Revista de Marina
Última edición
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El 12 de agosto el periódico Fogonazo cumplió 55 años, pero no en un año cualquiera, puesto que es el bicentenario de nuestra alma mater. Sin lugar a dudas, es muy difícil dedicarle unas pocas líneas a este periódico que cuenta con casi 1.200 ediciones y más difícil aún, es lograr retratar las vivencias que tantos alumnos del plantel han aportado a este cincuentenario Fogonazo, el cual ya es sin duda una institución. No obstante, tras revisar sus numerosas páginas puedo apreciar que, si bien ha tenido unas cuantas variaciones de forma, frecuencia y tipo de sus publicaciones, su esencia desde el origen se ha mantenido a lo largo de los años; Fogonazo es y seguirá siendo el periódico de los cadetes de la Escuela Naval Arturo Prat.
“Como la luz que preludia el impacto de un proyectil, nuestro periódico quiere ser un fogonazo brillante que vaya iluminando quincenalmente la trayectoria del acontecer.”
En su origen su finalidad fue muy clara, Fogonazo debía ser el reflejo de la vida íntima de la escuela, de sus inquietudes y alegrías. Desde sus primeras ediciones se destacan las colaboraciones de varios cadetes de la época, que mediante reuniones de trabajo semanales, autorizadas por la jefatura de estudios del establecimiento, fueron dando forma a esta incipiente publicación. En el año 1965 se creó el círculo de periodismo, el que vino a agilizar el funcionamiento de este periódico escolar, y este hecho revela claramente como el modelo de formación integral del cadete naval conlleva la inquietud cultural-intelectual que los oficiales de marina hemos recibido como herencia de nuestro héroe máximo y cuyo nombre se encuentra plasmado en el nombre de nuestra bicentenaria escuela. Retomando los orígenes del Fogonazo, sus temas eran diversos, abarcaban noticias de carácter nacional e internacional, algunas crónicas y dibujos que a través de los años se han llevado muchas carcajadas de sus lectores. Entre los más anecdóticos se puede destacar en su ejemplar No 83, del viernes 5 de agosto de 1966, que da cuenta en la portada de la desaparición del trofeo Caupolicán, el mismo que hasta el día de hoy se entrega cada año a la generación vencedora de dicha competencia interna. En su edición No 109, del viernes 23 de junio de 1967, hace un gran reconocimiento a la Vieja Casona, con motivo del cambio de edificio, pudiendo rescatar las siguientes líneas:
¡Adiós querida Escuela! O mejor dicho ¡hasta siempre!, porque estarás engastada en nuestros recuerdos por toda la vida. No existe quién, habiendo vivido en tus ámbitos, y sintiendo que tú has compartido sus alegrías y has comprendido sus pesares, pueda llegar a olvidarte.
Llama la atención cómo estas cortas líneas calan hondo en nuestra mente y vienen a socavar innumerables recuerdos que solamente afianzan el sentir de todos quiénes hemos cruzado aquel portalón y se transmite fiel a sus orígenes en nuestro periódico. La edición No 112 del viernes 11 de agosto de 1967, retrata en su portada una imagen de la ceremonia de aniversario de la Escuela, en la que se aprecia al regimiento de la Escuela Naval en el desfile de honor en un patio del Buque muy distinto al que existe hoy en día y cito un párrafo;"Hacia una Nueva Etapa. Las fechas marcan finales o comienzos, puntos de partida o de término. 4 de agosto de 1818 y 4 de agosto de 1967, están unidos por un significado común… ¡son dos días de zarpe! " Sin duda alguna, los cambios del periódico han sido consecuentes a la evolución de la savia nueva que circula por los patios, y el Fogonazo ha sido testigo de al menos 55 generaciones que entraron por el portalón como recluta naval o aspirante y su egreso como pundonoroso oficial de marina, tanto en la Blanca Casona, como en la actual escuela (que cumplió 50 años fondeada en el peñasco rocoso de Punta Ángeles).
 “Tan fugaz, pero a la vez, tan revelador como un fogonazo. Fugaz, porque debe tomar el pulso a algo vivo y variable…..”
