Revista de Marina
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  • Fecha de recepción: 19/10/2020
  • Fecha de publicación: 14/12/2020. Visto 3802 veces.
  • Resumen:

    El autor nos presenta un detallado análisis del libro del mismo nombre, donde se plantea que la pérdida de sentido de comunidad en el mundo contemporáneo, es consecuencia del creciente desprecio por los ritos y sus acciones simbólicas.

  • Palabras clave: Ritos, comunidad, modernidad.
  • Abstract:

    The author presents a detailed analysis of the book under the same title, were he formulates that the loss of sense of community in this contemporary world, is consequence of the increasing contempt for rituals and their symbolic actions.

  • Keywords: Rituals, community, modernity.

Estamos ante un magnífico libro de 115 páginas y una abundante bibliografía, que plantea la pérdida del sentido de comunidad en el mundo contemporáneo, como consecuencia del creciente desprecio por los ritos y sus acciones simbólicas. Al menos en Occidente, hemos conformado una sociedad atomizada, narcisista y autorreferencial, en la que cada cual está preocupado solo de su autorrealización personal.

Las redes sociales y el mundo globalizado circulan irrefrenablemente mercaderías y seres humanos, que generan una intensa comunicación interpersonal, pero sin ningún sentido de comunidad. En cambio, las acciones rituales y los símbolos, propios de las sociedades no-globalizadas, permiten conformar una profunda comunidad de valores y principios, sin que haya una comunicación particularmente intensa. El silencio, propio del rito, amén de unir a los hombres, genera una comunidad sin comunicación.

El neoliberalismo obsesionado por la producción y el rendimiento, ha olvidado la necesidad del juego y las actividades lúdicas. El trabajo es una actividad profana; por el contrario, el reposo se inscribe en el ámbito de lo sagrado. En la fiesta religiosa el hombre se entrega a la escucha silenciosa de Dios; no hay una preocupación por producir. Nunca hallaremos lo divino mientras subordinemos el descanso al trabajo, puesto que esa no es una vida propiamente humana.

El autor explica el sentido profundo de los rituales japoneses. Por ejemplo, la importancia del envoltorio de un regalo, por sobre su contenido; el simbolismo que encierra el kimono lleno de formas y colores, que cubre a la mujer; o el sagrado silencio de la ceremonia del té, que genera una comunidad sin comunicación. Todo aquello evoca la cortesía que ha sido olvidada en Occidente.

Otrora incluso la guerra tenía una ritualidad que la hacía semejante a un duelo de honor entre caballeros. Eso se ha perdido llegándose al paroxismo en la guerra mediante drones, donde se mata de manera aséptica y maquinalmente, sentado frente a una pantalla de computador. Incluso en la cacería de animales hay mayor respeto por cumplir ciertos protocolos antes de ultimarlos.

Vivimos una época de deshumanización empeñada en transformarlo todo en datos, que se manejan computacionalmente. Hasta nuestra psiquis puede ser intervenida y controlada. Cada vez más estamos siendo dominados por los algoritmos, pero creemos ser libres.

Ni siquiera la sexualidad humana escapa a la presión por la producción y el rendimiento. La seducción que era un cierto juego ritual ha sido reemplazada por la simple y burda pornografía. Ya no interesa el misterio ni el enigma; rechazamos toda clase de ambigüedades. La transparencia es la consigna. El juego de la seducción ha sido reemplazado por la satisfacción inmediata del deseo sexual.

En fin, por la importancia del contenido de este libro he optado por presentar un resumen de cada uno de sus capítulos, de modo que el lector interesado saque sus propias conclusiones. A modo de guía se indican entre paréntesis las páginas de las citas textuales.

Presión para producir

Los ritos se expresan mediante símbolos, que cuando desaparecen “se pierden aquellas imágenes y metáforas generadoras de sentido y fundadoras de comunidad que dan estabilidad a la vida” (p. 12). Los rituales son el equivalente en el tiempo a lo que es la morada en el espacio.

