Revista de Marina
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  • Fecha de publicación: 01/06/2017. Visto 876 veces.
El 4 Julio de 1917 se incorporaron por primera vez los submarinos a la Armada Nacional y se iniciaba la navegación del denominado Servicio Silente, que muestra con orgullo una estela ya centenaria. Desde esa fecha hasta hoy, 17 submarinos o negros, como cariñosamente los llamamos los de la piocha dorada, han prestado sus servicios a la Armada y al país. En efecto, seis tipo H, tres tipo O, dos tipo Fleet, dos tipo Oberon, dos tipo 209 y dos Scorpene. En ellos han servido 349 oficiales y 2.352 gente de mar en este siglo de existencia. De ellos, 43 han llegado al grado de almirante y 88 al grado de suboficial mayor, respectivamente. Sin embargo, el arma submarina no prestaba mayor entusiasmo en los estrategas navales en los albores del siglo XX, especialmente en Inglaterra, como lo expresara crudamente el almirante Sir Arthur Wilson, Controlador de la Armada Real, en 1901:
Nunca servirán de nada en la guerra y les diré por qué: Voy a hacer que el Primer Lord anuncie que tenemos la intención de tratar a todos los submarinos como buques piratas en tiempo de guerra y que colgaremos a todas sus tripulaciones.
El almirante Wilson no estaba solo en su visión de los submarinistas, sino que muchos otros consideraban a esta nueva generación de piratas de dudoso valor militar. ¿Cómo podía permitirse que uno de esos pequeños artefactos impertinentes afectara siquiera una batalla en el mar? Sin embargo, nadie dudaba que se requería valor, especialmente en los primeros días, para lidiar con las condiciones de vida a bordo de esos pequeños botes, que ni siquiera alcanzaban la denominación de buques. Sus dotaciones eran consideradas excéntricas, peligrosas, carentes de disciplina, lunáticos, entre otras características descalificatorias. No se podía entender que, salvo en personas que hubieran perdido la cordura, se atrevieran a ir a la guerra, bajo el agua, dentro de un pequeño tubo de metal, que en la mayoría de los casos ni siquiera tenían un WC. Durante la Primera Guerra Mundial, los submarinistas fueron forzados a permanecer sumergidos durante muchas horas. Sin poder recurrir al aire fresco ni a los medios para verter los residuos humanos por la borda, tenían que hacer sus negocios, por así decirlo, en un balde con petróleo (hasta el día de hoy existe y se le conoce como el tigre). Estando sumergido, el hedor de la orina y las heces se combinaba con el sudor y la grasa, el olor de los cuerpos y de la ropa sucia. El agua dulce era invariablemente escasa, por lo que los submarinistas no solo no se bañaban durante días, si no semanas. No había para ellos un afeitado diario ni ropa limpia. La comida era igualmente mala. El uso de camas calientes era lo habitual. Aparte de la intención siempre homicida del enemigo, el propio submarino podía sufrir alguna forma de falla catastrófica que podía matar a toda su dotación, o por lo menos hacer que las  posibilidades de supervivencia tendieran a cero. El embarque de ratones blancos como dispositivo de alerta temprana era otra faceta excéntrica del extraño mundo del submarino. Si sus pequeños pulmones no podían hacer frente a la atmósfera sucia y fétida, entonces no pasaría mucho tiempo para que el ser humano tampoco pudiera. [caption id="attachment_18144" align="alignright" width="511"] SS Simpson aflorando en Valparaíso.