Revista de Marina
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La monografía analiza el concepto de vocación y pretende poner de manifiesto la trascendencia propia de la vocación militar y de la carrera de las armas. Sugiere la existencia y continuidad del carácter nacional desde nuestros orígenes y discurre sobre la vida del marino y los atributos que la adornan, pretendiendo ser una invitación a los jóvenes de ambos sexos para que abracen la carrera del mar en cualquiera de las escuelas matrices de la Armada.

Volvería a ser Marino, tituló el vicealmirante don Ismael Huerta Díaz a una obra suya publicada el año 1988, cuando ya se había acogido a retiro de la Armada, y en la cual describe sus vivencias con la prolijidad que le era característica. Tal título me pareció provocativo, especialmente teniendo en cuenta que su caballerosidad, inteligencia, cultura y preparación le hubiesen abierto numerosas opciones de vida. Entonces, ¿qué es lo que el almirante encontró en la Armada que lo cautivó tan hondo?, y más propiamente, ¿qué es lo que un joven encontraría en ella, como para decidirlo a entregarle los mejores años de su vida? Esto es lo que trato de reflejar en las líneas siguientes, llevando el texto leído desde un testimonio de vida a una invitación para ser marino.

Concepto de vocación

La vocación es la base de una vida profesional exitosa, de modo que resulta imprescindible definirla en términos lo más sencillos posibles. En tal sentido, entiendo que ella es la inclinación o atracción del sujeto hacia cualquier carrera, profesión o actividad, la que cuando se abraza trae consigo una sensación de complacencia, satisfacción o realización personal. Nada más cierto que Churchill, Víctor Hugo, Napoleón, la Madre Teresa de Calcuta, Von Braun o Brahms tuvieron la fortuna de percibirla y vivirla intensamente, pero también pienso que otras muchas personas quizás, si tan excepcionales como las nombradas, pasaron en alguna medida sin dejar mayor huella, por no haberla abrazado.

Siendo niños, aspirábamos con frecuencia ser bomberos, maestros, policías o conductores de trenes, (curiosamente siempre sirviendo a los demás), pero a medida que empezamos a madurar y a descubrir la natural y necesaria integración en el mundo, el llamado de la vocación se fue tornando más fuerte, dando fin a las incertidumbres. Elegir una profesión representa una de las decisiones más trascendentales que enfrenta el ser humano, aunque hacerlo no resulta siempre sencillo porque en ocasiones sentimos llamados distintos en nuestro interior, tal como lo había advertido el distinguido filósofo francés Blaise Pascal, quien sentenció que “el corazón tiene razones que la razón no entiende” (Pascal 1984, p. 477). Creo que el joven de temprana edad es típicamente un idealista y canaliza su fantasía en aquello que le gusta, siguiendo rectamente –quizás si a ciegas- el llamado del corazón, dejando de lado las inconveniencias, estrecheces, riesgos, incomodidades o dificultades que avizora, seguro como se siente, de superarlas. En tanto que quién va camino de llegar a la adultez atiende también a la razón -aquello que le conviene- y pondera con cuidado las consecuencias.

Cualquiera sea el caso, quien aspire a realizar sus anhelos debe responderse con honestidad quién y cómo es, vale decir, cuáles son sus inclinaciones, fortalezas y flaquezas, y qué tan dotado se siente para afrontar las exigencias implícitas en sus deseos. Meditando sobre la importancia de esta decisión, Cicerón le escribe a su hijo Marco en orden a que “cada uno siga sus propias inclinaciones no viciosas”; que los esfuerzos deben orientarse “hacia el camino que nuestras aptitudes nos hayan fijado”; que “nada sienta mejor que lo que forma parte de nosotros mismos” y que “es vano correr tras un objetivo que no nos ha de ser posible alcanzar” (Cicerón, 1962, p. 68); conceptos cuya claridad parece hacer innecesario ahondar más en el tema. En suma, la vocación constituye la fuerza principal o motor que alimenta a la voluntad para perseverar y superar las dificultades sin flaquear o rendirse y Maslow (1954, p. 91), antiguo profesor de la Universidad de Brandeis, Massachusetts, afirma categóricamente que “Lo que un hombre puede ser, debe serlo”, agregando que en este camino hay que llegar a ser todo lo que uno es capaz de serlo. Para mí entonces, quien desoiga el llamado de la naturaleza a hacer lo propio, es decir, aquello para lo cual está dotado, pierde lisa y llanamente la orientación natural de la vida y en una palabra, la malogra. Estoy convencido que la vida plena, aquella que puede calificarse de feliz, precisa de la fe que le da sentido y trascendencia; la pertenencia a un hogar feliz, es decir a una familia que la humaniza; y el ejercicio de una actividad vital que contribuya a un bien superior y que fundamentada en valores y principios virtuosos refleje los deseos más íntimos de la persona y utilice a cabalidad sus facultades. Notablemente, todo indica que estos deseos, así como los de mayor relevancia provienen del corazón.

Trascendencia de la profesión militar

Los jóvenes se sienten bombardeados con frecuencia por cuestiones fundamentales tales como definir la naturaleza de la carrera militar y la real necesidad del gasto en defensa, a las cuales no cabe responder con un sí o un no. Veamos. Sabemos que la humanidad, golpeada una y otra vez por el sufrimiento y la miseria de la guerra, optó desde muy temprano por privilegiar la paz y promover la armonía y la cooperación internacional, y fue con este fin que ella fue creando y perfeccionando normas de convivencia que con los siglos conformaron el Derecho Internacional Público o de Gentes; y que fue la sujeción a esas normas por gobiernos sensatos lo que permitió alcanzar períodos prolongados y fructíferos de paz y en ocasiones también, mitigar con mayor o menor intensidad los conflictos que se hicieron inevitables. Desde esta perspectiva, podría decirse que la Organización de Naciones Unidas, que integra prácticamente a todos los miembros de la comunidad internacional, representa el coronamiento de esta empresa, y que a ella se unen si bien en una posición de menor relevancia, toda una cantidad de tratados, acuerdos, pactos, organizaciones, comunidades, conferencias y otros, formados por determinados grupos de Estados con afinidad política o económica. Empero, toda esta notable estructura de pacificación y orden en que se desenvuelve la diplomacia como instrumento de la política exterior, no ha podido detener la ocurrencia de conflictos y aún de guerras, obligando a los estados a crear un instrumento militar que respalde su política exterior, ya sea a fin de contribuir a imponer sus intereses nacionales en un ambiente de paz o bien, para recurrir a él directamente, cuando el arreglo se hiciese imposible. Básicamente los Estados se refugian en sí mismos – es decir en sus recursos y sus fuerzas armadas – si es que caen las barreras externas de contención y el profesor F. H. Hartmann (1986, p. 5) nos recuerda que “Las naciones amantes de la paz, suelen mantenerse tan fuertemente armadas como cualquier otra; de este modo esperan disuadir a aquellas en las que sospechan un menor amor por la Paz”.

