El ciberespacio se ha transformado en un entorno omnipresente, dando paso a un aumento importante en la conectividad global. En particular, esta expansión plantea nuevos y complejos riesgos y desafíos para los Estados, debido a la multiplicidad de actores que buscan alcanzar sus intereses particulares por medio de este dominio, creando las condiciones propicias para el desarrollo de un conflicto. En vista de lo anterior, resulta interesante preguntarse si el ciberespacio será el dominio preponderante en la guerra del futuro.
Cyberspace has become a pervasive environment, giving way to a significant increase in global connectivity. Notably, this outreach raises new and complex risks and challenges for the countries’ governments, due to the multiple players seeking to achieve their own interests through this domain. This could cause favorable conditions for a potential conflict. In view of this fact, it is interesting to ask whether cyberspace will be the predominant domain in future warfare.
En el año 1982, William Gibson usaba por primera vez el término ciberespacio, en una novela de ciencia ficción, para describir un universo digital de redes informáticas a las que los usuarios podían conectarse a fin de navegar a través de un infinito mar de información, experimentando una alucinación consensual. Lo más seguro es que cuando Gibson imaginaba esa realidad virtual, no suponía que el ciberespacio se convertiría en el “centro de gravedad global para todos los aspectos del poder nacional, que abarca desde las capacidades económicas, financieras, tecnológicas, diplomáticas y militares que un Estado podría poseer” (McPherson & Zimmerman, 2010, p. 84). Parafraseando a Clausewitz, el ciberespacio pareciera haberse transformado en el “eje de todo poder y movimiento, del que todo depende”, ya que cada parte de la existencia de un Estado depende, en última instancia, de esta red neuronal para conectarse con el mundo (Clausewitz, 1984, p. 595).
William Gibson
De esta forma, el ciberespacio se constituye como un medio vital para permitir el libre flujo de datos e información, en verdaderas líneas de comunicaciones. Hoy en día, lo más probable es que un Estado sin acceso al ciberespacio no sea capaz de interactuar, en forma efectiva, con otros actores del sistema internacional en un mundo globalizado e interconectado, ya que los sistemas de comunicación, transporte, comercio, mercados financieros, instalaciones de generación de energía, entre otros, difícilmente funcionan sin un acceso al ciberespacio. Así como en el siglo XIX, Alfred Mahan describía al mar como una “gran carretera” que se dirige en todas direcciones y cuya influencia ha sido significativa en el curso de la historia, es posible afirmar que, en el siglo XXI, el ciberespacio se está transformando en esa gran carretera (Mahan, 1890, p. 25).
Ahora bien, la rápida expansión de esta gran carretera de carácter virtual ha permitido ampliar de forma importante la conectividad global, pero, al mismo tiempo, produce que los Estados dependan cada vez más del ciberespacio. Sin embargo, esta dependencia presenta una serie de riesgos y desafíos, debido a la infinidad de actores estatales, no estatales y grupos organizados que buscan alcanzar sus intereses particulares por medio de este dominio, generando las condiciones propicias para el desarrollo de un conflicto.
Si bien, este posible escenario de intereses contrapuestos en el ciberespacio pareciera tener más relación con las historias de ciencia ficción relatadas por Gibson, lo cierto es que, desde la década de 1990, destacados académicos, como John Arquilla y David Ronfeldt, comienzan a advertir sobre la inminencia de una ciberguerra en el futuro. Más aún, advierten que esta podría tener consecuencias incluso mayores que las provocadas por el ataque japonés a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, o por los atentados terroristas ocurridos en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001. Hasta ahora ninguno de ellos ha ocurrido.
Por lo anterior, el presente trabajo propone que, si bien es indiscutible que el ciberespacio se ha transformado en un elemento cada vez más presente en la forma cómo se conducen los conflictos armados entre Estados en el siglo XXI, es una herramienta que aún no tiene la capacidad de ser decisiva, por sí misma, como para que la guerra del futuro solo se combata en el dominio virtual.