[/caption] Navegando en superficie, con la escotilla abierta, la carga de las primeras baterías emitía gases venenosos. La ropa siempre apestaba a petróleo diésel (hasta el día de hoy) y los primeros submarinos rolaban violentamente haciendo del vómito una actividad normal. El submarino apestaba al regreso de una patrulla. La tripulación no lo captaba porque sus sentidos olfativos habían sido desensibilizados hacía tiempo. En fin, a pesar de todo eso y más, había algunos que vieron la naturaleza cambiante del submarino. De hecho, el almirante Sir John Fisher, ferviente admirador del cambio tecnológico, escribía: “Es increíble, no se dan cuenta de la inmensa e inminente revolución que el submarino logrará en la estrategia y en la guerra naval”. Se refería a los políticos y almirantes ingleses que tildaban despreciativamente a los submarinos como los “juguetes de Fisher.” Pero el almirante Fisher tenía razón. El submarino -una plataforma primitiva de uso incierto y capacidad desconocida al comienzo del siglo- en la Segunda Guerra Mundial influenció el curso de la guerra en tres teatros. Se mejoró su autonomía, su armamento, sus sensores y muchos otros avances largos de enumerar que permitieron mejores condiciones de vida y su eficiencia en el combate. Los submarinos norteamericanos prácticamente paralizaron la economía de Japón. Ese era el submarino como arma estratégica, además de su capacidad  demostrada como arma táctica. En las décadas que siguieron al final de ese conflicto, los submarinistas del mundo siguieron enfrentando riesgos, tanto en las traicioneras aguas de la Guerra Fría como en diferentes conflictos y en distintas áreas del mundo. ¿Qué motiva entonces ingresar a la Fuerza de Submarinos? A mi parecer, el espíritu guerrero, la lealtad a toda prueba de sus integrantes y el entrenamiento que no tiene otro objetivo que estar preparado para la guerra en todo momento. Son los primeros en zarpar y los últimos en regresar a casa, ¡siempre…silentes! Justo es recordar, aunque sea brevemente, a cuatro submarinistas que ya iniciaron esa patrulla que no tiene regreso: Me refiero a los almirantes Bilbao, Alvayay, Mackay y Arrieta, con los cuales tuve la suerte de servir durante mis 20 años en la fuerza. No pretendo hacer una biografía ni una semblanza, sino que recordar  determinados sucesos en los cuales ellos participaron, porque “las cosas que por sabidas se callan…, por calladas se olvidan.” El contralmirante Julián Bilbao Mendezona fue el primer comandante del Comando de Submarinos y Corsarios (1974) cumpliendo así un gran anhelo de los submarinistas, de ser una fuerza independiente. Fue un gran impulsor de un buque madre de submarinos para mejorar las condiciones de vida a bordo, además del apoyo logístico. Como comandante del submarino Simpson (Fleet), fue famoso por sus anécdotas que hasta el día de hoy se recuerdan. Hombre con un vozarrón imponente, que ocultaba un gran corazón y su bonhomía, se encontraba en la torrecilla penetrando la cortina a profundidad de periscopio, en un ataque a la salida de un puerto sobre las unidades de la Escuadra. Existía una gran tensión en el equipo de aproximación por el rumbo errático de los escoltas y su pinpineo (ping, sonar activo), constante y ensordecedor. Cuando el comandante ordena izar periscopio para verificar los últimos parámetros del blanco, se da cuenta que éste se encontraba muy cercano a la cuadra y por lo tanto exigía un gran ángulo de giro para los torpedos, y por ende, muy bajas probabilidades de impacto. Frustrado, ordena arriar el periscopio, y lo sorprende una sugerencia del 2° comandante que le dice: ¡Podríamos hacerle una trampa de oso! La