Podríamos imaginar que antaño, políticos tan notables como Richelieu, Tayllerand, Meternich y otros pocos escogidos podían contener con su genio las ambiciones de un puñado o dos de emperadores, reyes y jefes de estados que convivían con recelos recíprocos; pero hoy en día la convivencia internacional es cada vez más compleja. La cantidad de estados soberanos – y cada uno de ellos define y defiende sus propios intereses – ha proliferado fuertemente, de tal modo que si bien los signatarios de la Paz de Westfalia, en 1648, sólo fueron siete, quienes firmaron la Carta de San Francisco llegaron al medio centenar y hoy los estados superan los doscientos, de los cuales, por añadidura, un buen número carece de estabilidad política y de paz social, o se debate en la pobreza o el enfrentamiento religioso, derramando con frecuencia sus problemas hacia la comunidad. ¡Menuda tarea –entonces- la de armonizar tantos intereses, muchos de ellos divergentes; la de lidiar con la competencia económica no ya en el entorno vecinal o la región como era característico, sino en una dimensión globalizada; y la de hacer frente al terrorismo y a la proliferación de armas nucleares – por fortuna lenta – cuyo desenlace se desconoce! Y para la gran mayoría de los estados, ser testigos de la rivalidad entre los centros de poder del mundo, radicados en los Estados Unidos, Rusia y últimamente China, cuyos ecos repercuten a veces con violencia en especial en las zonas de sus epidermis políticas, al igual que durante la Guerra Fría, mientras que uno que otro estado insatisfecho pretende agresivamente acrecer su estatura. Sin perjuicio, claro está, que el contacto de civilizaciones, culturas, ideologías y religiones ha aumentado significativamente, añadiendo una peligrosa fuente de inestabilidad y confrontación a la política global, como lo había planteado Hungtinton en 1993 e incluso Hermann Hesse en su Lobo Estepario medio siglo antes. Pienso que es posible, que esta falta de claridad habría contribuido a que Henry Kissinger expresara en la introducción a su obra Orden Mundial (2016) que “Nuestra época persigue con insistencia, casi con desesperación, una idea de orden mundial” – para agregar algo más adelante que “Jamás ha existido un verdadero orden mundial”. No se trata de un panorama apocalíptico, pero sí de uno lo suficientemente complejo como para permanecer alerta, y en el cual el renuncio a la existencia de las Fuerzas Armadas como instrumento de la Política Exterior del estado es simplemente temerario.

La experiencia política acumulada por generaciones indica que para adquirir y mantener su riqueza el estado requiere del poder militar, mientras que el Banco Mundial ha calculado que el gasto militar global el año 2015 alcanzó un 2,27% del PIB agregado, variando como es lógico de país en país y fluctuando anualmente conforme a las percepciones de la estabilidad del medio. Verdad es que ya en el año 350 A.C. se conocía en Grecia la expresión “para los defensores (de la ciudad), la primera de todas las ventajas es que nadie piensa en atacar a los que están preparados para resistir” (Aristóteles 1999, p. 148), pero mientras que en la antigüedad los defensores podían convocar a sus guerreros cuando los atacantes estaban casi a la vista de los muros, ya que su única destreza militar era emplear sus lanzas o flechas; hoy hay que educarlos, instruirlos y entrenarlos para que puedan usar con eficiencia los sofisticados sistemas de armas que les son confiados. Una defensa compleja no se improvisa, así como a nadie se le ocurriría abrir la cátedra de medicina o de arquitectura universitaria cuando se detecte una epidemia, o un terremoto destruya masivamente las viviendas, con la salvedad que si bien éstas suceden de modo imprevisto, los conflictos – armados o no – son provocados de preferencia en los momentos de mayor debilidad del objetivo elegido.

Los jóvenes candidatos deben saber que sus mayores adhieren resueltamente a la paz y al derecho como norma de vida, pero que esto no significa para ellos descuidar la defensa y como botón de muestra, americanos y rusos conviven hoy con un arsenal combinado de más de catorce mil armas nucleares. Aunque en materia de defensa (y tal vez en muchas) todo pueda restringirse, nunca se lo podrá hacer bajo el nivel que la fuerza necesita para cumplir su misión. A mayor abundamiento, si lo que se administra es una medicina, ésta debe entregarse hasta que el mal se detenga y se expulse, y si se trata de una fuerza, ella debe ser provista para que sea capaz de prevalecer o “venderse cara” (disuadir), porque si esto no puede lograrse, el gasto y la propia fuerza son inútiles. La paz perpetua como la concebía Kant está todavía lejos de lograrse.

El hombre y la mujer chilenos

En su obra El Carácter Chileno, que es una notable fuente de consulta para entender el mecanismo de respuesta de nuestro pueblo a los desafíos a que es sometido, Hernán Godoy nos refiere que todos los viajeros connotados que nos han visitado, “coinciden en señalar el sello peculiar del carácter chileno”, el que aflora “con más vigor cuando arrecian las crisis” (Godoy, 1991, p. 505), y cuyo origen más remoto lo concibe moldeado, entre otros factores gravitantes, por la condición de finis terrae e insularidad de nuestro territorio y diversos factores físicos a los que se unen la guerra de Arauco y la impronta española del mestizaje. En la Corte de Aragón y Castilla había sobrada evidencia de que la nuestra era una tierra de enfrentamiento interminable, y fue, precisamente, en el fragor de esa lucha que se fue forjando nuestro carácter o identidad nacional. Estoy convencido que en este proceso puede hallarse un hilo conductor que va desde nuestros más remotos orígenes hasta el presente, y cuyo principio lo sitúo en el valle de Copiapó el día 27 de agosto del año 1540, cuando Pedro de Valdivia tras cruzar la cordillera se apea de su cabalgadura y blandiendo su espada exclama: “Si la posesión que aquí he tomado alguna persona por sí, o por algún príncipe o señorío del mundo me la quisiese contradecir, aquí le espero en este campo, armado para defender y combatir hasta rendir, o matar o echar del campo”, (Rosales, 1872, p. 376) señalando para la historia, amigos y adversarios, el lejano acto de posesión de la tierra chilena y el costo e insensatez de amenazarla.

