Por HORACIO LARRAIN LANDAETA
Durante el viaje de instrucción en el B.E. “Esmeralda”, nuestra primera destinación fue Isla de Pascua, en el umbral de Oceanía. Fondeamos en Hanga Piko, donde una centena de pascuenses inundó la cubierta, ofreciendo sus artesanías. Al poco rato, el comandante decidió cambiar de fondeadero. Una vez desembarcados los entusiastas visitantes, el bergantín se movió hacia Hanga Roa. Y tras la orden de ¡Fondo!, el ancla se precipitó incontrolablemente hacia el fondo abismal. Le apuntamos justo a un cráter volcánico.
During our cruise aboard the training ship Esmeralda, our first port of call was Easter Island. We pulled in Hanga Piko Bay, where dozens of locals swamped the ship selling their handicrafts, but shortly the captain decided to move to a safer anchorage. Once the joyful visitors had gone ashore, the ship sailed to Hanga Roa Bay. And after the CO shouted the order “Let go”, the anchor dropped unrestrainedly to the ocean floor. It headed directly i towards a volcanic crater.
Al décimo séptimo día divisamos Rapa Nui. El magnífico paisaje con su aspecto exótico, el mar de intenso azul, los verdes volcanes y sus abruptos acantilados y los fabulosos peces voladores nos señalaron que estábamos en el umbral de otro continente: Oceanía. Pasamos por el estrecho pasaje que se forma entre los islotes Motu Nui y los acantilados del Rano Kao, maniobra que implica algún grado de riesgo, por la estrechez del pasaje. Un par de millas más adelante arribamos a Hanga Piko. No bien alcanzó fondo el ancla, cuando una gran cantidad de embarcaciones de todos tamaños rodeó al velero y, tras el gobernador y otras autoridades, se trepó una multitud de pascuenses sonrientes que ofrecían sus mercaderías. Collares de conchuelas, moais tallados en piedra o en madera de tolomiro, bastones (tuhi-tuhi), corales petrificados, etc. No les interesaba el dinero sino el trueque por vestuario, dentífricos, jabones, cigarrillos, o cualquier objeto difícil de obtener en la isla. La provisión desde el continente era escasa y esporádica. De vez en cuando llegaba el transporte de la Armada AKA “Pinto” con pertrechos y uno que otro barco mercante. La cubierta del buque se transformó repentinamente en una feria libre.
En el fondeadero permanecimos un par de horas pero, por algún designio, el comandante ordenó cambiar de ancladero y decidió dirigirse hacia Hanga Roa, distante una o dos millas más al norte, tal vez por existir mayores facilidades portuarias para embarque y desembarque.
¡Fondo!, retumbó la voz del oficial del castillo desde el sector de proa del buque. El cabo de maniobras, como un experto golfista en el último hoyo, asestó un combazo al pasador de retención y la cadena comenzó a moverse arrastrada por el peso del ancla, lentamente primero, pero luego tomó velocidad. Cuando habían transcurrido unos cuantos segundos y la cadena adquiría una aceleración inusitada, el oficial a cargo intuyó que algo raro pasaba, palideció y ordenó: ¡frena el cabrestante! Los marineros obedecieron con prontitud, torciendo con todas sus fuerzas las palancas a cada lado del torno, pero ya era tarde y el sector del castillo se inundó de un espeso humo negro y el olor a caucho quemado de las zapatas del cabrestante invadió el lugar, mientras ancla y cadena se precipitaban hacia la profundidad abismal. El ruido ensordecedor de los eslabones que corrían raudamente sobre cubierta y salían por el boquerón no hacía más que multiplicar lo apremiante de la situación.
Previendo un desastre, el oficial ordenó aclarar el área, lo que se cumplió con celeridad de miedo. En menos de un segundo una treintena o más habían abandonado la zona de peligro y miraban detrás de cada cachimba o huinche, esperando el desenlace de la alocada carrera de la cadena que, a estas alturas, era una raya sobre cubierta. ¿Resistirá el cáncamo del pañol donde se amarra el extremo de la cadena?, o ¿saldrá el último paño gualdrapeando y rompiendo todo a su paso? Afortunadamente el cáncamo resistió y la nave dio un violento barquinazo en la dirección de la amura de estribor, luego se recuperó y todo volvió a una quietud expectante mientras se disipaba el humo.