respuesta fue inmediata, cortante y casi amenazante: ¡¡¡¡Traaaaaampa de ooossso,…(y algo más)…!!!!! Efectivamente la trampa de oso existía como táctica para torpedos convencionales, para lanzar simultáneamente torpedos por proa y popa, como el abrazo de un oso, pero requería un gran número de torpedos para aumentar la probabilidad de impacto. Pero el comandante Bilbao no estaba ese día para ningún animal y menos para los osos. Aquellos que lo conocieron deben imaginar su vozarrón y seguramente sonreirán. En realidad, Bilbao era todo un personaje en la Armada. Famosa y conocida es su anécdota de la Esmeralda. Debía asumir el mando en Hawái, y después de un agotador viaje vía aérea, con el jet lag correspondiente, al parecer nadie lo esperaba en el aeropuerto. Se dirige entonces, ciertamente malhumorado, al sitio donde se encontraba su buque en un taxi, vistiendo una guayabera y un sombrero de jipijapa, que le encantaba usar, según él para proteger su pelo, pero que en la realidad éste era bien escaso. El oficial de portalón contemplaba a este personaje que observaba con detención el aparejo del velero y debido a su interés, decidió enviar a uno de los guardiamarinas de guardia para que lo invitara a visitar el buque. Este se acercó diligentemente y le preguntó con su mejor inglés: Do you want to visit the ship? Como buen español y vasco que era, no hablaba nunca en inglés, pese a que lo entendía y hablaba razonablemente. Se volvió lentamente al que lo invitaba y con su vozarrón característico e indignado, lo espetó diciéndole: ¡Soy el comandante Bilbao!!! y le contesta, murmurando y como preguntándose a sí mismo que eso no estaba ocurriendo y alargando las palabras: ”Doo youuu want to visittt the shipppp…(y algo más)?. El guardiamarina ya había adivinado: Era su nuevo comandante. Como Comandante en Jefe de la Fuerza de Submarinos, lideró el proyecto de los 209 y de los torpedos SUT, entre varios otros, fue un firme impulsor de la reglamentación de la tenida  submarinista que comentaremos más adelante, pero nadie puede olvidar la otra anécdota que se relaciona con el almirante Mackay. Nuevamente sumergido en el SS Simpson le había ordenado al oficial de estiba (teniente Mackay) mantener exactamente la profundidad para que no interfiriera con la visión del periscopio. Las condiciones de mar hacían que la profundidad fluctuara entre 15 a 30 centímetros (1 pie). Desde la torrecilla, una cubierta más arriba, una voz cada vez más irritada e impaciente, gritaba: “¡Estoy ciego, súbame”! “¿Qué pasa con la estiba, Mackay”? y así  repetidamente una y otra vez. Como al parecer el oficial de estiba no reaccionaba con la debida rapidez, aparece la cabeza del comandante en la escotilla y le grita: “¡Próxima vez, lo m…!” A los pocos minutos, se repite la situación y aparece nuevamente el comandante y lo llama muy fuerte y muy claro: “¡Maackaay, la profundidaaaad!!!”. El aludido abre de inmediato un paraguas entre él y la escotilla y le contesta rápidamente: “¡Subiendo a 60 pies, mi comandante!” Fue tal la sorpresa de todos ante lo insólito de la situación que el comandante rompió a reír a carcajadas coreado por todos y que alivió de inmediato la tensión existente. El vicealmirante Juan Mackay Barriga fue también un personaje en la Marina. Era un baúl de anécdotas que relataba con un fino sentido del humor y que siempre hacía reír a los que atentamente escuchábamos. Con ellas nos empapaba en tradición naval. Mi abuelo fue instructor de guardiamarinas del padre del almirante, quien era conocido como el