Cómo ignorar entonces, que el pueblo chileno es el heredero privilegiado de guerreros peninsulares y autóctonos que durante siglos no se cansaron de luchar entre ellos por una tierra ubicada al fin del mundo, al otro lado de la última cordillera y el desierto más estéril. Tierra, que para unos era su morada o hábitat natural que no habían entregado a los Incas ni estaban dispuestos a ceder a nadie, y que para los otros constituía la posición que había que mantener a toda costa para bien y grandeza del Virreinato de Lima y del Imperio, discrepancia vital que dio origen a la guerra de Arauco. Guerra, en fin, en la que la determinación de los naturales de conservar el territorio y su libertad, unido a su valor, reciedumbre y sagacidad, obligó a España a enviar allí a sus mejores hombres; a que los recién nacidos dieran sus primeros llantos “entre el rumor de trompetas y tambores” (al decir de González de Nájera); y a que cada español avecindado como labrador debiera desdoblarse como combatiente para rechazar las incursiones indígenas contra sus poblados, fundiendo desde sus orígenes en un solo crisol, al pueblo y a su futuro ejército.

En efecto, Pueblo y Ejército se confunden desde sus orígenes en una verdadera simbiosis, tal como lo recoge el himno militar que canta “… del triunfo marcial que el pueblo chileno obtuvo en Yungay”, letra que lejos de perturbar las mentes por su falsía o inexactitud, representó con fidelidad al elemento humano que combatió en el país vecino del norte durante la Guerra contra la Confederación Perú Boliviana. Más todavía, si bien al inicio de la Guerra del Pacífico nuestro Ejército (encuadrado a la Ley de septiembre de 1878) lo componían sólo unos 2.200 hombres distribuidos en cinco batallones de infantería, dos regimientos de caballería y uno de artillería, (González, 1990, pp. 6 y 126), a fines del año 1890 esta fuerza ascendía a unos 26.000 efectivos, dando cuenta del inmenso compromiso del pueblo para alistarse en las filas, así fuesen mineros, pescadores, inquilinos, oficinistas, técnicos o profesionales, situación que volvió a repetirse en la malhadada guerra civil de 1891. Con todo, también es dable afirmar que este verdadero trasvasije de hombres (y también mujeres) con sus cualidades, defectos, valores, costumbres ancestrales traídos del terruño y hábitos recientes adquiridos en los desiertos del norte, benefició a ambas partes: Al Ejército, que requiriendo de numerosos soldados, los obtuvo de calidad, como se infiere de la victoria, en tanto que la civilidad recibió a sus soldados de regreso a sus hogares siendo más hombres, disciplinados, maduros y responsables y quizás si con una más solida visión de país. Mi experiencia como instructor de conscriptos navales en el año 1963, aunque breve, fue suficiente para mostrarme la calidad humana de los muchachos que cumplían con su servicio militar, el orgullo con que lucían su nuevo uniforme y la importancia que su paso por la Armada tuvo en sus vidas. Ellos llevaban en sus jóvenes espíritus el sello de la identidad nacional que es, estoy cierto, nuestro verdadero patrimonio y el mejor obsequio recibido de las generaciones que nos precedieron, el cual creció con las emergencias militares del siglo XIX que convocaron a los jóvenes a los cuarteles desde todas las zonas desvinculadas del país, reuniéndolos bajo una bandera.

El militar chileno y la sociedad civil

Conforme a la percepción ciudadana, las fuerzas armadas gozan de un significativo respaldo ciudadano, convirtiendo a los noveles militares en coherederos de un patrimonio de honor que se ha venido acrecentando inalterablemente con los años merced al esfuerzo de sus mayores, y que les abre las puertas de la mayoría de los hogares chilenos. En hora buena. Empero, “… Una herencia no es sólo un tesoro; es a la vez una carga y una cadena” (Ortega y Gasset, 1966, p. 28), nos señala un distinguido pensador español, recordándonos que éticamente todo bien heredado trae aparejado al menos el deber de preservarlo, ya que la armonía entre derechos y deberes es una característica vital en un cuerpo sano. Nos duele profundamente cuando alguno de los nuestros falta a sus normas de conducta y toma un camino reñido con la tradición y el honor militar, afectando la dignidad del uniforme. Sin duda que hablamos de algo esporádico, pero aún así ellos convierten a sus instituciones en el festín de sus críticos. Los principios son sometidos a prueba constantemente y de las maneras más diversas, y el asedio suele hacerse más severo con el aumento de la responsabilidad, cuando se dirige mayor cantidad de personas o de medios materiales, siendo característico que la debilidad del que manda acarree o invite la caída de los subalternos.

Amén de estas críticas eventuales, el joven tiene que estar en guardia frente a las descalificaciones que reciben las fuerzas armadas por parte de los pacifistas más radicales, que son sus detractores proverbiales, quienes por definición “rechazan la guerra y el uso de la violencia física, cualquiera sea la circunstancia, como medio para resolver los conflictos”, subestimando la naturaleza o la persistencia del conflicto y convencidos, además, que las organizaciones Internacionales y regionales o los convenios interestatales son suficientes para asegurar la paz y la plena armonía entre los Estados. Y nada más lógico para este grupo, que una vez desconocida la legitimidad y la utilidad de la organización militar, concluya en error, que el gasto en defensa es superfluo y vea de volcar todo ese caudal a otros usos urgentes del Estado. Por otra parte, junto a estos pacifistas se alinean los críticos más severos, de preferencia anárquicos o ideologizados – que por fortuna son los menos – quienes dirigen con persistencia sus esfuerzos a debilitar el prestigio de la profesión militar junto con relativizar sus valores y principios y hacer mofa de su disciplina, tratando de destrozar así la unidad y la potencia de las instituciones. En realidad, el desmantelamiento de las fuerzas armadas ha sido siempre tentador para quienes desconocen las complejidades de la política exterior y la antigua máxima latina si vis paccem, parabellum que refleja la esencia de la disuasión.

Ahora bien, es importante que los jóvenes comprendan que Chile no está ajeno a este escenario de confrontación y que la paz más que centenaria de la cual hemos gozado no es obra de la casualidad, sino que fruto de una política de disuasión bien concebida y ejecutada. Los mayores tenemos plena conciencia que nuestra generación debió enfrentar serias crisis vecinales que superamos recurriendo a una sólida disuasión planteada por el Gobierno Militar de la época y la acción resuelta de sus fuerzas armadas y carabineros, junto con una acción eficaz y oportuna de su Cancillería. Pero nada se improvisó. Un jefe de Escuadra requiere treinta o más años de preparación, un comandante de unidad de combate más de veinte, un condestable otros tantos y un especialista varios, tantos como sea posible.

