Revista de Marina
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  • Fecha de publicación: 02/01/2018. Visto 370 veces.
Nunca supe de esta gratísima preferencia hasta que se cruzaron en mi vida dos hechos que me estaban llevando, sin percibirlo, a mi vocación naval. El segundo acontecimiento como resultado del primero, fue el haber aceptado de inmediato y sin dudas la aprobación de mi postulación al servicio odontológico de la Armada. Y ¿Cuál fue el primero? Mi embarco como tripulante de un buque mercante de bandera danesa, el M/S Gerda Dan, en un viaje redondo: Valparaíso - New York – Valparaíso, desde el 4 de enero al 30 de marzo del año 1950.

La historia

Eran mis vacaciones de verano después de haber aprobado con éxito las asignaturas del segundo año en la facultad de Odontología de la Universidad de Chile. Fin de los calores santiaguinos y de la poca acogedora vivencia que proporcionaba mi pensión universitaria de aquellos tiempos. La llamábamos “la corbatita solitaria” por la frecuente presencia en la tradicional sopa nocturna, de un gran fideo en forma de corbata de humita que flotaba pícaramente en ella. Los alimentos complementarios que exige la juventud, no llegaban por vía normal y obligaban a lo extra. En esa época, no existían los supermercados ni las comida rápidas. La necesidad obligaba a alimentarse en la clandestinidad. Así la acondicionábamos tres compañeros que compartíamos el mismo dormitorio, por supuesto a espalda de la dueña de la pensión, en un viejo anafe eléctrico que era nuestro indispensable aliado. Por otro lado en Valparaíso, antes de ir a la universidad, participaba en un grupo de amigas y amigos de juvenil y sana amistad, que también por obligaciones universitarias, se había disuelto. Me encontré solitario, abandonado y con las ya citadas vacaciones por delante. ¿Qué hacer? Había que recurrir al papá… El mío, gran amigo que lo recuerdo cariñosamente, respondía a un cargo de importancia en una empresa dedicada a la exportación de fruta. Por su quehacer internacional, se relacionaba permanentemente con empresas navieras. Explicada mi situación de universitario solitario por circunstancias ya citadas y con la prudencia del caso, le solicité: ¿Sería posible qué con tus buenas relaciones navieras, me pudieras conseguir un viaje por mar, a donde fuera posible, sin tener reparos en el trabajo que podría ejecutar? No importaba donde ni el porqué, pero era navegando. Desconocía la razón de este súbito interés. A los pocos días me dice, te conseguí un viaje: Valparaíso - New York - Valparaíso, en un buque de bandera danesa, de la Lauritzen: el M/S Gerda Dan, mi querido y siempre recordado buque. Un apretado abrazo de agradecimiento, lo único que podía ofrecerle en esos tiempos por su preocupación y éxito en su gestión. El buque era de 8.000 tons, con tres bodegas a proa y dos a popa y sería la primera cubierta que pisaría en mi vida. La noticia era más que sensacional. Habían transcurrido pocos años del término de la Segunda Guerra Mundial y viajar al extranjero todavía no se normalizaba, menos hacerlo por mar. La dotación del M/S Gerda Dan estaba compuesta por 38 tripulantes, incluyendo al capitán, de distintas nacionalidades: 27 daneses, 1 noruego, 1 polaco, 1 estadounidense y 8 chilenos, incluyendo al autor, que figuraba en el rol de tripulantes como mayordomo y que luego sería modificado por otra especialidad. Mi padre, el gestor de este fabuloso viaje, me advirtió que mi trabajo financiaría el pasaje y comida. Eran las reglas del compromiso. Tenía que presentarme al capitán del buque, Mr. Anders Roesen, un inolvidable día 4 de enero de 1950. Recién había cumplido 21 años y América estaba a mis pies ¿Qué tal? El capitán de pocas palabras pero de caballeroso trato, me preguntó si sabía