Sin embargo, la modernidad, obsesionada por producir más para consumir más, desprecia los ritos. Su afán es consumir y no solo cosas, ya que asociado al consumo se generan emociones de autovaloración personal, lo que deviene en una referencia narcisista a sí mismo, perdiéndose gradualmente la referencia al mundo exterior. Incluso los valores morales, como la justicia, se asocian con mercancías de consumo. Así, por ejemplo, la publicidad insta a salvar el mundo consumiendo determinados productos que se promocionan como ecológicamente neutrales, lo que genera un consumismo ecológico que aumenta la autoestima narcisista. A medida que la sociedad se vuelve más narcisista, se incrementa su atomización y va perdiendo su sentido de comunidad.

A esto se suma la comunicación digital que, “en lugar de crear relaciones, se limita a establecer conexiones” (p. 18). Como si esto no bastara, se ha dejado de aprender de memoria bajo el argumento de que reprime la creatividad, olvidando que las repeticiones son las que se graban en el corazón; tanto es así que en francés se dice apprendere par coeur y en inglés by heart. “Las repeticiones hacen que la atención se estabilice y se haga más profunda” (p. 19). Precisamente, la repetición es el rasgo más profundo de los rituales, por eso ofrecen estabilidad a la vida.

El mundo contemporáneo, permanente-mente a la caza de nuevos estímulos y vivencias excitantes, ha perdido la capacidad de repetición. Pero lo nuevo pronto se banaliza y se convierte en rutina, en una mercancía que se consume y exige una nueva búsqueda de lo novedoso. En definitiva, la presión consumista, que rechaza lo rutinario, a la larga genera más rutina y una sensación de vacío que intenta llenarse con mayor comunicación. Una comunicación digital que no genera comunidad, sino que aísla a cada persona en sí misma, haciéndola más autorreferencial. Las redes sociales pasan a ser un espacio de autoproducción personal, en ansiosa espera de un “me gusta”, que no hace más que amplificar el eco del yo.

En los rituales, en cambio, no hay prisas ni búsqueda de novedades, reina el silencio; el yo se vacía de sí mismo y se abre a la comunidad que participa en el rito. Los rituales, a través de símbolos repetitivos nos instalan en un hogar, hacen del mundo un lugar fiable. Así, en una misa cristiana, por ejemplo, del manejo pulcro y pausado de las cosas sagradas por los sacerdotes, de sus gestos y movimientos, emana una fuerza simbólica que da alas al corazón.

Presión para ser auténtico

La sociedad de la autenticidad en que vivimos es una sociedad de la representación; todos intentan representarse a sí mismo. La cultura de la autenticidad, y las consiguientes metas de autorrealización personal, nos encierran en nosotros mismos coartando la formación de comunidad. “El culto a la autenticidad erosiona el espacio público, que se desintegra en espacios privados” (p. 34).

Contrariamente a lo que ocurría en siglos pasados ─donde el espacio público era un lugar de representaciones, en que el sentido de juego era esencial─ hoy en día el mundo es un mercado en el que uno se desnuda y se exhibe. La teatralidad de las formas y vestimenta que imperaba en la antigua sociedad, ha sido reemplazada por la exposición pornográfica de lo privado. Solo se consideran auténticos los sentimientos espontáneos, es decir, los estados subjetivos; vivimos en una cultura de las pasiones. En última instancia, esta autenticidad no es otra cosa que barbarie. “El culto narcisista a la autenticidad es corresponsable del progresivo embrutecimiento de la sociedad” (p. 35).

Con el desaparecimiento de los gestos rituales se han perdido los modales en beneficio de las pasiones y las emociones. Las redes sociales han hecho su aporte eliminando la distancia escénica, permitiendo una comunicación pasional sin distancias. Hemos perdido el sentido de la influencia regulatoria que ejercen los símbolos y las formas sobre los sentimientos y los pensamientos. Hemos olvidado que las formas externas mueven el espíritu, “los gestos rituales de cortesía tienen repercusiones mentales” (p. 35).