Vocación del miembro de las fuerzas armadas

Por todo lo dicho, el joven que se incorpora a las fuerzas armadas debe estar íntimamente convencido de que ellas constituyen instituciones fundamentales en la vida del Estado, dado su rol gravitante para su supervivencia y el ejercicio de su plena soberanía, como se ha sugerido; y sin olvidar su atributo de última ratio, puesto que al colapso de la fuerza sigue inexorablemente el del Estado. Sin embargo y tal como lo hemos visto y vivido con mucha frecuencia la actividad del militar no está concentrada o arrinconada en el bastión del último recurso, sino que incluso es con frecuencia el primero de ellos en atender emergencias, hacer soberanía, establecer puentes humanos o materiales y llevar orden, seguridad y tranquilidad, siendo necesario comprender que civiles y militares no constituyen grupos humanos desvinculados dentro del Estado, sino que son partes complementarias e interdependientes de él.

La vida “tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa o humilde, a un destino ilustre o trivial”, nos recuerda un ilustre pensador español, agregando que “… si no es entregada por mí a algo, caminará desvencijada, sin tensión y sin forma” (11, 208); destino desdichado –agregaríaajeno del todo a la vida de un hombre de armas, cuya profesión no sólo rebalsa el ámbito de su persona y de los suyos, sino que lo incorpora a una familia esforzada que disfruta del encanto de un desafío constante que es propio tanto del cambio de escenario geográfico, como de la diversidad de sus misiones y del trabajo estrecho con personas. Pero para entregarse a su profesión de armas sin reservas, el militar ha de estar cierto que su esfuerzo vale la pena; que el Estado no es una fría agregación de individuos, instituciones y dominios territoriales, y que tampoco supone un poder que abarque todos los aspectos de la vida humana, como hubo quienes lo intentaron sin éxito durante la historia. En realidad, el Estado es mucho más que eso, y “tiene por objeto la conservación y la felicidad de los asociados” como lo expresaba Andrés Bello en su obra Principios de Derecho Internacional. Un medio, en fin, creado por el hombre para que bajo su alero, tanto su vida como sus necesidades se desarrollen y satisfagan en la forma más acorde con sus posibilidades individuales y con el poder colectivo, pero nunca un fin en sí mismo.

Así entendido, el concepto de Estado que es básicamente jurídico conduce con naturalidad al de Patria, a la que concibo como la expresión espiritual, humana o afectiva del anterior, que comprende no sólo una historia común sino que la disposición sine qua non a compartir el futuro, puesto que el hacer y luchar no tiene sentido en un mirar hacia el pasado. A lo largo de la historia una caterva de oradores, encendiendo mentes y corazones, se han referido florida o sesudamente a esta relación hombre y patria, pero entre todos ellos sobresale, a mi entender, el renombrado filósofo de Estagira, quien afirmó que “….Aún cuando el bien del individuo y el de la polis sean idénticos, es claro que ha de ser mayor y más perfecto alcanzar y preservar el de la polis, porque si es apetecible procurarlo para uno solo, es más hermoso y divino para las ciudades”, (1, cap.2). Se me ocurre que Cicerón, tal vez si meditando sobre la cita y obra del filósofo griego, escrita unos tres siglos antes, intentó teñir lo dicho por éste con los tonos y colores de los afectos tan propios de todo lo humano, y fue así que en su legado a su hijo Marco (2, 37), le dice que “Amamos con ternura a nuestros padres, hijos, parientes y amigos, pero todos esos afectos particulares vienen como a fundirse en el único amor a la Patria”, agregando que no hay sociedad más sagrada que aquella que nos liga con nuestro propio Estado.

Por último, el joven soldado, cualquiera que sea su uniforme, no puede ignorar que cada vez que la sombra de la guerra se cernió sobre nuestro país, sus progenitores fueron capaces de materializar una adecuada respuesta, tanto para evitarla disuadiendo al eventual agresor, sin que en ocasiones el ciudadano corriente llegase siquiera a enterarse de la emergencia, o bien llevando el conflicto al corazón del ofensor, de tal modo que a lo largo de nuestra historia, estas Fuerzas nunca han incumplido una misión recibida o la han satisfecho a medias.

La vocación naval

El gusto por la marina penetra inicialmente por los sentidos y allí están para saciarlos, la mar y las naves, las anécdotas marineras, el contacto con los uniformados, la lectura de libros marineros, los desfiles, las películas y los relatos de las hazañas de grandes héroes marineros, junto con una buena enseñanza en escuelas, liceos o colegios. Y reservamos una mención especial para el hogar paterno, ya que la cantidad de hijos de oficiales y suboficiales que postulan a los concursos de admisión de las escuelas matrices de la Armada, señalan a las claras la fuerte influencia que ejerce una madre o padre marinos en orientar el camino de sus hijos. No pretendo de ninguna manera que estos estímulos sean suficientes para dar contenido a una vocación; pero sí afirmaría que en los primeros años de vida, cuando el horizonte no se extiende más allá de las vivencias del hogar paterno, la escuela y los juegos, la delicada sensibilidad de los muchachos se deja capturar con mayor facilidad por aquello que se sale de la rutina o la normalidad.

En este cuadro, es preciso recordar que desde tiempos inmemoriales el mar ha cautivado a artistas y escritores que han dejado testimonio perdurable de sus creaciones, de las cuales las novelas en particular, constituían el alimento preferido de la imaginación y los sueños de los jóvenes. Si bien el advenimiento del cine desplazó silenciosamente a dichas obras y sus personajes, del modo que el capitán Jack Sparrow a bordo del Perla Negra lo hizo con el pirata Sandokán y su fiel Yáñez de Salgari, la invitación a surcar el mar sigue en pie, si bien con otros ropajes, porque lo primordial es la fantasía, el riesgo y la aventura. ¿Cuántos jóvenes de antaño se habrán sentido cautivados por Hans Ulrich Rudel, Manfred von Richthofen o el popular piloto Bill Barnes y se hicieron aviadores?; ¿o acaso no escribió el historiador contemporáneo Marc Bloch que “los lectores de Alejandro Dumas no son, quizás, sino historiadores en potencia”? En definitiva, los jóvenes no se conmueven con los juicios de Plutarco o las enseñanzas de Mahan, simplemente porque es muy temprano para eso. Y como corolario, es muy probable que ni Nelson ni Prat, que ingresaron a la Marina a muy temprana edad, (a unos diez y doce años respectivamente), sospecharan siquiera de la trascendencia de la Royal Navy y de nuestra Armada, aunque sus familias valoraran a estas Instituciones como una noble opción de vida para ellos.