Nuestro Fogonazo ha ido evolucionando acorde a los tiempos actuales, porque tanto la Marina como nuestro querido periódico son instituciones vivas y nuestros desafíos van cambiando al son de nuestros días. En sus orígenes podíamos ver noticias del acontecer nacional e internacional, pero ya en el siglo XXI, donde las comunicaciones son inmediatas, las redes sociales nos iluminan con lo que sucede en tan solo segundos, donde en el sesquicentenario el Fogonazo informaba de la ceremonia con un retardo de 10 días, en el bicentenario podemos verla en streaming o ver el Fogonazo on-line en la página de la Escuela Naval. En la actualidad, nuestro desafío se vuelve más intenso ya que hay que lograr cautivar a nuestros sagaces lectores. Pero muy lejos de ser lo anterior algo negativo, es algo muy positivo, ya que se torna en un apasionante camino lleno de aventuras, el poder brindarles esos minutos tan necesarios en que el cuerpo de cadetes logra distraerse del estricto régimen, sintiéndose identificados por una historia o atraídos por alguna crónica o noticia. Todo esto, genera una sinergia armónica, donde los participantes de esta gran institución llamada Fogonazo, logran desarrollarse intelectualmente y hacen que la vivencia del día a día del cadete naval pueda trascender más allá de su corta estadía por la Escuela, pasando a ser parte de nuestra historia.

Nuestro compromiso

…..el suceder del mundo; revelador, porque lo hará con la visión y el lenguaje propio de los lectores a los cuales va dirigido: los cadetes. Sin excesiva profundidad, sin excesiva superficialidad, sin descuidar los intereses y vivencias propias de los jóvenes. Estos son los límites que nos proponemos respetar.
Tal como en el editorial de nuestra primera edición, nos comprometemos a mantener el espíritu de Fogonazo, el que ha sido llevado celosamente por un sinnúmero de directores, subdirectores, editores y colaboradores a lo largo de sus años, que han dado vida a esta magna creación, que ha resistido la avalancha de los años, acuñando todos los sucesos cotidianos, íntimos, esos que constituyen la verdadera historia. Son 55 años ininterrumpidos, no siempre exentos de crítica merecida y de la otra mordaz e injusta, sin embargo, si enumeramos los factores o elementos que han ido enriqueciendo el espíritu de nuestra querida Escuela Naval, no podemos dejar de mencionar a este periódico que, en su modestia y sencillez, ha ido trazando un surco que nadie puede dejar de conocer y apreciar. Finalmente, todas las palabras anteriores no tendrían sentido alguno, si no dejamos una producción con el espíritu del Fogonazo.

Doscientos años son una vida

 Roberto Iturra Toledo

Corre el año 2018, en Chile muchas instituciones cumplen 200 años. Es impresionante cuando muestran el antes y el ahora de todo lo que ya existía cuando nacimos, el metro, las plazas de armas y el sistema de transporte. Cuesta creer que nuestros antepasados hayan crecido sin las comodidades con las que contamos ahora. Pareciera ser que todo tiende a modernizarse, pero hay ciertos lugares en el mundo que escapan a esta regla, lugares que luchan contra el paso del tiempo y dejan un sello en cada persona que por allí pasa. Soy un cadete de la Escuela Naval. Cuando me enteré que había sido aceptado, me di cuenta que no sabía en qué me estaba metiendo, estaba ansioso, no sabía por qué, pero quería entrar. Una vez dentro me di cuenta de que, como yo, había un centenar de jóvenes, ansiosos, llenos   de expectativas y deseosos de vivir nuevas aventuras. El primer día no fue tan desagradable, al almuerzo nos dieron carne con papas fritas y nuestros padres se despidieron de nosotros como si fuéramos una especie de héroes; me gustó recibir el equipo inicial y ver la tenida que iba a usar, dentro de un par de días estaría vistiendo como los soldaditos con que jugaba cuando era más chico. Esta sensación se esfumó cuando al otro día nos fuimos a la isla Quiriquina, donde todos caímos en lo que estábamos metidos, donde nos dimos cuenta de que la escapatoria no sería fácil, por lo que dejaba de ser una opción, solo nos quedaba recibir lo que