- Fecha de publicación: 11/12/2018.
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Me encontraba junto a mi señora acompañándola “voluntariamente” a una tarde de shopping, mientras me flagelaba el calor, la muchedumbre y el escaso aire acondicionado imperante; en tanto que mi mirada recorría infructuosamente algún lugar para sentarme y descansar los ya 40K recorridos entre tiendas y escalas mecánicas. A Dios gracias, y emulando las lógicas de aquel can faldero que se resiste a caminar, esbocé algunos recursos tácticos y todo tipo de gesticulación corporal que finalmente obligaron a mi señora a abandonarme en la terraza de un café, mientras ella continuaba recorriendo múltiples ofertas y vitrinas.
Al poco rato apareció un garzón a quien le solicité una botella de agua mineral muy helada para aplacar la tortura sufrida momentos antes, aunque en rigor bien habría valido un tubo de oxígeno para agilizar mi recuperación…
Ya disfrutando mi gaseosa, miré la pequeña mesa de al lado en donde se encontraba un caballero de avanzada edad, sentado y frente a él un vaso de cerveza de importante tamaño. Miré al caballero y aunque no le hablé directamente, le esbocé con mi mirada el desafío que tendría, para su edad, el beber todo ese espumoso líquido y los efectos que tendría si no tenía un baño en cercanías.
Pareciera que el longevo acompañante leyó mi mirada y me dijo: “Estoy recordando esta agüita helada…. hay tanto tras una cerveza…,” mientras él se mantenía concentrado y observando sonriente su vaso, y aunque sus ojos denotaban cierta emoción, procedió finalmente a beber su cerveza y al cabo de varios minutos pagó la cuenta y desapareció entre la gente.
Las palabras del anciano me dejaron pensativo… Por momentos recordé mi pololeo, con la misma reina del mall que deambulaba entre piso y piso: como cadete y después de misa y con amantillada tenida de parada nos juntábamos con otros compañeros de curso para tomarnos una cervecita medio camuflada que era lo que nos alcanzaba con la ajustada mesada que nos daban nuestros padres, mientras nuestras chiquillas acompañantes disfrutaban un jugo natural entre risas y coquetas miradas cruzadas.
Cómo no recordar también las actividades en puerto de despliegue, sobre todo cuando se sirve en unidades pequeñas, donde el personal, con emotivo desinterés, invitan a su joven comandante a celebrar un cumpleaños, un ascenso, el partido de fútbol o para hablar de lo humano y lo divino, y así paliar con una fría cerveza en algún boliche en tierra, las intensas jornadas de operaciones y lejanía del hogar.
También, tras una cerveza, celebramos esos dieciochos tardíos, porque los desfiles nos habían hecho saltar las fiestas patrias; sin embargo, quizás era mejor así, porque nos juntábamos en ese “dieciocho chico” con aquellos mismos que compartíamos filas y celebrar además el haber salido airosos del siempre amenazante desmayo.
Tras una cerveza, celebramos con los compañeros de cámara aquellos primeros nacimientos donde todos nos sentíamos tíos y padrinos, o aquel título profesional obtenido en la Academia Politécnica Naval después de mucho trabajo y tesón; o brindar con aquel compañero que tanto nos apoyó para al menos obtener la ansiada “canilla” para lograr la eximición.
Después vendrían los cursos de postgrado, la vida operativa e innumerables destinaciones, todas instancias que más de alguna vez dieron pie para hacer un alto y compartir, inclusive con el más cercano, con el vecino recién llegado, mientras le ayudábamos con su mudanza o a cuidarle sus perros mientras gozaba de sus vacaciones en otro lugar, sabiendo que al regreso compartiríamos con al menos una cerveza una incomprendida entrega de novedades, como lo expresaban nuestras señoras, quienes a esas alturas del partido ya conocían el artificio de ese recurrente ceremonial.
También tras una cerveza, cuántas veces hemos recordado a aquellos que ya partieron, aquellos que nos dejaron, nuestros comandantes y jefes de antaño, o aquellos condestables y viejos lobos de mar, que nos enseñaron con su ejemplo y experiencia en ser mejores marinos y mejores personas.
Y por supuesto, cómo no recordar aquellos innumerables ascensos, donde siempre hubo una cerveza amiga que invitar a aquel compañero de curso, muchos de ellos ya retirados, que visitaron nuestras casas en compañía de sus hijos convertidos en verdaderos sobrinos postizos, algunos de ellos cadetes o tenientes, que cariñosamente nos trataban de tío, sabiendo que ellos mismos en más de una ocasión apoyaron, en su temprana edad, cambiando sus pañales o verificando su silente sueño durante algún evento de camaradería en casa de sus padres.
En fin, imbuido en estos recuerdos de la vida, de repente el garzón se me acerca y me dice: “Caballero, ¿le traigo la cuenta?” Por momentos me quedé pensativo…mi gaseosa a medio terminar no había sido suficiente… pero no dudé y a pesar que me obligaría el pasar las llaves de mi auto a quien ya divisaba cargada de paquetes y todavía con espacio para alguna cosita más, le dije: ¿sabe joven?, tráigame una cerveza, que sea bien helada y grande... tras una cerveza hay tanto que recordar…
Qué razón tenía el anciano!
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