No obstante, hoy todo comportamiento formal se descalifica por inauténtico. En la sociedad de la autenticidad las acciones son producto de estados subjetivos propios del narcisismo; en cambio, en la sociedad ritualizada las acciones son determinadas por las formas externalizadas de acción entre las personas. El narcisista queda atrapado en sí mismo, en su propia interioridad; su vida pierde la esfera sagrada del juego, de lo lúdico. Por eso cae en depresiones, lo que hace urgente una fuerza salutífera que contrarreste el narcisismo colectivo que nos ahoga. De ahí la importancia de los rituales: “Los rituales y las ceremonias son actos genuinamente humanos que hacen que la vida resulte festiva y mágica. Su desaparición degrada y profana la vida reduciendo la mera supervivencia” (p. 40).

Ritos de cierre

El imperativo de optimización y rendimiento a que nos ha llevado el neoliberalismo no permite finalizar nada, todo parece ser provisional e inacabado. Somos arrastrados a un continuo producir, sin formas de cierre; se evita la sensación de haber alcanzado una meta. “El aprendizaje vitalicio no permite finalizar los estudios” (p. 42) La propia globalización ha acabado con todas las estructuras cerradas; se han eliminado las fronteras para acelerar la circulación de capital, de mercancías y de informaciones. El mercado global y las redes sociales son un no-lugar, imposible de habitar. Navegamos por las redes; y los turistas recorren incesamente el mundo en tropel, como las mercancías y las informaciones.

Como reacción a la hipercultura global, el autor describe una ceremonia ritual en torno a un viejo peral en una aldea perdida. La aldea representa un orden cerrado que no impone marcharse afuera. “Del viejo peral emana una gravitación que une a los hombres y crea una profunda compenetración” (p. 44). Hay un ver y un escuchar en común, nadie trata de que lo escuchen o le presten atención; se genera así una comunidad sin comunicación. En este ritual aldeano, la comunicación sin comunidad propia de la globalización y del mundo digitalizado, cede el paso a una comunidad sin comunicación. Hoy el ruido de la comunicación desbanca el necesario silencio que genera comunidad.

El riesgo de tal cerrada aldea es caer en fundamentalismos y violencia propia de los nacionalismos que, equivocadamente, excluyen todo lo foráneo. No solo el cierre total genera violencia, también una excesiva apertura. Así como lo global engendra un infierno de lo igual, el fundamentalismo del lugar puede generar violencia. Si bien la cultura es una forma de cierre, esa identidad cultural debe ser incluyente y receptiva de lo foráneo.

Desde otra perspectiva, nuestra propia experiencia vital nos demanda un cierre del tiempo propio, como lo son la infancia, la juventud, la madurez, la vejez y la muerte, que son analogables con el tiempo del reloj. Cada una de estas etapas debería tener rituales de cierre. En caso contrario, podríamos envejecer sin hacernos mayores, permaneciendo como consumidores infantilizados que no madurarán jamás. Los ritos de paso son como umbrales que indican el fin de una etapa y el comienzo de otra. Los umbrales articulan y narran el espacio y el tiempo, permiten una profunda experiencia del orden. “Sin la fantasía del umbral, sin la magia del umbral, solo queda el infierno de lo igual” (p. 51).

Fiesta y religión

El descanso sabático es lo que hace que la Creación quede finalizada; sin él la Creación está incompleta. “El séptimo día Dios no se limita a descansar del trabajo hecho, sino que la propia quietud es su esencia (…). Por eso nunca hallaremos lo divino mientras subordinemos el descanso al trabajo” (p. 53). El Sabbat es una fiesta del descanso y la contemplación. Allí cesa el parloteo cotidiano para entregarse a la “escucha silenciosa de Dios”, un silencio que genera una comunicación de orden vertical. Además, “la escucha en silencio une a los hombres y genera una comunidad sin comunicación” (p. 54).