hacer camas, parte de mi trabajo. El silencio que siguió como respuesta fue elocuente y la cambió por: si prefería trabajar en la máquina del buque. Soy “tuerca” por afición y mi respuesta fue rápidamente afirmativa. Llamó al tercer ingeniero, Henrik Hansen, para que tomara cuenta del nuevo ayudante. De inicio este danés resultó ser un gran compañero. Me llevó al pañol de ropa donde me entregaron dos jeans y seis camisetas; tres T-shirt, tres rebajadas y un par de zapatillas para trabajar en la máquina. Como comprobaría más tarde, una tenida de trabajo y otra de salida. De ahí al camarote que estaba dispuesto para mí, sencillamente sensacional, en cubierta 03, con claraboyas a popa y babor; y muy importante para el futuro del viaje, con aire acondicionado. El camarotero, un chileno Alfredo Zapata, que junto con George Clarke, segundo contramaestre del buque, chileno nacido en EE.UU., fueron el gran apoyo cuando buscaba respuesta a las numerosas dudas que se me presentaron en esta desconocida vivencia marinera. No podría olvidar al resto de la tripulación: los daneses, el polaco, el contramaestre del buque Wolf Halvorsen, único noruego, todos se preocupaban de mi pasar y siempre dispuestos a explicarme de los pormenores de la navegación. No lograban entender que hacía en el buque este estudiante de odontología. Se lo expliqué varias veces y creo que el tema no les preocupaba mayormente. Tal vez, era sólo por natural curiosidad y que por la cual, me apoyaron siempre. Horas después de mi presentación, iniciaba este singular viaje; zarpamos a San Antonio como a las seis de la tarde y nos esperaba el típico viento sur del verano, con el cabeceo correspondiente e incrementado, esta vez por las bodegas vacías. Siendo la primera navegación de mi vida, suponía que este cabeceo era normal. Al otro día me presenté en la cámara de oficiales para el desayuno, como se me había indicado y donde trabajaba mi camarotero Zapata. Me preguntó de inmediato cómo me sentía. Su preocupación fue por si estaba mareado, ya que el buque descargado, se había movido más de la cuenta... Y una feliz noticia, no me mareaba. El desayuno extraordinario, cada uno se lo preparaba a gusto personal, agua, café y leche estaban dispuestos en depósitos calefaccionados. Y además en una mesa próxima, pan, mantequilla, mermeladas e innumerables fiambres al estilo escandinavo. Empezaba el desquite con la corbatita solitaria. Sólo un día en San Antonio y otro en Talcahuano; y zarpamos al Norte, a Tocopilla. El rancho merece el mismo comentario que el desayuno; la entrada self service, en la mesa escandinava más provista que al desayuno, y luego un exitoso plato caliente con un siempre oportuno postre. La comida con el mismo sistema como a las 20.00 hrs. (Desquite varios para la corbatita solitaria). Un tiempo espléndido y lleno de sol nos acompañó por los dos días siguientes, siendo domingo el último. No se trabajaba pero se navegaba igual. En esos trascursos, tanto chilenos como daneses en forma muy simpática, aprovechaban de explicarme los pormenores del navegar. Me instruyeron como saludar con la bandera de Dinamarca que flameaba a popa, cada vez que nos cruzábamos con otro buque mercante. La maniobra era llegar a la carrera hasta nuestra asta, arriando e izando la bandera inmediatamente. El otro buque respondía en igual forma. Y sucedió algo trascendental en Tocopilla. El lunes, día de nuestra recalada, el buque jugaría un partido de fútbol contra la agencia que lo representaba. Al tanto de esta novedad, le manifesté al capitán del equipo que resultó ser el segundo oficial, Harry Mehlsen, que mucho me agradaría verlos jugar. El partido era a las 17.00 horas. Debo agregar sobre el tema que el año que recién terminaba, había sido seleccionado para jugar por la