Lima, pero la verdad que después de llegar hasta la capital peruana no pude continuar sirviendo en el campo de batalla porque mi salud comenzó a quebrantarse mucho más, por lo que tuve que devolverme a Chile.
Con mucha tristeza me despedí con quienes compartí y consideré mi familia por un poco más de dos años. En el viaje de regreso a mi país repasé las conversaciones cuando tomábamos un descanso en las marchas, las escenas de dolor y muerte en las batallas, mi prisión, y tantas otras cosas que marcarán toda mi vida.
Las fatigas y duras jornadas que viví en la guerra afectaron mi salud gravemente cuando una enfermedad al hígado y una fiebre muy alta casi terminan con mi vida si no hubiese sido ayudada por unas almas caritativas. Una vez recuperada, era tiempo de retomar mi antigua vida. Me casé, tuve una hija y me radiqué en Ovalle, pero siempre tuve en mi corazón a aquellas personas que fueron parte de mi vida en la Guerra del Pacífico, y especialmente a mi comandante Ramírez por permitirme ser parte del Ejército y por llevar a mi querido 2º de línea de Tarapacá a la gloria.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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