comodoro, submarinista igual que su hijo. Durante la celebración de los 60 años de matrimonio de mi abuelo estaban todos los guardiamarinas que aún quedaban vivos y en aquella ocasión se me acerca el comodoro y me dice “Yo también fui submarinista”, señalando la piocha de mi uniforme de teniente 1°, y mi hijo, continua el Comodoro, también lo es. Sonriendo le expresé: “Mi comodoro, su hijo es mi comandante”. Efectivamente, ambos estábamos embarcados en el SS O’Brien. Esa noche conversamos mucho, especialmente de submarinos. Pocos meses después de este encuentro, ambos submarinos Oberon navegaban sumergidos en lo que se denomina tránsito conjunto, uno más cerca de la superficie que el otro y a una distancia de 1.000 yardas entre ellos que asegurara la comunicación por teléfono submarino. El SS Hyatt que se encontraba arriba, era el encargado de recibir las comunicaciones, entre otras obligaciones, y transmitirlas al submarino que iba abajo, en este caso el SS O’Brien. Repentinamente se escucha el llamado del SS Hyatt, en un horario no establecido, y se escucha: “Infórmele al comandante Mackay que su padre ha fallecido.” Aún nadie puede explicar por qué se transmitió esa triste noticia en forma tan brutal, a sabiendas que el comandante estaría escuchándola. Todos los que estábamos en el Central miramos al comandante, quien se dirigió a su camarote, sin pronunciar palabra. Todos sabíamos de la admiración y el cariño que éste sentía por su padre. Sabíamos que no podíamos volver y por lo tanto no podría estar en sus funerales. ¿Qué hacer? Era el dilema del 2° comandante. Me acerqué al camarote para expresarle mis condolencias encontrando al comandante de rodillas y rezando. Su fe era profunda. Sin palabras, con lágrimas en los ojos solamente asintió. Estaba muy triste e impactado. El 2° me pidió que prepara algunas lecturas de la Biblia para la ocasión, y reunió a toda la dotación disponible en el departamento de torpedos para rezar por el comodoro. Allí nos agrupamos todos sobre los torpedos y al término de las lecturas, el comandante inició la Letanía de los Santos, la larga, que nos impresionó a todos porque lágrimas salían de sus ojos sin poder contenerlas. Pero quizás lo que voy a relatar ahora sea poco conocido, pero refleja las virtudes de la familia Mackay. Poco después de haber fallecido el comodoro, su viuda invitó a sus hijos a un almuerzo en su casa en Santiago, el que transcurre lleno de recuerdos y nostalgia pero con mucha paz; ya en los postres se dirige en primer lugar al almirante, su hijo mayor, y le dice: “Willy, quisiera que te  llevaras ese cuadro de Somerscales, para que tú lo tengas en tu casa.” Sin titubear ni un instante éste contesta: “Mamá, a mí nunca me ha gustado ese cuadro y además encuentro que donde está se ve muy bien.” Sorprendida, la mamá se dirige a otro de sus hijos y le dice: “Me gustaría que te llevaras la cuchillería Christofle, tu papá estaría feliz que tú la tuvieras”. Nuevamente obtuvo una respuesta similar, algo así como: “¿Qué haría yo con una cuchillería así…? Creo que lo mejor es que siga aquí.” Lo mismo ocurrió con la cristalería y la porcelana. Al darse cuenta que sus hijos querían que todas las cosas, tradicionales de las familias navales antiguas, se quedaran con ella y en su casa, rompió a llorar suavemente y exclamó: “¡Gracias, hijos míos, los quiero mucho!”. Todo un ejemplo de respeto, cariño y sensatez. ¡Cuántas veces hemos escuchado historias diametralmente opuestas y que siempre terminan con esa frase tan dura: ¡Cría cuervos…y te sacarán los ojos!