universidad de Chile en un equipo formado solamente por alumnos. La orden era del rector y que fue para reemplazar a los futbolistas profesionales ajenos a la universidad, que en su actuar y resultados en la competencia anual, sólo conseguían desacreditarla. Así, bolsón con zapatos de futbol éramos inseparables. Motivo por lo que lo incluí afortunadamente en mi equipaje. Al presenciar el primer tiempo del encuentro, aprecié que por lo menos la mitad del equipo era de modesto rendimiento como jugadores. Así en el entretiempo, le pregunté a Harry si podía integrarme al equipo en el segundo tiempo. Me preguntó si tenía elementos deportivos, mi respuesta fue afirmativa. Y me vestí con uniforme de futbolista europeo que todavía no se conocía en Chile. Mi desempeño, una maravilla; nada comparado conmigo. Después del encuentro futbolístico en Tocopilla, logré avanzar violentamente del anonimato a ser “Eddie”, el astro del fútbol del M/S Gerda Dan. Ganamos por goleada. Este simpático acontecimiento tuvo consecuencias posteriores. Después de recalar al regreso en Valparaíso, el buque efectuaría otro viaje similar al Norte para finalizarlo en Philadelphia, donde irían a dique por un par de meses. Allí, ya estaba programada la participación del Gerda Dan en un campeonato internacional de fútbol con buques de otras banderas. Así Eddie no podría estar ausente, no sólo en ese campeonato, sino que en los encuentros que realizaríamos en las recaladas a lo largo de Sudamérica. Para prepararnos ya estábamos realizando actividades de este tipo en alguna bodega desocupada. Fueron estas poderosas razones por la que me ofrecieron navegar y contratarme en la línea por dos años hasta dominar el danés, para luego becarme y estudiar Ingeniería Naval en sus propios institutos que tenían en Esberg, su Puerto Base. Pero, había que continuar navegando más al Norte, al Perú. Mientras tanto cumplía importantes labores en la máquina del buque. Eramos cuatro tripulantes para su mantención, dos chilenos, Guillermo Ortega, el que escribe y dos simpáticos daneses, Holger Petersen, excelente compañero y muy trabajador, que cumplía en igual forma, aún con un ropero instalado en su cabeza, como resultado del carrete en que había participado en la última recalada. El otro danés, Cristen Albek, flaco y espigado compañero y bueno para la chacota. En puerto como en la mar iniciábamos las actividades a las 08.00 hrs., barriendo, limpiando y revisando todo y como nos decía a veces el cuarto ingeniero, Johannes Ebsen, del que dependíamos; ahora por tres días “guerra al óxido”, significando que donde se pudiera apreciar alguna irregularidad en la pintura había que raspar lo dañado, lijar, limpiar y repintar; además pulir los bronces de las señales e instrucciones propias de la máquina, junto con ayudar a los ingenieros cuando lo solicitaban. En esa forma la máquina del buque siempre estaba impecable y que, en el avance al Norte como era lógico, su temperatura ambiental aumentaba verticalmente. El horario de trabajo era de las 08.00 hrs. a las 10.00 hrs.; entre las 10.00 y 10.30 hrs. coffee break, donde nos esperaba jugos, café y fiambres de la famosa mesa escandinava que había sido reacondicionada después del desayuno. Así nos preparábamos excelentes sándwich a nuestro gusto, es decir, seguir sufriendo. El primer puerto peruano que tocamos fue Mollendo en una corta estadía, de ahí a El Callao y la gran sorpresa; en cuanto amarramos, apareció en la máquina un señor con un impecable buzo blanco y guantes de trabajo, acompañado del capitán. Se adelantó a saludarme y preguntarme si me acostumbraba a bordo. Hablaba bastante español, conocía a mi Padre en Valparaíso y estaba en conocimiento de mi situación como chileno y estudiante de odontología. Se despidió muy amablemente