Erich Raeder, por ejemplo, Comandante en Jefe de la Armada de Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, se venía preparando con ahínco para estudiar medicina, pero cuando visitó de jovenzuelo el pequeño bergantín Musquito y cayó en sus manos un libro del almirante von Werner que describía el viaje del príncipe Heinrich de Prusia alrededor del mundo en una fragata a vela, desistió de su proyecto de vida e ingresó a la Escuela Naval de Kiel a los 18 años. El almirante Nikolaus von Horty, nacido en el corazón de las llanuras húngaras y regente de los suyos tras la Primera Guerra Europea, debió vencer la oposición inicial de sus padres para ingresar a la Academia Naval cumpliendo “el sueño de mi infancia y… la realización de todas mis ambiciones”; y aunque en el hogar paterno del futuro almirante de la Flota Británica, vizconde Andrew Cunningham se respiraba academia, pues su progenitor era profesor de anatomía del Trinity College de Dublin, su infancia transcurrida en un puerto y la afición a la pesca de su padre lo pusieron en contacto con el mar, y le agradó. Como él relata, “no sé que puso esto en mi cabeza”, pero el hecho es que al recibir un telegrama de aquél preguntándole si le gustaría ser marino, le contestó: “Si, me gustaría ser un almirante”. Y qué decir del pequeño Horacio Nelson, que solía ir a lomo de mulo al puerto de Wells, próximo a su hogar en Burnham Thorpe, Norfolk, a mirar las recaladas de las embarcaciones a vela holandesas que traían porcelanas de Delft, soñando en hacerse a la mar algún día. Curiosamente, como su única posibilidad de hacerlo provenía de su tío Maurice Suckling, entonces comandante de la Raisonnable de 64 cañones y poseedor de una gran personalidad, apostura y halo heroico, Horacio le envió una carta a su hermano mayor, William, diciéndole “…escribe a mi padre en Bath y dile que me gustaría ir con mi tío Maurice al mar”. El marino aceptó el pedido y en su respuesta a su hermano le expresó entre otras cosas: “…Déjalo venir, y (que) en la primera ocasión en que entremos en acción, una bala de cañón le pueda volar la cabeza y darle lo que necesita de una vez”, (Pocock, 1988, p. 7) y así inició el Lord su carrera naval. Sería inútil tratar de explicar racionalmente estas decisiones y sólo viene en mi ayuda la sabia afirmación de que “El joven no necesita razones para vivir; sólo necesita pretextos” (10, 205), criterio que comparto firmemente. En síntesis, las motivaciones de estos ilustres marinos, que podrán parecer pueriles a muchos adultos, ensamblan perfectamente con las expresiones del general MacArthur en su brillante discurso de despedida en la Cámara de Representantes de su país, apenas entregado el comando de las Potencias Aliadas en Asia, donde mencionó simplemente que su incorporación al Ejército, “fue la realización de todas mis esperanzas y sueños de infancia” (Manchester, 1978, p. 661). Casi está demás decirlo, pero todos estos testimonios terminaron de convencerme de que estos anhelos son suficientes para comprometer la vida y que sólo se requiere atraparlos e ir tras ellos con denuedo, sin perderlos nunca.

Una vez resuelto ingresar a la Armada y cruzado el portalón naval, era preciso perseverar adecuando el cuerpo y la mente al cambio completo de la rutina de vida. Recuerdo que en mis años de cadete, al minuto o dos de despertar había que adaptarse al frío impacto del agua sobre el cuerpo, cuando éste ansiaba todavía el calor de las sábanas; y aceptar también el portalón cerrado, cuando deseábamos salir al encuentro de nuestros afectos. Y qué decir del mareo que nos aquejó a la mayoría de nosotros en nuestros primeros días de embarco, mientras el tripulante avezado trataba de animarnos con su actitud frente a nuestra turbación; sin olvidar los coyes que aparentaban moverse por las noches en una acompasada danza en la penumbra de una luz de policía, humilde substituto de las camas bien asentadas en la tierra; y cómo olvidar, finalmente, las guardias nocturnas, amén del cumplimiento de las pequeñas tareas recibidas diariamente, muchas de las cuales violentaban la rebeldía juvenil. Empero, casi imperceptiblemente todo lo anterior fue adquiriendo un significado y nuestro horizonte empezó a ensancharse. Cesamos de mirar a la Armada como algo a lo cual aspirábamos y la entendimos como propia, y comprendimos que todo lo anterior era como el crisol en el cual se forjaba nuestro nuevo carácter, el carácter del marino, apto para soportar las pruebas más severas, que eran las que la Patria nos pedía y ha demandado siempre a sus marinos.

Del mismo modo, no puedo olvidar que en mis años de Escuela Naval había un cadete que afirmaba que para él, el solo hecho de desfilar vistiendo el impecable uniforme con la carabina bien trincada al hombro izquierdo y sintiendo el aplauso y la admiración que inspiraba el gallardo paso de la Escuela Naval en las calles de Valparaíso y particularmente en las de Santiago, satisfacía por completo su ego y “no quería más”; pero no llegó a graduarse de guardiamarina, ya que sus aspiraciones se quedaron en la más tierna adolescencia, mientras que las del resto de nosotros maduraron y terminaron por echar raíces. Es por esto que a veces imagino que la verdadera vocación es a la manera del árbol robusto, que en un principio no aparenta ser más que un humilde palo con una que otra hojita, pero que con el tiempo y a medida que su raíz penetra más profundamente en la tierra encontrando nutrientes y asidero, aumenta la fortaleza del tronco y el follaje se torna más espeso, hermoso y acogedor. Al menos, así me parece.

Entorno físico del hombre de mar: buque, mar y bóveda celeste

A la cuestión de si será posible amar o abrazar una profesión sin conocer su finalidad, atributos, exigencias y limitaciones, viene en nuestro socorro el dicho atribuido a Leonardo da Vinci, que por su realismo se viene repitiendo por siglos: “Sólo se ama lo que se conoce”, pensamiento profundo que sugiere que hay que salir a explorarla, en cuyo intento, es tentador afirmar a priori que la vida del marino gira alrededor de tres componentes básicos: los buques, la mar y la bóveda celeste, como efectivamente lo es en el dominio sensorial, aunque no en una dimensión humana. Dimensión ésta en que es evidente que el buque incorpora a su vez los conceptos de equipos humanos y sistemas de armas, de morada y de máquina de combate y de aislamiento e intensa vida en común, que acunan pensamientos e incluso a caracteres humanos específicos que son, en buena medida, respuestas personales a las influencias de los factores físicos y psicológicos con los cuales se convive, porque al igual que sucede con los buques, el mar rebasa con creces su sentido o estético.