merecíamos y comportarnos por primera vez como unos valientes. No miento cuando digo que lo pase bien en la isla; aprendí bastante, conocí a grandes personas que estaban sintiendo lo mismo que yo, que venían desde los lugares más remotos de Chile, lugares que el noticiero no mostraba cuando daba el tiempo para mañana. Muchos no habíamos navegado nunca, y estábamos lejos de nuestras casas y de nuestras familias. Luego de ese período en la isla volvimos a la escuela; los días domingo teníamos visitas, mi familia me encontró más flaco y más negro por lo que a la siguiente visita me trajeron más comida que en la primera, a mí y a mi amigo de Arica, que por razones geográficas no podía recibir visitas todos los domingos. Recuerdo el orgullo de mi padre, suboficial escribiente de la vieja escuela con 38 años de marina en el cuerpo. Lo veía como me observaba a mí, a la escuela, a los oficiales, mi tenida sin otro distintivo más que mi nombre y podía sentir que él sabía por lo que estaba pasando. El resto de mi familia se imaginaba todo como si estuviese en una película como “Reto al destino” o “El mayor Payne.” El período de reclutas avanzaba, nos hicieron creer que el país iba a necesitar de nuestra ayuda por lo que debíamos partir. No podía creer lo que estaba pasando, recién estaba empezando una carrera militar y ya tenía que ir al frente por la Patria, sin haber disparado nunca, pero habiendo flectado mucho más que cualquier enemigo. Al final esta historia solo fue una excusa para entregarnos un antiguo fusil con el que más tarde desfilaría por las calles y pagaría mis faltas en plantón 10. Uno no sabe el significado real de 4 kg hasta que los tiene que cargar por cuadras y cuadras en el brazo izquierdo, o cuando hay que darle vueltas al patio del Buque sosteniendo 4 kg sobre la cabeza y con los brazos estirados. Llegó el primer franco, mi mamá y mi abuelita se pusieron a llorar cuando me vieron con la tenida de servicio; en la calle la gente me miraba y se me acercaba para conversar y hacerme preguntas, para contarme que tuvieron un familiar o un amigo en la Armada, para preguntarme cuando me iría en la Esmeralda o si conocía a alguien que era cadete hace un par de años. En mi casa me sobrealimentaban, me seguían encontrando flaco. 21 de mayo, plaza Sotomayor, Valparaíso. Por primera vez me ponía mi tenida de parada y formaba en las filas de la Escuela Naval, la gente nos aplaudía y nos hacían vítores, mi familia estaba contenta, encontraban rara mi camisa, pensaron que era de cartón. Me gustaba mucho mi tenida de parada, hay una foto de Arturo Prat bien antigua donde aparece usando una tenida muy parecida, cada vez me sentía más marino. Y luego vino el 18 y el 19 de septiembre, no pude ir a las ramadas ni compartir con mi familia como ya era tradición desde que había nacido, pero no me importó porque fui a desfilar a Santiago, en las ligas mayores. La gente quedaba afónica gritando ¡Viva Chile! ¡Vivan los marinos! Y las chiquillas se volvían locas a nuestro paso; quizá el teniente nos debió haber dado tiempo para mirar al lado, pero había que mantener la disciplina de fila. En septiembre nos embarcamos al norte, hicimos muchas visitas profesionales y conocimos bastante, pero sin duda lo que más recuerdo de ese embarco son las maravillas que hizo el uniforme por mí. El año ya estaba terminando, yo no soy un gran genio, pero por alguna razón me eximí de todas mis materias, por lo que me gané el derecho de limpiar la escuela toda la mañana, desmalezar y también lustrar los bronces de los patios, mientras mis carretas jugaban en los estudios o los más apretados estudiaban con tres libros a la vez; nadie quiere recachar un año en la escuela, menos el primero. En diciembre vi como egresaron los brigadieres que me formaron, no recuerdo bien si sentí pena o alegría, pero sí recuerdo que ese día salía de vacaciones y volvería por fin a mi casa. Me gustó pasar las fiestas de fin de año con mi familia; ellos me veían como un héroe, pensaban que en caso de catástrofe yo podría hacer algo por ellos o que alguien como yo podría hacer algo por ellos, sin saber que lo que