encargándome saludos para él y me manifestó su satisfacción por mi sincera expresión que no sólo estaba acostumbrado, sino que me realizaba en la grata condición de marino. Lo expuesto fue refrendado por el capitán, deduciendo a que sólo unos pocos días atrás, le había manifestado a Harry, el capitán del equipo de fútbol del buque, de estar en conocimiento de mi interés y participación deportiva con la tripulación a su mando. No dejo de recordar, pese a los años transcurridos, al personaje de buzo blanco que irrumpió una mañana en nuestra máquina con singular sencillez y caballerosidad. Era nada menos que Ivar Lauritzen, que con sus hermanos Knud y Anna, constituían la empresa dueña de la inmensa flota “J/L”, estimada hoy en unos 400 buques de todos tipos. A Chile en ese entonces, llegaban tres gemelos, el Paula Dan, el Marna Dan y nuestro Gerda Dan. Supe entonces que llevaban los nombre de sus hijas. Él, un gran caballero. Me esperaba otra gran sorpresa en El Callao, la visita de Alberto Almeyda, de nacionalidad peruana, amigo y colega de trabajo de mi Padre, a cargo de la empresa frutera en Lima. Yo había tenido la suerte de conocerlo personalmente en Valparaíso. Mi Padre le había comunicado de mis aventuras marineras. Me fue a buscar a bordo para invitarme a almorzar y mostrarme la ciudad de Lima. En el camino detuvo su automóvil en la playa de Chorrillos, y el ciudadano peruano tuvo la hidalguía de expresarme: “aquí Uds. los chilenos nos ganaron la guerra y ocuparon Lima,” y lo sellamos con un fraterno abrazo. No puedo olvidar este hermoso gesto, estaba pisando arenas de tanto heroísmo y significado para nosotros; se me vinieron a mi memoria las acciones del almirante Lynch, del general Baquedano, el heroico sacrificio del comandante José Tomás Yávar, muerto en el combate; y de nuestro Arturo Prat, que entregando su vida en acción heroica, abrió el camino para que las posteriores y acertadas maniobras del almirante Riveros y comandante Latorre dejaran libre el mar para llegar hasta esas latitudes. En silencio evoqué el recuerdo lleno de admiración y gratitud para los miles de compatriotas que murieron en el mismísimo escenario que contemplaba. Lo relatado ya justificaba el viaje en demasía. Del Callao navegamos a Salaverry y luego a Pimental, puertos sólo de pasada. En seguida Guayaquil; sorteamos Isla Puná y entramos al río Guayas, teniendo a la distancia el puerto de Guayaquil. El calor era violento y para que decir como lo era en la máquina. Estuvimos todo el día, mientras los mosquitos tomaban cuenta de nuestra pobre humanidad. Pude apreciar entonces, las bondades del aire acondicionado de mi camarote. De amanecida zarpe y a la máquina. El calor me estaba esperando. Como a las 10.00 hrs. de la mañana un golpe y un sacudón. Rápidamente a cubierta; a proa árboles y el buque atravesado en medio del río Guayas, es decir varados. Dando atrás a toda fuerza salimos del problema después de varios intentos. El próximo puerto Buenaventura y el calor siempre a nuestro lado, algo disminuía al salir a mar abierto. Para seguir navegando, había que solicitar permiso al Rey Neptuno. Me notificaron que antes del coffee break del día siguiente, debía presentarme, entre las bodega 4 y 5, es decir, a popa. No hice más que asomarme a ese sitio, cuando en medio de gritos y aplausos, creo que con toda la tripulación presente, me enfrenté a un diluvio que nacía por todos los costados; a una orden de uno de los iniciados cesó el agua. Portaba una corona en la cabeza y un improvisado tridente en su mano; me ordenó arrodillarme y jurarle fidelidad. Nuevos aplausos y potentes gritos, brindis con cerveza y nuevas mojadas; abrazos de todos mis hermanos de la cofradía de Neptuno. Había cruzado por primera vez la Línea del Ecuador. De ahí cambiarse