Sin embargo, el reposo y el silencio son ajenos a las redes sociales, que inducen a una comunicación permanente, plana y horizontal, en la que nada sobresale ni en nada se ahonda. Como no es intensiva sino extensiva, estamos sometidos a una permanente presión por comunicar, por producir algo. La libertad se transforma en coerción; nos hacemos esclavos de la tecnología.

El reposo se inscribe en la esfera de lo sagrado; por el contrario, el trabajo es una actividad profana, que debería omitirse por completo de las acciones religiosas. Reposo y trabajo son dos formas fundamentalmente distintas de la existencia.

El trabajo (…) no tiene otro fin que subvenir a las necesidades temporales de la vida; no nos pone en relación más que con cosas vulgares. (…). El hombre no puede acercarse íntimamente a su dios cuando lleva aún sobre sí las marcas de la vida profana (p. 56).

No obstante, en el mundo actual el reposo se pone en relación directa con el trabajo, como si fuera simplemente el descanso que éste demanda. Así, el reposo ha pasado a ser un derivado del trabajo. La presión por producir y alcanzar mayores rendimientos hace desaparecer el reposo sagrado perpetuando el trabajo. La fiesta, que es propia de la vida religiosa congrega y une a los hombres, en cambio el trabajo, que pertenece a la esfera de lo profano, individualiza y aísla a los hombres. Por tanto, debiéramos aprender a alternar los tiempos sagrados y los tiempos profanos.

En la fiesta la vida se representa a sí misma, sin estar subordinada a una finalidad externa, sin estar dominada por la presión para producir. “En los días festivos los hombres se asimilan a los dioses, (…) hace que los hombres participen de lo divino” (p. 59). Una vida dedicada solo al trabajo y la producción no es una vida propiamente humana. Claro que las fiestas actuales dejan poco espacio para lo sublime; son llenadas con producción de eventos.

La producción y el consumismo acapara el reposo, transformándolo en tiempo libre; es decir, en una mera pausa para hacer un descanso de modo de volver con más énfasis al trabajo. Para muchos el tiempo libre es un tiempo vacío que no aporta al rendimiento que nos demanda el capitalismo. Incluso se ha identificado una enfermedad que se llama “enfermedad del ocio,” cuyo síntoma es que el tiempo libre se considera una especie de tortura. El trabajo asume una forma de desenfreno, la fiesta que congrega es un estorbo. “Por eso la presión para producir conduce a la desintegración de la comunidad” (p. 61).

El dios dinero que promueve el capitalismo también tiene efectos individualizadores y disolventes, pues aumenta mi libertad individual liberándome de mis vínculos personales con los demás. A cambio de un pago hago que otro trabaje para mí, sin establecer ninguna relación personal con él. Lo sagrado, en cambio, “une aquellas cosas y valores que dan vida a una comunidad” (p. 62). La Iglesia es un lugar de congregación, ya que es el lugar “donde se celebran en común rituales religiosos, es decir, donde se presta atención, en compañía de otros, a lo sagrado” (p. 64). En resumen:

En vista de la creciente presión para producir y para aportar rendimiento, es una tarea política hacer un uso distinto de la vida, un uso lúdico. La vida recobra su dimensión lúdica cuando, en lugar de someterse a un objetivo externo, pasa a referirse a sí misma. Hay que recobrar el reposo contemplativo. Si se priva por completo a la vida del elemento contemplativo uno se ahoga en su propio hacer (p. 64).

Juego a vida o muerte

El juego conlleva soberanía, porque el hombre no está sometido a necesidad alguna ni subordinado a un objetivo ni a una utilidad. La presión para producir destruye la soberanía personal como forma de vida; no obstante, ese sometimiento se hace pasar por libertad. En efecto, “el sujeto neoliberal, que se ve forzado a rendir, es un siervo absoluto por cuanto, sin amo, se explota a sí mismo voluntariamente” (p. 65).