Los buques, que en esencia son los medios materiales de que se vale la estrategia naval para satisfacer sus objetivos, cautivan con facilidad la imaginación de quienes aspiran a ser marinos. Verdaderas ciudades compactas, colmadas de armas y sensores de todo tipo que, evolucionando sin descanso de la mano de ingenieros y artistas, llegaron a constituir con los navíos de línea en la primera mitad del siglo pasado la más perfecta obra de ingeniería lograda hasta entonces, verdadera síntesis de poder y belleza que sigue buscando hasta hoy su más completa adecuación al fin, que es básicamente el combate. Es difícil no sucumbir al encanto de su forma esbelta que sugiere agresividad y potencia que se obtenía antaño con su artillería de calibre capaz de disparar simultáneamente, al doble del alcance del horizonte, andanadas de más de siete toneladas de metal y explosivos, y aptos para penetrar corazas de treinta y cinco centímetros de espesor; naves que hoy, con tecnologías más modernas, lanzan misiles inteligentes que se desplazan raudos a distancias enormes – casi inimaginables – sobre todo tipo de blancos. Nada de esto se consigue sin esfuerzo y a bordo todo está organizado para que la vida transcurra conforme al tañido de las campanas que pican la hora, el sonido de los pitos de los contramaestres que disponen iniciar o cesar actividades y las órdenes impartidas por el MC. Un buque de guerra no descansa nunca, o como diría un marino de principios del siglo pasado, sus fuegos no se apagan: en servicio de puerto, una guardia permanece a bordo, asegurando que se pueda zarpar sin dilación para atender cualquier emergencia, mientras que en la mar, la mitad de la dotación se mantiene siempre en puestos de combate para responder de inmediato ante cualquier demanda, limitándose drásticamente el tiempo de descanso.

A su vez, el mar, cuya trascendencia para la vida y el destino de los estados ya la señaló Plutarco, es una realidad multidimensional. Políticamente, su dominio y extensión ha señalado un rumbo seguro de progreso a través de los tiempos; estratégicamente, su control ha volcado la suerte de las guerras; económicamente, las rutas comerciales abiertas a su través han dado sustento a pueblos enteros y enriquecido a otros tantos, mientras que la explotación de la vida animal que él cobija ha constituido parte vital de la alimentación de la humanidad. Y en el dominio del arte, ha inspirado sin descanso tanto a quienes han reproducido sus diversos colores y reflejos, y las formas e intensidades de su oleaje, como a los que han situado sus relatos en sus dominios, como el mismo Homero lo hizo en su Odisea. Pero ciertamente hay más bajo estas pinceladas gruesas. Como pocas realidades en la naturaleza, el mar nos hace sentir pequeños y casi indefensos frente a una demostración de su vastedad, su fuerza o su encono. Piénsese, si no, que la flota de Nelson, recién vencedora de Villeneuve en Trafalgar, perdió trece de las diecisiete naves enemigas capturadas por no haber fondeado conforme lo había señalado el almirante moribundo, que apreció que una tormenta arreciaría sobre la zona de combate (Pocock, 1988, p. 332). Que en plena guerra del Pacífico, la victoriosa FT 38 de la USN sufrió pérdidas tan significativas en hombres y buques enfrentando al tifón Cobra, que el almirante Nimitz afirmó que éste “representó un golpe más devastador que aquél que podría esperarse de cualquiera acción (con el Japón) que no fuese mayor”. Y por último, ¿acaso la invencible Armada no perdió 25 unidades sólo por efectos del viento y mar al circunvalar las islas británicas, de regreso a su base penetrando al Mar del Norte antes de virar hacia el sur? Pues bien, esos mares y nuestro Pacífico Sur, tienen en común precisamente sus aguas tempestuosas, que con sus enormes masas líquidas golpean y zarandean sin piedad a los buques, obligando a las marinas y a los marinos a ser tan fuertes como ellas si quieren aventurarse en sus dominios y prevalecer. Sólo el marino chileno sabe que si irrumpe con su nave al océano desde las aguas interiores, al sur de la Boca del Guafo, sólo podrá enterarse si aquél duerme o lo espera ansioso para disfrutar con sus fatigas, cuando arrumbe al weste, algunas millas antes de dejar en su estela la placidez y seguridad de los canales australes.

¿Y qué decir por último de la bóveda celeste? Baste expresar que el marino que se aventura en la soledad del mar, no ha permanecido nunca ajeno a su mensaje. Ya Homero nos narra que cuando Ulises con la ayuda de la divina Calipso, armó una barca con veinte troncos gigantes tras cuatro días de labor y se hizo a la mar gozándose con un dulce viento, “no bajaba a sus ojos el sueño, velaba a las Pléyades vuelto, al Boyero de ocaso tardío y a la Osa… que gira sin dejar su lugar al acecho de Orión”, y que Calipso le mandó “que arrumbase llevándola siempre a su izquierda”. Y todo esto, teniendo como telón de fondo el asedio a Troya, unos diecinueve siglos antes de que los chinos inventasen la brújula. (Siglo IX). Con el tiempo, a medida que el hombre empezó a descifrar el acertijo celeste y a perfeccionar el astrolabio y el sextante para tomar ángulos, utilizó el sol y la Estrella Polar o Polaris para determinar la latitud e incluso el rumbo a gobernar en el caso de la estrella. Pero desde que se desarrolló el cronómetro y en especial desde comienzos del siglo XIX en que se determinaron y tabularon con gran exactitud todos los movimientos del colosal despliegue cósmico, (exactitud que era necesaria ya que cuatro segundos de error en hora representan una milla de error en posición), los nautas pueden servirse de los planetas y de las estrellas de mayor brillo para situar con precisión su nave. Hasta hace tan solo unas pocas décadas, el marino era un asiduo visitante vespertino de las estrellas más rutilantes de las ochenta y ocho constelaciones y con ese fin apuntábamos el sextante sobre Sirius, Achernar, Canopus, Rigel Kent, Fomalhaut y tantas otras, asistidos por el cronómetro y las tablas de navegación. En mis años de estudiante de la Escuela Naval, el alumno de tercer año ya dominaba estas artes enseñadas con maestría por don Eugenio González Navarrete, EGN, y entonces, mientras él permanecía en la “Blanca Casona”, privado de salir franco, podía convenir un encuentro platónico con su polola a determinada hora de la noche en Alnilam o Bellatrix, cuyas posiciones estelares le había enseñado previamente con diligencia. Hoy el GPS lo ha cambiado todo, mas las estrellas siguen inalterables su camino, conscientes de que en algún momento de crisis el marino volverá una vez más su mirada hacia ellas, sextante en mano.