ropa y al coffe break. El capitán, que por supuesto no estaba en la ceremonia, me llamó a su gabinete cerca del medio día, y en presencia de varios oficiales, me entregó el diploma que sellaba mi compromiso con Neptuno. Y esta vez el brindis fue con champagne. Nuevos aplausos y abrazos, recuerdos imborrables. Recalamos de amanecida en Buenaventura; en el puerto y a la gira por lo menos 15 buques esperando muelle, nosotros nos sumamos a ellos. Aprovechamos la estadía de espera para efectuar maniobras de abandono de buque, arriando los botes salvavidas y dando hermosos viajes por la bahía en prueba de sus motores. Y en la máquina, ya que estaba de para, se abrió el motor de babor efectuando un prolijo recorrido en sus gigantescos cilindros. No es necesario describir las novedades y el asombro de ésta como otras operaciones que se efectuaron. El inmenso e incansable calor no fue precisamente la novedad y no alteró de manera alguna el interés por la maniobras. Pese a las condiciones climáticas, jugamos dos partidos de fútbol, uno cuando estábamos a la gira y otro atracados al muelle. No recuerdo los resultados, pero ya las prácticas en las bodegas de proa durante la navegación, habían producido algún efecto. Afortunadamente mi fama de excelente futbolista no declinaba. Para bajar francos y estando a la gira, sencillamente arriábamos uno de los botes salvavidas para trasladarnos al muelle de pasajeros. Nos esperaba un puerto y un barrio que invitaba galantemente al carrete. El que habla, Eddie, era el intérprete de los grupos que formábamos. No tenía dinero para distraerlo ya que mi Padre me había dado US$ 300 para el viaje y además, para comprar instrumental en USA, que eran y son de de excelente calidad, tanto que todavía los uso después de tantos años. Así que “forti” al carrete. En Buenaventura estuvimos siete días esperando muelle y tres días cargando café y cacao. Este último en la bodega 4, que estaba a popa de mi camarote. Me enseñaron a cerrar la escotilla colocando las tapas metálicas y el encerado que se acuñaba a unos topes y luego sus tirantes se amarraban en cornamusas dispuestas en el borde de su escotilla. Según supe y lo comprobé personalmente, que el calor fermenta el cacao con fuerza tal, que levantaba el encerado. Durante la navegación al Norte, lo aprovechábamos en reposar sobre él, contemplando de noche el estrellado cielo, acompañado de una helada bebida y contando vivencias, especialmente las vividas en Buenaventura. Hasta que algún chubasco suspendía el relax. Ahora a navegar hacia la unión entre el océano Pacífico y el mar Caribe, el Canal de Panamá; un tremendo monumento a la capacidad humana. El 4° Ingeniero del que dependía diariamente, me comunicó que el capitán me autorizaba a quedarme en cubierta para que admirara la pasada por el canal. Destaco este hecho, que lo recuerdo con gran aprecio, para seguir proyectándolo a través de los años, de como era el trato que se me otorgaba a bordo. Lo mismo sucedió a la recalada a New York. El solo pensar que mi buque de 8.000 ton. sería izado a 26 m de altura para navegar el lago Gatún como parte de la travesía, era una lógica ficción. De amanecida fondeamos a la gira en el Golfo de Panamá esperando el turno para iniciar la jornada. Afortunadamente fuimos uno de los primeros en iniciar la aproximación; la esclusa Miraflores fue la primera con el trabajo de cierre y llenado a un nivel superior, para ser remolcado por las “mulitas”. De ahí a la segunda que ya estaba al mismo nivel de elevación. Así nuestro querido Gerda Dan, iba encaramándose hacia el lago Gatún. El ejercicio se repitió, pero sólo una vez en la esclusa Pedro Miguel, lo que permitió después de salir, navegar por canales hasta hacerlo en el mismo lago Gatún. Ya el buque estaba a la altura