Navegar es vivir, navegar bajo el agua es vivir dos veces
El almirante Mackay fue el autor, junto a un equipo, de la revisión y publicación de la actual Ordenanza de la Armada, donde se preocupó de dejar plasmadas las virtudes morales que debe tener todo miembro de la Institución y que periódicamente los oficiales de división le leen y comentan a sus dotaciones. Asimismo, fue el ejecutor de un estudio de estado mayor que oficializó nuestra tenida submarinista para siempre. [caption id="attachment_18145" align="alignright" width="419"] DLH Blanco Encalada y SS O'Brien. (1995)[/caption] El contraalmirante Eduardo Alvayay Fuentes fue el comandante del SS O’Brien que tuvo la responsabilidad de traerlo a Chile, desde el astillero escocés donde fue construido. Hombre jovial e inteligente, logró con su dotación obtener la calificación Good en el Work-up de seguridad y operacional llevado a cabo por el equipo de entrenamiento de la armada británica, lideradopor el entonces capitán de navío John “Sandy” Woodward y quien llegara a comandar las unidades inglesas en la Guerra de la Malvinas. Cabe destacar que hacía dos años ningún submarino británico había logrado esa calificación y fue motivo de muchos mensajes de felicitaciones de nuestros pares ingleses. Al término de un periodo de mantenimiento muy agitado, se requería la presencia del submarino en Valparaíso a la brevedad posible, lo que motivó el zarpe del O´Brien de madrugada y no se alcanzó a colocar la estiba, como normalmente ocurre. Antes de zarpar hay dos personas que siempre verifican los calados de proa y popa del submarino, para verificar su desplazamiento y que además indican su condición de estiba tanto general como particular. Son el ingeniero de cargo y el comandante. Pero ese día no se hizo así, pese a que algunos notaron que el submarino estaba encabuzado. A las 10 de la mañana, con toda la dotación en sus puestos de sumergida y el submarino aclarado para ello, se inició la sumergida. Un submarino Oberon demoraba un minuto en sumergirse, cuando se encontraba estibado, pero en esta oportunidad en 30 segundos la proa se encontraba a 300 pies con un ángulo de burbuja que después se calculó en 42,5°, lo suficiente para que saliera el ácido de las baterías. En una sumergida normal la burbuja no sube de 10°. Algo andaba mal…muy mal. La inquietud corrió por todo el  submarino, estábamos en una emergencia. El comandante Alvayay, con una calma imperturbable, ordenó “Toda fuerza atrás”, para detener la sumergida y levantar la proa, pero las hélices batían cerca de la superficie sin logar el efecto deseado, y el agua de diferentes estanques de proa, totalmente llenos, desfogaban hacia el interior produciendo verdaderos geiser, nunca visto antes y produciendo ya algo más que inquietud. Finalmente,  parcializando la soplada de los estanques de lastres principales, el submarino volvió a la superficie. El comandante reunió a todos los oficiales en el Central y sonriendo preguntó: ¿Cómo estuvo? Y agregó: “Vamos a sumergirnos nuevamente para matar el chuncho,” es decir, alejar la mala suerte. Pero lo que había sucedido no era de suerte ni nada parecido, sino que un grueso error en el cálculo de la estiba, dejando al submarino muchas toneladas pesado a proa. Una vez corregida la estiba, el submarino volvió a las profundidades, pero el comandante había mostrado su presencia de mando y su capacidad de enfrentar las emergencias. Así era él, tranquilo y calmado, pero rápido en sus decisiones. Es decir, era el comandante de un submarino. Otro submarinista que dejó huella entre nosotros fue el contralmirante Pedro Arrieta Gurruchaga, famoso también por sus anécdotas en las que destacaban las que contaba de su periodo de Edecán Presidencial. Hombre alegre, de fácil palabra y muy culto, destacaba por su uso del lenguaje y el entusiasmo que de él emanaba. Pero lo queremos recordar hoy por algo que es muy trascendental para todos los marinos: La Vigilia del 21 de mayo, una ceremonia que se realiza en todas las unidades y reparticiones de la Marina y que fue concebida, promovida y establecida por él. Constituye una tradición naval. También fue el impulsor del sable naval colgado en las oficinas de los  comandantes y el reloj colocado a las 12:10, que nos señala el momento del hundimiento de la Esmeralda y el glorioso ejemplo de su comandante. No puedo terminar estos recuerdos sin mencionar la sentencia SEMPER FIDELIS, que resume el sentimiento que guía a todo submarinista y que representa esa extraña y misteriosa fuerza que nos subyuga y nos enorgullece de haber sido o ser parte del servicio silente, que cumple cien años de historia y tradición.

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