El marino chileno

Es largo y especialmente pretencioso referirse a los atributos específicos de un buen marino – cada profesión requiere los suyos – pero me atendré a la hipótesis que habiéndose mantenido inalterable la relación entre el mar y el marino a través de los siglos – aquél fuerte y demandante y éste vulnerable a su fuerza pero tenaz – es dable concluir que los atributos de los navegantes de antaño no han perdido su vigencia, pese a que los excesos de entonces se hayan moderado. Quien quiera que haya leído la clásica obra de H.W. Van Loon, Historia del Pacífico o seguido las peripecias de los navegantes que fueron vertebrando el territorio austral de Chile desde Hernán Gallego que navegó el Estrecho y llegó al Mar del Norte, ese lector digo, no podría poner en duda que el marino de entonces debía ser valiente, perseverante, fuerte e independiente, apto en una palabra para enfrentar los embates de la naturaleza o encarar un duelo contra un adversario inteligente; soportar las ausencias prolongadas y sobrellevar las privaciones. Y que además, debía comandar o integrarse a una dotación compuesta por un conjunto de individuos de diversa catadura y orígenes; saber de táctica de combate y maniobra de velas e interiorizarse de la hidrografía de todos los parajes que debía navegar, so pena de vararse. En suma, que le era preciso estar preparado espiritual, intelectual y corporalmente para prevalecer en todos los escenarios de paz y de conflicto. Verdad es – lo expresamos – que los tiempos han cambiado y con ellos han desaparecido los larguísimos periplos, los hacinamientos y la disciplina propios de los buques de otrora, así como el escorbuto y la tiranía del viento. Empero, el nauta – él o ella – sigue siendo una presencia extraña en las aguas azules, que a diferencia de la tierra donde el arado marca su surco, sólo permite que el paso de una nave deje únicamente una estela fugaz en su superficie, la que desaparece sin dejar rastros.

¿Y quién es el marino chileno? Él es, respondo, el patriota generoso a quién el Estado le ha confiado la misión de custodiar las fronteras marítimas de la República y cuyo honor lo lleva a ofrecer su vida en su cumplimiento, si fuese necesario: y no es simple coincidencia que en el lugar más visible del combés de todos nuestros buques luce en bronce la divisa “Vencer o Morir”. Es también el caballero romántico que disfruta igual de la amplitud del mar y la pequeñez de su camarote y que se nutre de principios, valores y ejemplos que abundan en su propia marina. Es el profesional que no vacila en dejar su hogar y su familia, cualquiera que sea la ausencia o la circunstancia, para someterse a un entrenamiento riguroso, o desplazarse con su nave allí donde se precise su presencia. Y es el ciudadano que vive con los suyos con austeridad y dignidad pese a la estrechez de sus recursos y se une en santo matrimonio con una joven de principios y esforzada, capaz de asumir con alegría la ausencia del padre en los menesteres diarios, y que con su cónyuge e hijos cambia su domicilio una decena de veces en el curso de su carrera y quién, con todo esto a cuestas, es un hombre o mujer feliz al igual que los suyos, como lo veo diariamente; y con cada día que pasa me convenzo más que para que nuestra vocación no se debilite ante tantos obstáculos, es necesario que se transforme en pasión, sentimiento único y vehemente que todo lo perdona, capaz de dominar la voluntad y derribar todas las barreras.

Integrar la dotación de nuestros buques por diez o quince años haciéndose con frecuencia a la mar, mientras que al mismo tiempo se forma y mantiene una familia en tierra, constituye una vivencia extrema que termina marcando inevitablemente la personalidad del marino y comunicándole su propia impronta. Cuando Alejandro Silva, El Ultimo Grumete de la Baquedano recuerda que “después de su madre, lo que más ha amado es su gloriosa corbeta”, no hace sino expresar el sentimiento de todos los jóvenes que se incorporan al servicio a bordo, ya que cualquiera de nosotros recordará hasta su último día a cada una de las naves que tripuló, las que aunque desaparecidas siguen navegando en sus recuerdos, tripuladas por sus jefes y subalternos, no importa que estén idos.

El marino: sentido de equipo, espíritu de cuerpo y cultura

Adicionalmente, cualquier esfuerzo por describir al marino estará incompleto si no se detiene en la consideración del espíritu de cuerpo y sentido de equipo que lo adorna y en este intento, no encuentro nada más ilustrativo que recurrir al conocido apotegma de Ortega y Gasset (1970, p. 30) “Yo soy yo y mis circunstancias y si no la salvo a ella no me salvo yo”, el cual permite describir con todo acierto la “circunstancia” que se vive en una nave en combate o que sufre una avería que la pone en peligro de zozobrar, cuando es imposible que alguien pretenda desentenderse del resto en su esfuerzo por sobrevivir. ¿Acaso en la Esmeralda de Prat no perecieron ciento cuarenta y cinco de sus ciento noventa y ocho tripulantes?; ¿o no sucumbió toda la dotación de 900 hombres del HMS Good Hope frente a las costas de Coronel?; en tanto que en el accidente de nuestro remolcador Brito en 1952 sólo se salvaron cuatro de sus 27 tripulantes, por nombrar sólo tres casos de los más próximos a nosotros. Sin duda, este compartir la suerte de toda la tripulación frente a su destino es casi exclusivo de las naves de guerra y ha creado desde los orígenes del arte de la navegación fuertes relaciones de confianza e interdependencia entre los tripulantes, lazo que no es usual encontrar con esa profundidad en otras profesiones. ¿No es paradigmático que en una chalupa o bote de doble bancada, los bogas miren hacia el patrón que está a popa, que es quien manda y el único que mira hacia proa y dirige su embarcación hacia su objetivo?