de los 26 m y la fantasía se había cumplido. Increíble, pero ahora había que bajarlos para entrar al Caribe. Se efectuaba en igual forma pero al revés, en sólo tres esclusas, de nombre Gatún, y llegamos al Caribe. Tanto en su aproximación al lago como en la salida, navegamos por canales muy semejantes a los de nuestro Sur, con la diferencia que el calor era violento. Miles de hombres murieron allá, entre los años 1904, en que se iniciaron en forma definitiva los trabajos de apertura del canal, y el 15 de agosto de 1914, en que lo cruzó un primer buque. Especialmente crítico, fue el trabajo realizado para abrir el cruce o paso de la culebra a causa del calor, enfermedades tropicales como fiebre amarilla, malaria o por reptiles, animales o insectos. Los medios científicos y técnico-mecánicos no eran precisamente los actuales y lo que fue necesario dinamitar y extraer, se realizó en tierras muy hostiles y aplicando casi directamente la fuerza humana. Y este fue el canal de Panamá que acababa de cruzar. Repito lo ya dicho, un monumento a la capacidad humana. En el Caribe pasamos a la cuadra de Cuba y de ahí a Jacksonville un lindo y ordenado puerto del Estado de Florida. En esa época, así como en todo EE.UU., recién se reponían de la desastrosa Segunda Guerra Mundial. Y de nuevo en la mar con una excelente navegación y presencia de delfines y peces voladores que nos acompañaron en algunas oportunidades. Por otro lado, ya el terrible calor estaba pasando. Y precisamente una noche el frío me despertó, y según me explicaron mis amigos marinos, navegábamos a la cuadra del cabo Hatteras, recibiendo los frescos vientos del polo Norte. El cambio fue brusco, pero característico de los primeros días de febrero. Había que abrigarse y ahora nuestra querida máquina era un cálido hogar. Al avanzar más al norte y después de un par de días, aparecieron perfilándose los rascacielos del sur de Manhattan y de pronto por babor, nada menos que la estatua de la Libertad, tantas veces vista en fotos y películas, pero ahora en directo. Ya estábamos en New York, en la Gran Manzana. Nos amarramos a un muelle de Brooklyn, ligeramente al Sur del famoso puente y a corta distancia de otro sitio, que 7 años después me encontraría en la misma situación a bordo del CL Capitán Prat, en el Brooklyn Navy Yard, esa vez casi bajo el mismísimo puente. Todos estos acontecimientos acarrearían más tarde gratísimos recuerdos; antes como engrasador del M/S Gerda Dan y ahora como oficial de la Armada de Chile, con el grado de teniente 1° SD. Y era para meditar, tuve la suerte de navegar efectuando el mismo recorrido en buques totalmente diferentes, con tareas y responsabilidades distintas, pero con comunes vivencias enriquecedoras. Concluía que el ámbito naval es el mismo, independiente de la bandera que flamee a popa. Permanentemente existe una sana y alegre camaradería, y cuando hay que festejar un evento notable, se incrementa en torno a las celebraciones. Pero en situaciones de emergencia que de pronto emergen, aparece una fundamentada y muy responsable seriedad, en especial cuando nuestro querido y azul océano se torna violento, y es el magnetismo irrenunciable que atrae el mar y el desafío de navegarlo. Con tanto recordar y contar, olvidaba el hecho que mi zarpe de Valparaíso no fue fácil, la Gobernación Marítima objetaba mi viaje, ya que estaba llamado al servicio militar, y si no me presentaba oportunamente quedaría como remiso. No recuerdo con quien hablé y le expuse mi caso, perdería la oportunidad de mi vida. Después de muchas consultas y trámites, llegamos a un acuerdo de caballeros, llegando a New York debería presentarme al cónsul de Chile, quien certificaría mi condición de marino en el M/S Gerda Dan y de estudiante de odontología. En cuanto pude, viajé