Existen dos tipos de juego: el fuerte y el débil. Este último se amolda a la lógica de producción, a la búsqueda de lo útil, y se le considera como un descanso del trabajo. El juego fuerte, en cambio es incompatible con el trabajo y la producción; lo que se pone en juego es la vida misma. Lo sagrado presupone la renuncia a la producción. La sociedad de la producción está dominada por el miedo a la muerte. “Proscribir la muerte expulsándola de la vida es constitutivo de la producción capitalista” (p. 69). El autor llega a glorificar el suicidio soberano, rechazando solo aquel que es producto de una depresión severa.

Hoy vivir no significa otra cosa que producir. Todo se traslada de la esfera del juego a la esfera de la producción. Todos nosotros somos trabajadores, hemos dejado de ser jugadores. El propio juego se degrada a una ocupación del tiempo libre. Solo se tolera el juego débil. (…) La vida se somete al dictado de la salud, la optimización y el rendimiento se asemeja a un sobrevivir (p. 74).

Fin de la historia

La modernidad cada vez más desconfía del juego, el énfasis está en el trabajo. Esto se refleja incluso en la filosofía: Hegel nos presenta la dialéctica del amo y el esclavo. El amo está dispuesto a brillar, a vencer, vive para el honor y la gloria; para ello pone su vida en juego y está dispuesto a morir. El esclavo, por el contrario, por miedo elude la lucha, no quiere vencer sino sobrevivir: no asume el riesgo de morir; por eso, se somete y trabaja como siervo para el amo. Hegel, como buen filósofo de la modernidad, toma partido por el esclavo: considera la existencia humana desde la perspectiva del trabajo.

La misma línea sigue Marx, que mantiene la primacía del trabajo; según él, la historia comienza con el trabajo. Lo propio hace Kojéve al elevar el trabajo a la categoría de motor de la historia: el trabajo forma el espíritu e impulsa la historia, como agente exclusivo de progreso.
Desde la mirada de Kojéve, el final del trabajo significa el final de la historia. Así, el estilo de vida americano, el american way of life, anticiparía el futuro de toda la humanidad. La posthistoria no sería otra cosa que el regreso del hombre a la animalidad: la desaparición del individuo libre e histórico. En términos prácticos, no habría guerras, ni revoluciones, incluso la filosofía sería innecesaria, pues todo sería estático. Solo permanecería aquello que contribuye a la felicidad del hombre: el arte, el amor, el juego débil, etc. Esta visión es posteriormente cambiada al contrastarla con la vida que observó en Japón.

El final de la historia estaría prefigurado en un Japón totalmente determinado por los rituales, radicalmente opuestos al american way of life. “Allí el hombre no lleva una vida animal, sino una vida ritual (…). Japón sería el reino venidero de los rituales” (p. 79). Los japoneses no arriesgan la vida en el combate, sino que la preservan en lo ceremonial; viven en torno a valores totalmente formalizados, que prescinden de todo contenido humano. “Japón apunta a aquella sociedad ritual venidera que se las arregla sin verdad y sin trascendencia, una sociedad totalmente definida por la estética y en la que la bella apariencia ha sustituido a la religión.”

El imperio de los signos

La presión por trabajar y producir nos ha hecho perder la capacidad de jugar. Incluso hemos olvidado el uso lúdico del lenguaje, con el que hoy solo transmitimos informaciones. Por eso apenas leemos poemas, porque allí el lenguaje juega con las palabras. Es una insurrección del lenguaje. Lo poético no produce, sino que se disfruta, pero eso se opone al principio de trabajo.

El lenguaje chispeante (agudo) se entrega al juego, no tiene un significado unívoco, no está preocupado por la producción de significado. Es una construcción lingüística en la que no es tan relevante el sentido, esto es, el significado. El efecto viene del significante (signo) antes que del significado (sentido). Si el signo es totalmente absorbido por el sentido, “entonces el significado pierde todo encanto y esplendor; se vuelve informativo, trabaja en vez de jugar” (p. 83).