Así como el mar ha sido vital para el desarrollo de la humanidad a lo largo de la historia, aun cuando el hombre no habite en forma permanente en él, el ciberespacio también se ha convertido en una dimensión cada vez más presente en la actividad humana. Geoffrey Till (2009, p. 23), señala que la “humanidad se hizo a la mar por una variedad de razones que están vinculadas a los cuatro atributos del mar mismo, a saber, como recurso y como medio de transporte, información y dominio”. Del mismo modo, los múltiples procesos, redes y vínculos que se establecen en el ciberespacio fueron creados como un medio para permitir el libre flujo de información e ideas. Con el tiempo, la humanidad fue desarrollando y construyendo los equipos necesarios para controlar las tecnologías de la información y el espectro electromagnético, creando lo que hoy conocemos como el ciberespacio. Maniobrar a través de él, permite a las personas lograr objetivos, enviar y recibir información y, al igual que con los otros dominios, la humanidad intenta controlarlo.
Es así como la lucha por el control del ciberespacio es análoga a la lucha por el control del mar. Por estas razones, pensar en lograr el control total y absoluto del ciberespacio durante un período de tiempo es prácticamente imposible. Principalmente, debido a que en él coexisten una infinidad de actores que, conectados a través de redes y sistemas informáticos, navegan en un infinito mar de datos e información para alcanzar sus intereses. Además, su extensión esencialmente ilimitada y su constante estado de cambio produce que sea un espacio que, en periodo normal, no está controlado y, en conflicto, su control puede estar en disputa. En consecuencia, al igual que el control del mar, el control del ciberespacio es relativo y se puede lograr solo en forma local y temporal, con la finalidad de usarlo en beneficio propio y negárselo al adversario.
En un escenario en el que diferentes actores buscan emplear el ciberespacio para su beneficio, resulta interesante preguntarse si existirá la posibilidad de una guerra en este nuevo dominio. Pues bien, en el año 1993, John Arquilla y David Ronfeldt, introdujeron el concepto de ciberguerra en un artículo titulado “Cyberwar is comming!” señalando que “la ciberguerra puede ser para el siglo XXI lo que fue la guerra relámpago para el siglo XX” (Arquilla & Ronfeldt, 1993, p. 31). Años más tarde, el ex secretario de defensa, León Panneta, señalaba que Estados Unidos “enfrenta la posibilidad de un cyber Pearl Harbor que causaría destrucción física y pérdida de vidas, un ataque que paralizaría y conmocionaría a la nación y crearía una nueva y profunda sensación de vulnerabilidad” (Bumiller & Shanker, 2012). Clarke y Knake, plantean que las consecuencias de un ciberataque podrían ser incluso mayores a la de los atentados terroristas ocurridos en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, si no se toman las medidas “para evitar un desastre” (Clarke & Knake, 2010, p. 261). Por otra parte, Clark y Levin (2009) sostienen que la ciberguerra parece ser ineludible y afectará a una gran parte de la población al interrumpir el funcionamiento de la infraestructura crítica. McGraw (2013) realiza una evaluación similar, al afirmar que la ciberguerra aparece en el horizonte y es inevitable a menos que se eliminen las vulnerabilidades en los sistemas que controlan la infraestructura crítica. No cabe duda entonces, de que en el ciberespacio “son posibles las manifestaciones de violencia con el potencial de causar daños físicos, heridos y muertos” (Gómez, 2017, p. 38). Por ejemplo, Stuxnet fue una ciberarma diseñada para degradar las centrífugas de la planta de enriquecimiento de uranio ubicada en la ciudad de Natanz, Irán, de manera de retrasar las aspiraciones de ese país para transformarse en una potencia nuclear. Esta acción es reconocida como el primer ciberataque que logró trascender de la dimensión virtual a la real para generar un efecto destructivo. Esa es la razón por la que Gross (2011) afirma que “Stuxnet es el Hiroshima de la ciberguerra.”
Hasta aquí, todo pareciera indicar que la posibilidad de una ciberguerra dejó de ser un escenario de ciencia ficción como los descritos por William Gibson en la década de 1980 y pasó a ser una “realidad que está entre nosotros” (Arquilla, 2012). En este sentido, el concepto de ciberguerra sugiere una visión de dos Estados que luchan entre sí, a través del ciberespacio, sin la necesidad de combatir una guerra en los otros cuatro dominios. Sin embargo, Thomas Rid abre el debate al proponer una visión antagónica al respecto, afirmando que “la ciberguerra nunca ha ocurrido en el pasado, no ocurre en el presente y es muy poco probable que perturbe nuestro futuro” (Rid, 2013, p. xiv). Erik Gartzke, en su artículo “The Myth of Cyberwar,” se une a la posición de Rid argumentando que los ciberataques no han traído mucha transformación, calificando la ciberguerra como un mito (Gartzke, 2013). Adam Liff (2012) concluye que es poco probable que la ciberguerra sea la nueva arma absoluta. Entonces, ¿es real la existencia de una ciberguerra? Seguramente los postulados de Carl von Clausewitz permitan resolver esta interrogante.