a Manhattan donde estaba el consulado, exponiendo mi problema al cónsul, que comprendiendo mi situación, certificó de mis actividades a bordo como engrasador en la maquina del buque. Retornando a Chile, volvería a la universidad. Ya que regresaba a Valparaíso a bordo, me expuso que tal vez, podría solucionar un problema que le preocupaba, como era el enviarle al comandante del Regimiento Maipo, su amigo, un repuesto para su refrigerador que en Chile no existía. Me adelantó que me lo haría llegar oportunamente al buque y que arribando a Valparaíso mandarían a retirarlo. Al oficial del regimiento Maipo que fue a retirar lo recomendado, le expuse mi problema con el servicio militar, y él constató personalmente que mi viaje no había sido de turismo, sino de unas vacaciones trabajadas y muy bien aprovechadas. Su intervención fue muy eficiente ya que a los pocos días, mi libreta del servicio militar estaba totalmente ordenada y en mi poder. Antes de partir de Valparaíso, me encontré con un compañero del colegio, Enzo Bosco, estudiante de ingeniería en Phildelphia. Quedamos de encontrarnos en New York y por su cuenta averiguaría la fecha y donde nos amarraríamos. Ahí estaba esperándome, disponía de dos días de vacaciones. Solicité permiso para permanecer en New York, mientras el buque iba a Boston y regresaba a New York; a su regreso el buque permanecería un par de días cargando e iniciaría el regreso casi directamente a Valparaíso. Con mi compañero Enzo, visitamos los lugares más característicos de New York, alojando en la YMCA; incluso nos dio el tiempo para asistir a un espectáculo musical en el radio city music hall. Nunca me imaginé, en ese entonces, que años después, los repasaría cuando formé parte de la dotación del CL Capitán Prat, en situación ya relatada. No puedo dejar de recordar las recomendaciones que me dieron para regresar oportunamente al buque, ya que repito, la vuelta sería casi directa a Valparaíso. Me dieron todo anotado, muelle, fecha y hora del zarpe y, por supuesto, yo con bastante anticipación estaba instalado a bordo. Que gran tranquilidad y satisfacción el reencontrarme con el nombre Gerda Dan pintado en blanco en su gran casco negro. Con la arboladura de sus cinco bodegas, su superestructura pintada de amarillo pastel y su chimenea de color negro y rojo, con una franja y J/L en blanco. Y efectivamente, la vuelta fue casi directa de New York al canal de Panamá, que esta vez lo posamos de noche, lo que no fue obstáculo para que permaneciera en cubierta viendo esta maravilla ahora iluminada. De ahí directo a El Callao. Lo que si hubo un cambio; en la navegación de regreso trabajaría con el ingeniero electricista. Su nombre John Eigil Andersen, de nacionalidad danesa, un gran compañero y quien solicitó mi cambio de actividad para tener la oportunidad de conocer otros aspectos de la ingeniería naval. Otra novedad, fue que mi amigo John había nacido en Groenlandia, esa inmensa isla de territorio danés. Su físico con algún rasgo de esquimal, pero rubio y de ojos azules. Con este singular compañero manteníamos los motores, tanto para los cabrestantes y winches, de las bodegas y en general motores y aparatos eléctricos necesarios para la operatividad del buque. Todas estas actividades resultaron muy novedosas y así recorrí casi todo el buque. En El Callao me dieron una fraterna despedida, que comenzó en el buque a la hora de la cena y que terminó en tierra muy animadamente. La próxima recalada fue Antofagasta, bajé a reparar la pelota de fútbol, deteriorada en las “pichangas” que jugábamos en alguna bodega del buque. (El término pichanga ya se había incluido en el vocabulario danés). Próximo al arribo a Valparaíso, el capitán me llamó a su gabinete para entregarme el informe de mi desempeño a bordo. Grande