Lo misterioso no es el significado, sino el significante sin significado. Los conjuros mágicos son mágicos, precisamente porque no transportan a ningún significado, son una suerte de signos vacíos. Similarmente, los signos rituales carecen de un sentido unívoco, se caracterizan por un exceso de significante; por eso parecen misteriosos. En cambio, del leguaje puramente informativo centrado en el significado no emana ninguna magia; por eso no seduce.

Desde esta perspectiva, Roland Barthes idealiza el ritualismo de Japón que ha desarrollado un acabado ceremonial de los significantes. Por ejemplo, los japoneses empaquetan cualquier insignificancia en una fastuosa envoltura, indicando semióticamente que “el significante (el envoltorio) es más importante que lo que él designa, el significado, en contenido” (p. 85). El paquete japonés no revela nada, pero hace que la mirada se desvíe del contenido a la envoltura.

En la misma línea, el kimono cubre el cuerpo con muchos significantes que se expresan en formas y colores. El cuerpo como portador de significantes se opone radicalmente al cuerpo pornográfico que, despojado de significantes, se muestra sin ningún velo y por eso es obsceno; remite al sexo. Asimismo, la ceremonia del té es un conjunto de gestos rituales que generan una ausencia, un olvido de sí; no se produce ninguna comunicación, el alma enmudece; se genera una comunidad sin comunicación.

En fin, el imperio de los signos carece de significado moral. No está sujeto a una ley, sino a reglas, es decir, a significantes sin significado. Lo que cohesiona a la sociedad no es la virtud ni la conciencia personal, sino la pasión por las reglas. A diferencia de la ley moral que debe internalizarse y asimilarse, las reglas solo se obedecen. La moral presupone una persona que trabaja en su perfeccionamiento y –estima el autor—mientras más avanza en este camino moral, más se incrementa su autoestima. Esta interioridad narcisista es absolutamente ajena en una ética fundada en la cortesía.

La cortesía es pura forma, es un signo, un significante; con ella no se pretende nada. Como forma ritual está vaciada de todo signo moral. De ahí que el capitalismo sea incompatible con la sociedad ritual, porque se basa en la economía del deseo; en cambio, la pasión por las reglas genera una forma distinta de placer. La cortesía como forma ritual “es más arte que moral, se agota en el puro intercambio de gestos rituales” (p. 89).

Desde esta perspectiva, el regalo como significante sin significado es pura intermediación, puro don. “El regalo está solo: nada lo toca, ni la generosidad ni el reconocimiento, el alma no lo contamina”. “Del imperio de los signos se ha erradicado el alma” (p. 90). Esto nos abre a una forma de vida distinta, libre de narcisismo.

Hoy se moraliza a diestra y siniestra y sin parar, pero al mismo tiempo la sociedad se está embruteciendo. Desaparecen los gestos de cortesía. El culto a la autenticidad los desprecia. Los modales pulcros son cada vez más inusuales (p. 90).

Del duelo a la guerra de drones

En las culturas arcaicas la guerra, independientemente de su violencia, tenía un carácter lúdico, se inscribía dentro del juego sagrado, “no solo por la prohibición de ciertas armas, sino también por los acuerdos sobre el tiempo y lugar de la batalla” (p. 91). Usualmente el campo de batalla se delimitaba y se elegía un terreno llano para posibilitar el enfrentamiento entre los bandos en pugna. Existía un ritual de cortesías con el enemigo, similar al de un duelo, en que se reconocían los derechos del adversario, lo que de alguna forma refrenaba la violencia.

El duelo es un singular combate ritual. Previamente se conforma un tribunal de honor que establece y verifica el cumplimiento de las reglas del juego, resguardando rigurosamente la simetría de los duelistas. El duelo es un ritual; no se trata de aniquilar al otro, sino de salvar el honor poniendo la propia vida en juego. Según el código de honor de los caballeros, “no es honroso atacar al enemigo sin ponerse uno mismo en peligro” (p. 93).