En su libro De la Guerra, Clausewitz (1984) señala que la guerra es parte de la existencia social del hombre, es un enfrentamiento de intereses mayores que se resuelve, únicamente, mediante el derramamiento de sangre y solamente en esto se diferencia de otros conflictos (p. 149). La guerra “es un verdadero instrumento político, es la continuación de la relación política por otros medios … El objetivo político es el fin, la guerra es el medio para alcanzarlo y los medios nunca pueden considerarse aislados de su propósito” (Clausewitz, 1984, p. 87). En consecuencia, la guerra es un fenómeno social entre comunidades políticas con voluntad propia, es la colisión de dos fuerzas vivas que se oponen en igual medida entre sí, sin un límite lógico para la aplicación de la fuerza. De modo que, cada lado busca obligar a su oponente a someterse a su voluntad mediante una acción recíproca que debería conducir, en teoría, a los extremos en el uso de la fuerza.
Así entonces, es posible plantear que la guerra debe ser un acto violento o potencialmente violento, siempre de carácter instrumental y dirigido a alcanzar un propósito político en lugar de ser un acto aislado. Por lo tanto, mientras una acción en el ciberespacio cumpla con estos tres criterios puede ser calificada como un acto de guerra y, en consecuencia, denominarla ciberguerra. De la misma forma, Rid sostiene que la ciberguerra no es real, ya que hasta el momento ninguna acción en el ciberespacio reúne las tres condiciones planteadas por Clausewitz, en especial, destaca que la ciberguerra no se lleva a cabo en forma de violencia, muerte y destrucción, por el contrario, los ciberataques, en realidad, reducen la cantidad de violencia inherente al conflicto, en lugar de aumentarla (Rid, 2013, p. 170).
A lo anterior, se suma Gartzke (2013) señalando que “debido a que la ciberguerra no implica bombardear ciudades o devastar columnas blindadas, el daño infligido tendrá un impacto a corto plazo en su objetivo” (p. 57). Además, agrega que “el daño provocado por un ciberataque es con toda probabilidad temporal” (Gartzke, 2013, p. 57). Lo anterior, es un aspecto que diferencia las acciones hostiles que ocurren en el ciberespacio de otras formas de conflicto, ya que aún no es posible generar un daño que pueda sustituir el producido por un ataque realizado con medios militares tradicionales en los dominios físicos. Más bien, un ciberataque implica una inhabilitación temporal que se puede revertir rápidamente y a un costo moderado (Gartzke, 2013). Stuxnet es un ejemplo de lo planteado. Jon Lindsay señala que, en base a los reportes de la Agencia Internacional de Energía Atómica, es posible atribuir a Stuxnet el daño de alrededor de 1.000 centrífugas o el 11,5% del total entre junio de 2009 y enero de 2010. Sin embargo, el daño generado solo produjo una desaceleración temporal en la tasa de enriquecimiento general de uranio que, finalmente, no representó un retraso significativo en el proceso (Lindsay, 2013, pp. 390-391).
A pesar de que el daño producido por un ciberataque es temporal, puede ser útil para interrumpir, degradar o manipular las capacidades de los sistemas de mando y control del adversario, de manera de negarle el empleo del ciberespacio para aumentar la fricción en los dominios físicos y, de esta forma, obtener una posición ventajosa. No obstante, la ventaja obtenida en el ciberespacio debe ser explotada en la dimensión física, para transformarla en un efecto de mayor permanencia en el tiempo. El 6 de septiembre de 2007, la fuerza aérea de Israel realizó un ataque aéreo que destruyó una instalación nuclear de diseño norcoreana ubicada al norte de Siria. Previo a la realización de esta operación aérea y, como forma de asegurar que las aeronaves israelíes ingresaran a espacio aéreo de Siria sin ser detectadas, los radares de defensa aérea fueron neutralizados a través de un ciberataque.