fue mi sorpresa y motivo de gran orgullo, cuando me expresa que fui ascendido de marinero engrasador a Maskinassistent – Junior Engineer, mi primer título naval. De ahí a casa en Valparaíso y fin de las vacaciones; era el 30 de marzo, y sin darme cuenta habían transcurrido tres meses. De vuelta a estudiar y soportar de nuevo a mi recordada corbatita solitaria. Mi Padre me esperaba en el muelle y, por supuesto, le agradecí repetidas veces las fantásticas y enriquecedoras vacaciones que me había proporcionado. A bordo tuve oportunidad de presentarle a mis amigos chilenos, daneses y a los solitarios polaco y noruego; mi Padre hablaba muy bien Inglés así todo se facilitó. Nos despedimos del capitán Roesen, agradeciéndole todas las atenciones y gestos de hospitalidad que tuvo conmigo, se refirió muy amablemente de mi permanencia a bordo, esperando tenerme de nuevo en sus cubiertas. Con mi Padre, nos pusimos de acuerdo y determinamos invitar a mis amigos a unas onces familiares en nuestra casa. Formamos un grupo de seis oficiales y dos guardiamarinas disponible en el buque para esa tarde. Estos Gamas efectuaban su práctica de embarcados, determinado por el Instituto Naval que posee la línea Lauritzen en Esberg, su puerto base en Dinamarca. Les expliqué en que consistían las onces familiares. Cuando llegaron, me costó identificarlos, porque asistieron al convite correctamente vestidos de cuello y corbata y muy diferente a lo que se acostumbraba en los puertos que recalábamos. En esa reunión familiar, comentaron con mi Padre de la invitación que me habían ofrecido a bordo mientras navegábamos, agradeciéndoles les contestó que ya habíamos tratado el tema y que me había aconsejado terminar mis estudios para cirujano dentista, y después ya veríamos. Ahí terminaron definitivamente mis vacaciones y la primera navegación de mi vida. Fue gratísimo y enriquecedor navegar y conocer otros países, y muy especialmente tratar con gente amable, trabajadora y gentil, como me lo demostraron los 37 tripulantes del recordado M/S Gerda Dan. Navegué de nuevo y por 4 años, como requisito para ascender en el escalafón de Sanidad Dental. Los realicé en los dos cruceros de nuestra Escuadra Nacional. Aproveché mi anterior experiencia, disfrutando nuevamente del agrado de estar en la cubierta de un buque. El sistema era diferente; ahora tenía la responsabilidad clínica-odontológica para la dotación de mi buque y de otros componentes de la Escuadra. No por eso dejé de participar con mucho entusiasmo e interés, en otras actividades de a bordo. Creo sinceramente que no se me escapó ninguna, maniobra de fondeo en el castillo, ronza de seguridad en la torre 4, oficial C.I.C. (complementario guardia colorada), anotador de ejercicio de inclinación y control en calculador de 6” de proa. Vale señalar también que se podía reparar urgencias de instrumental operativo con material usados clínicamente. Así quedó consignado y llamó la atención cuando llegamos en el CL Prat al Brooklyn Navy Yard, en la inspección de arribo, de como el oficial de cargo Dental podía solucionar averías en algún elemento del sistema operacional. En el CL O’Higgins, navegando frente a la costa occidental de Chiloé, logramos solucionar una falla en una de las bombas de lubricación de un descanso del eje de babor. Armamos un aparejo del que se suspendió un depósito de aceite que goteaba este elemento, con un diseño apropiado para evitar la falta de aporte del lubricante en los balances y cabeceos. Eran perforaciones efectuadas con fresas de distintos calibres de uso clínico de alta velocidad. Así, pudimos llegar a Talcahuano. En fin, lo anterior y mucho más en realizaciones guiadas, ejecutadas e inspiradas por una sincera vocación naval.

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