aprendí bien en la escuela fue a flectar. Las vacaciones estaban más que merecidas, pero a finales de enero nos tocaba nuestro primer embarco de verano. El ambiente no era de mucho convencimiento, a gran parte de mis carretas les molestaba un poco el corte abrupto del verano, pero la cosa mejoró cuando nos dijeron que iríamos a la escuela de incendio a aprender los zafarranchos de emergencia en la mar, tendríamos franco por las tardes y el trato hacia nosotros sería como cadetes de segundo año (algo importante para quienes recién dejaron de ser reclutas). Íbamos contentos en el bus hacia Las Salinas, pero luego vimos que seguíamos viajando con rumbo hacia Concón; la verdad era que haríamos una pasantía en el fuerte Aguayo para realizar un curso de supervivencia (algo así como un curso básico anfibio). En otra parte del año hubiera estado más preparado, o por lo menos dispuesto, pero fue muy repentino el paso de estar en mi casa con mis comodidades a estar durmiendo bajo unas ramas, mojado y abrazado a un carreta que no se bañaba desde hace tres días. Luego de este curso volví mucho más militar a la escuela; recuerdo que entré con muchas expectativas, ya no sería lo menos antiguo del lugar, podría caminar, sancionar algunas faltas, esperar retirado en peluquería o mejor aún, tendría tiempo para ir a peluquería. La verdad es que recibí un golpe de realidad al recogerme en febrero a la escuela: la única diferencia entre un mote y un cadete de segundo es que este último camina y puede disimular su “reclutancia”. Segundo año pasó rápido, no me di ni cuenta lo poco que faltaba para pasar a tercero hasta ese domingo en que fui guía de visita de la generación de 1982. Sí, estaba arrestado con un carreta por tratar de llevar una vida de brigadier siendo cadete de segundo. Me tocó recibir a un grupo de viejos lobos de mar y me pude percatar que no eran diferentes a mi generación, entre ellos   se molestaban, echaban las mismas tallas que nosotros y contaban anécdotas muy parecidas a las que tengo yo como experiencia; rápidamente con mi carreta pudimos ver que como en toda generación había un maquineado, un mete fila, un grupo de amantes de rugby y los infaltables bandas de guerra. Los comandantes ya retirados nos contaban a mí y a mi carreta todo lo que hicieron en la escuela, nos preguntaban de donde éramos y a que círculo pertenecíamos. Éramos personas con dos generaciones de diferencia hablando de lo mismo con total naturalidad. Más tarde en tercero aprendería en la asignatura de Mando que esto se da gracias a la identidad que la escuela entrega a sus alumnos, grabándoles a fuego bajo la piel el estilo naval que tanto caracteriza al marino chileno. Pertenezco al círculo de periodismo, escribo una columna llamada La Columna de Marcha. Una tarde el oficial a cargo del círculo entro a la sala de Fogonazo y pidió un voluntario para escribir un artículo para la Revista de Marina; naturalmente nadie quería quedarse con esa responsabilidad y mi pala con tres rayas poco y nada pudo hacer cuando se me delegó esta chiflota. No me importó demasiado, me puse a pensar en que no soy el primero ni seré el último en estar enchiflotado, maquineado en estudio nocturno, estudiando y escribiendo porque mañana tengo prueba y debo entregar el artículo a mi oficial de círculo. La vida en la escuela es una sola: condenado a llevar una vida como la que llevaron sus oficiales de división, el subdirector, el director, y todo aquel que lleve una estrella bordada en su pala. Puede sonar como una condena a cadena perpetua, pero la vida naval está lejos de serlo, es más un privilegio que muy pocos pueden gozar. Este año 2018 la Escuela Naval cumple 200 años y estoy orgulloso de pertenecer a una institución bicentenaria tan admirada y respetada; aunque no quería escribir sobre esto, sé que en un par de décadas estaré contándolo como anécdota en alguna reunión de generación o a algún cadete maquineado que deba arranchar en la escuela un fin de semana.

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* Texto editado de artículos publicados en la Revista de Marina de abril y mayo de 1887.