Es así como la función principal de una acción en el ciberespacio debe ser la de “potenciar las capacidades y el accionar de las fuerzas que operan en las dimensiones físicas” (Brantly, 2016, p. 96). Tal como lo plantea Martin Libicki, “los ciberataques no explotados por operaciones cinéticas se parecen más a incursiones que a una guerra” (2016, p. 265). Por consiguiente, no hay razón para creer que una operación en el ciberespacio será útil actuando en forma aislada, ya que “la guerra moderna rara vez permite que un elemento del combate resulte fundamental” (Gartzke, 2013, p. 58). Para que un ciberataque tenga un efecto más permanente en el tiempo, una acción en el dominio virtual debe estar combinada y sincronizada con una acción en los dominios físicos. La guerra de Osetia del Sur, ocurrida en el año 2008, es un claro ejemplo donde Rusia combinó una operación en el dominio virtual para potenciar los efectos de la operación militar realizada en los dominios terrestre y aéreo, en el contexto de un conflicto armado. En virtud de ello, Hollis (2011) afirma que “este parece ser el primer caso en la historia en el que una operación en el ciberespacio fue sincronizada con operaciones de combate en los otros dominios del espacio de batalla” (p. 2).
Por consiguiente, las operaciones en el ciberespacio aparentemente no parecieran ser decisivas por sí solas. Un elemento clave de la guerra es su finalidad. La guerra “no puede considerarse como finalizada mientras la voluntad del enemigo no haya sido quebrantada” (Clausewitz. 1984, p. 90). Para que esto ocurra, se necesita alguna razón decisiva para que cese el conflicto. “La fuerza de combate debe ser destruida: es decir, debe ser puesta en tal condición que ya no pueda continuar la lucha” (Clausewitz. 1984, p. 90). Luego, destruir implica que debe haber algún nivel de destrucción física. Puede llegar a ser difícil convencer a un país de que capitule si no hay muerte o destrucción observables o si los intereses en juego tienen un escaso valor.
Entonces, es posible señalar que las acciones realizadas a través del ciberespacio aún no tienen la capacidad, en forma autónoma, de generar efectos que permitan producir un daño que sea suficientemente permanente y decisivo como para lograr la victoria sin tener que derrotar, primero, al adversario en el dominio físico. Es por esta razón, que las operaciones en el ciberespacio dependen de la integración y combinación de las acciones de la guerra terrestre, naval y aérea, con la finalidad de concebir una maniobra que permita alcanzar la libertad de acción necesaria para lograr dominar el espacio de batalla con las mayores probabilidades de éxito, en el mínimo de tiempo y al menor costo a través de un esfuerzo conjunto.
No cabe duda de que las acciones hostiles en el ciberespacio han ocurrido en el pasado, están ocurriendo en el presente y lo estarán, aún más, en el futuro. Pese a ello, la guerra del futuro no se librará solo en el ciberespacio mientras que las acciones que allí ocurran no sean capaces, por sí mismas, de generar un efecto de tal nivel, que sea efectivo para quebrantar la voluntad de lucha del adversario. Después de todo, el factor humano seguirá siendo el elemento predominante de la naturaleza de la guerra.
En este sentido, el ciberespacio es una herramienta emergente que se presenta como un medio u opción, alternativa, para complementar a las otras formas convencionales de hacer la guerra. La transversalidad y presencia en los demás dominios del campo de batalla, le da la apariencia de tener la capacidad de reemplazar a las otras formas de hacer la guerra. Si bien es cierto que a través del ciberespacio es posible que un Estado pueda proyectar su poder sin la necesidad de establecer una presencia física en territorio extranjero, la realidad muestra que el daño que es capaz de producir tiene un efecto limitado y temporal. La guerra en los dominios físicos es destructiva y decisiva. Es indiscutible que este dominio virtual tendrá una mayor presencia en los conflictos armados en un futuro cercano; sin embargo, la idea de que la guerra terrestre, marítima o aérea serán reemplazadas por una ciberguerra se aleja un tanto de la realidad, al igual que plantear que el ciberespacio permitirá lograr una victoria a la velocidad de la luz.
Tal como lo plantea Gartzke (2013) “es mucho más probable que el próximo Pearl Harbor ocurra en Hawái que en el ciberespacio” (p. 73). Es por ello que la guerra del futuro no girará en torno a una sola capacidad o medio. Las diferentes interacciones que ocurren en el ciberespacio demuestran que los ciberataques no se utilizarán por sí solos, sino que siempre junto con otros medios militares tradicionales. La guerra del futuro seguirá siendo de manera conjunta, y toda guerra conjunta considerará, indudablemente, operaciones en el ciberespacio.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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