Por otra parte, las emergencias no ocurren cuando se navega en la soledad de la alta mar en un día claro, cuando las naves se avistan a unas diez millas y el alcance de detección de los radares dobla esa distancia. Sin embargo, esta situación cambia radicalmente en las noches como “boca de lobos” o cuando se navega en formación cerrada sin luz alguna hacia el exterior que muestre la presencia y posición de los buques que mantienen su estacionamiento separados a no más de quinientas yardas entre ellos; o también al transitar por uno de nuestros numerosos canales australes, cuando la distancia a la cuadra desde los buques a tierra no supera la eslora. Es en estas últimas situaciones que las circunstancias del filósofo cobran plena validez – nadie puede exceptuarse – y se precisa una máxima responsabilidad de quienes controlan el buque, puesto que la falla de un solo hombre debilita o degrada el rendimiento del equipo humano de vigilancia, del mismo modo que la fortaleza de una cadena, cualquiera sea su calibre, queda limitada a la del más débil de sus eslabones. No en vano la confianza mutua y los vínculos humanos de una dotación naval son tan fuertes y duraderos y capaces de sobrevivir de por vida a todos los obstáculos. Me consta que el teniente 2° recién ascendido que se desempeñaba el año 1961 de Segundo de la Barcaza Aspirante Morel, despidió en el templo los restos de uno de sus hombres, después de más de cincuenta años en los que cada cual siguió su propio camino, mostrando que la amistad en la Armada no es entre iguales sino que puede serlo entre todos.

¿Y qué hay de la cultura del marino? La mayoría de los jóvenes que se interesan en la carrera naval saben que siendo todavía estudiantes los cruceros de instrucción los llevarán a la mayor parte sino a todos los principales puertos chilenos, en los que podrán conocer su geografía física, su gente y su historia, y que poco después, embarcados en el Buque Escuela Esmeralda recorrerán la misma ruta en que hicieron historia Magallanes, Roggeveen, Schouten, Lemaire, Fitzroy y tantos otros marinos ilustres. No obstante, pese a la alegría y a la excitación tan propia de la juventud, el periplo no será fácil, puesto que la instrucción, las guardias nocturnas, las maniobras generales y las tareas de a bordo consumirán buena parte del tiempo y la energía, proceso que se verá recompensado por la progresiva educación del carácter y de la capacidad de liderazgo, que constituyen objetivos fundamentales en la formación del marino. Hay mucho tiempo y millas por delante y los embarques en la Escuadra o en buques regionales les dará a todos la oportunidad de familiarizarse con cada uno de los canales, caletas, poblados y fondeaderos de nuestros archipiélagos australes, viniéndose a la memoria mis recaladas a caleta Wulaia, a la que arribó el capitán Fitz Roy en el HMS Beagle el año 1834; Puerto Hambre, donde Cavendish rescatara al único sobreviviente de la expedición de Sarmiento de Gamboa, en 1584, Caleta Banner en el canal Beagle, a no más de 10 millas de Snipe; y el mismo Cabo de Hornos. O pequeños caseríos fueguinos como Milne Edwards, al que arriban nuestras barcazas para retirar los fardos de lana que representan el único sustento de sus pobladores que viven con sus perros, gallinas y ovejas, tal como lo vienen haciendo por generaciones. Son estas localidades, al igual que decenas de otras, donde viven esforzadas familias de chilenos muchas veces en terrible soledad y necesitadas de apoyo, las que nos permiten a los marinos conocer el mosaico casi único del pueblo chileno. El nuestro.

Esto no es todo. Amén de asimilar los conocimientos que se imparten en aulas, los jóvenes tienen que estar dispuestos a disfrutar del privilegiado ventanal que abre la Armada hacia el mundo exterior en la forma de comisiones y experiencias diversas que ampliarán sus horizontes intelectuales, haciéndolos más completos, conscientes e integrados al mundo. La vida es tan profunda y rica como uno se la proponga vivir, y para apreciarla hay que recorrer el camino que lleva desde el goce de los sentidos al del espíritu, donde se dan cita los clásicos de la literatura, la buena música, la historia y el arte. Cada cual podrá explorar estas maravillas a su antojo, pero con la precaución de iniciar el viaje en los años de juventud, cuando sobran las fuerzas aunque el recurso tiempo sea escaso, porque hacia el ocaso de la vida, cuando hay tiempo en abundancia, no habrá ya la necesaria energía. Y sin olvidar el contacto con aquellas personas cuyo pensamiento, cultura y criterio pueden hacer más que un estante lleno de libros. Pienso que a lo largo de este proceso, debemos priorizar el perfeccionamiento profesional y las lecturas y actividades afines, porque es con la Armada que contraemos el compromiso de vida, pero no cabe descuidar el acerbo cultural que contextualiza al anterior y da a cada parte su significado en el conjunto, de suerte que – se me ocurre – nuestro bagaje intelectual se asemeje a la forma de una de nuestras hermosas araucarias, con un eje vertical sólido y definido que denota el sentido de la profesión y un perfil armónico y abundante que le de belleza y lo sustente. Hasta dónde perseverar no es algo que deba preocuparnos: Saciar el intelecto es un gran placer de la vida y como lo señalaba García Márquez, inspirándose de seguro en el Quijote, “He aprendido que el mundo quiere vivir en la cima de la montaña, sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.”

La recalada

Muy superficialmente, creo que los elementos indicados son parte importante en la vida del marino, no obstante que hay muchos más. Allí están por ejemplo, las misiones recibidas y su ejecución, las vivencias marineras sean de puente, de salones de máquinas y calderas, de cubiertas o entrepuentes, de buques o aviones, de regimientos de Infantería de Marina o reparticiones de tierra, así como la lealtad, los equipos humanos, los jefes y subalternos y la camaradería, que terminan por introducirse en la sangre y que cuando llegan a ella ya no salen.

Pienso que el gran desafío que enfrenta el marino a lo largo de su carrera es el de retener y aún enriquecer la pasión por la Armada de sus años mozos, evitando que ella mengüe o desaparezca, sometida como está a las exigencias de la carrera, ya que cuando todo se transforma en rutina, desaparece el encanto y el compromiso. Quienes son ajenos a la Armada ven en el servicio naval una función estigmatizada por una ausencia de objetivos constructivos y un conjunto de reglamentos, jerarquías y excesos disciplinarios que tienden a menoscabar al servidor, pero yo no lo veo así. Por el contrario, veo una institución disciplinada en búsqueda permanente de la excelencia, orientada estrictamente a su fin, consciente de sus responsabilidades constitucionales y de su gravitación moral y funcional en la vida del Estado. Y, en particular, veo a su gente alegre y orgullosa, consciente que lo suyo no es una diversión sino un compromiso de honor siguiendo una derrota señalizada por principios y valores que la Armada entrega a cada uno y que alumbran el camino con intensidad creciente desde su inicio hasta el fin; y que sus camaradas de a bordo o en tierra, no importando su jerarquía, son sus verdaderos amigos, aquellos que no lo abandonarán nunca. Navegar así en la ancha mar, con tales camaradas y buques es un deleite del espíritu.

Es como lo siento y lo he vivido.

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