Por su parte, Clausewitz, en su tratado De la guerra, considera que ésta no es otra cosa que un combate singular amplificado; es decir, la guerra sería un duelo ritual sujeto a reglas. Desde ya, al decir que la guerra es “política con otros medios” está enfatizando la acción de la política por sobre los “otros medios”, esto es, por sobre la violencia. La guerra no debe destruir el espacio propio de la política, siempre debe dejar abierta la puerta para retomarla sin el empleo de la violencia. La guerra nunca debería convertirse en una matanza sin escrúpulos, lo que lamentablemente ha ocurrido en las guerras modernas.

El enemigo ya no es un adversario que tiene nuestros mismos derechos, sino un criminal al que es preciso eliminar. No existe equiparación jurídica ni moral alguna, la superioridad técnica se transforma en superioridad moral. El arma aérea, al no permitir el enfrentamiento cara a cara, ha generado una actitud mental distinta hacia el enemigo, facilitando su degradación hasta considerarlo un criminal. La asimetría ha llegado al extremo con el empleo de drones.

La guerra de drones elimina por completo la reciprocidad, que es consubstancial a la guerra considerada como combate singular o duelo ritual. Quien ataca no está a la vista, sino escondido tras la pantalla de su computador. La matanza mediante el simple clic del mouse “es una caza de delincuentes que resulta más brutal que la caza de animales salvajes” (p. 97), porque en la cacería se respetan ciertos rituales. Por ejemplo, el animal no puede ser matado mientras duerma, está prohibido dañarle los ojos, etc.

La total asimetría de la guerra de drones hace que incluso el concepto de guerra resulte obsoleto. Cuando el enemigo no tiene posibilidad alguna de lograr una victoria, no se trata de una guerra, sino de la mera aplicación de medidas coercitivas. Desaparece toda posibilidad de un duelo ritual, para convertirse en una caza de delincuentes. Los pilotos de drones trabajan desde sus escritorios matando por turnos, registrando en una tarjeta (scorecard) la cantidad de hombres que han matado durante sus horas de servicio.

Como en cualquier otro trabajo, lo que cuenta es el rendimiento, es decir, la cantidad de muertos. Para ello se han diseñado algoritmos para hacer más eficiente la “producción” de enemigos muertos. Todo se reduce a una cuestión de flujo de datos despersonalizados. La matanza se produce aséptica y maquinalmente, sin combate, sin dramatismo.

Hoy todo se ajusta al modelo de la producción. La guerra que produce la muerte es diametralmente opuesta a la guerra como duelo ritual. La producción y los rituales se excluyen entre sí. La guerra de drones refleja aquella sociedad en la que todo se ha vuelto cuestión de trabajo, de producción, de rendimiento (p. 98).

Del mito al dataísmo

En las culturas arcaicas, además de la guerra, la transmisión del saber también asumía formas lúdicas. Los primeros filósofos cuando intentaban dilucidar el fundamento último de las cosas (arché) y qué es el devenir (physis), los presentaban como enigmas que se resolvían en forma de mitos. Para los griegos la filosofía tenía un carácter de juego y competición. Desde ya, los sofistas discutían mediante un juego de agudezas intentando engañar al adversario con trampas y enredos. Los diálogos de Platón también muestran elementos lúdicos, rasgos teatrales; es él quien introduce el paso del mito a la verdad.

En el mundo occidental el paso del mito a la verdad coincide con el paso del juego al trabajo, “el pensar se va alejando cada vez más de sus orígenes como juego” (p.103). Durante la Ilustración, Kant somete el juego al trabajo, le desconcierta el juego como fin en sí mismo. Por eso dirá que hay que evitar la música, que solo juega con las sensaciones y no se ocupa del pensamiento que produce conocimientos. El juego se somete al trabajo y a la producción.

Kant plantea su famoso “giro copernicano” para explicar cómo podemos conocer por ciertas formas a priori ─previas y anteriores a lo empírico─ inherentes al sujeto que conoce. Es decir, el idealismo kantiano asume que es el hombre, no las cosas del mundo sensible, quien produce conocimiento por sí mismo como instancia formadora y legisladora del saber.