Diez paños de cadena, cada uno midiendo 22 metros y medio y pesando varias toneladas colgaban con verticalidad imperturbable. El buque podía balancearse pero el extremo del ancla apuntaría inmutablemente hacia el centro de la tierra. Doscientos veinticinco metros de cadena y un ancla de varias toneladas en su extremo.
Veinticuatro horas a guardias forzadas ocuparon a los más de 300 marinos que constituían la dotación del bergantín, utilizando cuanto aparato mecánico estaba disponible. Así, trabajaron sincronizados con el cabrestante principal dos huinches eléctricos, los que normalmente se utilizan para izar la verga sobre dos cabrestantes verticales manuales, siempre de brillante bronce, y toda la fuerza humana que podía acoplarse a una tira. Pero no hubo caso, la cadena no se movió un milímetro. Con la perspectiva del tiempo, pienso que un cálculo de escritorio de pocos minutos hubiese llegado a la conclusión de la imposibilidad de la maniobra. Pero, entonces, el comandante no hubiese podido argumentar ante el alto mando de que había agotado los medios para solucionar el problema. Por último, esas 24 horas de trabajo forzado bien pudieron anotarse a la cuenta del entrenamiento necesario para adquirir el temple marinero. Finalmente, con sierra y soplete, se liberó la cadena y ancla. Un plato de espaguetis para Neptuno, el dios de los abismos.
¿Qué había pasado?
El fondeadero de Hanga Piko no registraba profundidades mayores de 30 metros y en Hanga Roa las cartas náuticas mostraban sondas parecidas. Pero la mala fortuna quiso que el velero se detuviera justo encima de un estrecho cráter volcánico no detectado por los que alguna vez habían hecho el levantamiento hidrográfico de la precaria bahía.
¡Le apuntamos justo al cráter con el ancla!
Cuarenta años más tarde, en mi segunda visita a la Isla de Pascua, esta vez como turista, pregunté por quien fuera mi anfitrión en mi primera estada, el nativo Juan Edmunds Rapahango. Quería hacer recuerdos y agradecerle su hospitalidad. Juan Edmunds era cabo telegrafista de la Fuerza Aérea de Chile y estaba a cargo de la radio del modesto aeropuerto Mataveri de la época. Por tal motivo, tenía a su disposición un jeep con el que recorrimos buena parte de la Isla y visitamos los lugares de mayor interés, incluido la leprosería.
En esta oportunidad, cuando pregunté por Juan Edmunds, me señalaron que podía encontrarlo en una estación de servicio Shell ubicada en una determinada esquina. Cuando entré a la oficina, observé a un señor canoso que estaba de espaldas, sentado en una silla giratoria, mirando hacia afuera del ventanal. ¿Don Juan Edmunds? –pregunté. Dio un viraje en la silla, sin pararse y dijo: ¿Sí? Gusto de saludarlo, soy Horacio Larraín. Yo estuve en la Isla en un viaje con la Esmeralda hace algún tiempo y usted me recibió muy amablemente. Venía a visitarlo para saludarlo y agradecerle sus atenciones. ¿Y, en qué año fue esa visita suya, que no recuerdo? –me preguntó. Fue en 1963, contesté. Sonrió, aunque no de muy buena gana, me pareció. Usted me confunde, debió haber sido mi padre su guía, porque para esa fecha yo tenía como siete años de edad. Yo soy Juan Edmunds Paoa, uno de sus hijos. Oh, pensé… la memoria tiene esa prodigiosa facultad de comprimir el tiempo. Mi padre acaba de llegar desde el continente en donde lo operaron de un pie –agregó. Mañana lo puede visitar en su casa de reposo que queda aquí a la vuelta.
Cuando al día siguiente visité al octogenario Juan Edmunds Rapahango, hijo de doña Victoria Rapahango, la última reina de la dinastía Rapa Nui, desde luego no se acordaba de mí. Tampoco de la recalada de la Esmeralda hacía más de 40 años atrás. Además, el velero había pasado muchas veces más por la Isla, antes y después de 1963. Pero cuando le conté lo del incidente del ancla que perdimos en Hanga Roa, su rostro se iluminó, sus ojos brillaron y exclamó: ¡Ah, ése viaje! Me acuerdo perfectamente. Yo estaba a bordo cuando ocurrió el incidente. Juan Edmunds había embarcado en su calidad de representante de la Fuerza Aérea de Chile en el primer fondeo que la Esmeralda realizó en Hanga Piko y permaneció a bordo.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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