En el mundo contemporáneo estamos enfrentando un nuevo giro antropológico: lo que ahora importa son los datos. Según el giro dataísta, el hombre debe regirse por datos. Ya no es productor de saber, como postulaba Kant, pues ha entregado su soberanía a los datos. El dataísmo ha puesto la lápida al idealismo y humanismo de la Ilustración. Ahora el saber es producido maquinalmente, mediante datos en los que no interviene el sujeto humano.

El dataísmo impone transformar y visibilizar todo en datos e informaciones. La transparencia es la consigna. El hombre ya no es libre, solo lo son los flujos de datos e informaciones que circulan libremente. Es una nueva y “eficaz forma de dominio en la que la comunicación total coincide con la vigilancia total” (p. 106). El dominio que ejerce el dataísmo hace posible, incluso, intervenir en la psique humana y manejarla. El peligro es que esa dominación se hace pasar por libertad.

La seducción de la pornografía

La seducción es un juego que pertenece al orden de lo ritual. El acto sexual, en cambio, es una función que se encuadra en el orden de lo natural. En la seducción “todo se desarrolla en un ‘orden casi litúrgico del desafío y del duelo’. Kierkegaard la compara con la esgrima” (p. 109). En la seducción el poder no es maligno ni opresivo, sino seductor e incluso erótico. “Ejercer poder sobre el otro, en una especie de juego estratégico abierto donde las cosas podrían invertirse, eso no es el mal; eso es parte del amor de la pasión, del placer sexual” (p. 110).

En la intimidad del amor se abandona el ámbito de la seducción. Es el final del juego, porque la intimidad desconfía de las escenificaciones; se pierde lo lúdico. “La fantasía para imaginar al otro es constitutiva de la seducción” (p. 110). De ahí que la pornografía sea absolutamente incompatible con la seducción, pues se ha erradicado al otro por completo; el placer pornográfico es esencialmente narcisista. Su interés es el consumo inmediato del objeto que se ofrece sin velos.

Hemos perdido la capacidad para aprehender el misterio y el enigma. Las ambigüedades o las ambivalencias nos generan un cierto malestar. Así, se tiende a proscribir el chiste por su equivocidad, y apenas leemos poemas pues allí se juega con las imprecisiones. Lo políticamente correcto también demanda ausencia de ambigüedades, pues supone que las cosas deben ser blancas o negras.

Hemos eliminado las ambigüedades incluso en el lenguaje de la seducción y el erotismo. La presión por producir y aportar rendimiento lo abarca todo, también la sexualidad. La pornografía actual lo muestra todo: hasta la eyaculación se produce y exhibe como resultado del rendimiento. El cuerpo de reduce a una máquina sexual. En Occidente, el juego de la seducción se ha ido eliminando en favor de la satisfacción inmediata del deseo sexual. La seducción no se aviene con la producción.

Bajo la presión por producir todo se visibiliza, se desnuda, se expone. La transparencia lo abarca todo. La comunicación se vuelve pornográfica a fuerza de transparencia, cuando queda convertida solo en un intercambio acelerado de informaciones. El lenguaje se hace pornográfico cuando se olvida del juego y solo se limita a transportar informaciones. El cuerpo se vuelve pornográfico cuando solo funciona biológicamente, carente de todo símbolo. “El cuerpo ritualizado, por el contrario, es un fastuoso escenario en el que quedan consignados secretos y divinidades” (p. 114). Los sonidos se vuelven pornográficos cuando su única función es producir pasiones y emociones. Las imágenes se vuelven pornográficas, cuando excitan la mirada como si estuviera ante el sexo.

Con todo, hoy contradictoriamente vivimos una época postsexual. La sobreproducción pornográfica de sexo ha acabado con él. La pornografía ha sido mucho más eficaz que la moral y la represión para destruir la sexualidad y el erotismo. La sobreproducción de pornografía constituye la patología de la sociedad actual. “Lo que enferma no es la carestía, sino la demasía” (p. 115).

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