Revista de Marina
Última edición
Última edición
  • Fecha de publicación: 27/08/2019. Visto 1421 veces.
Era el mes de diciembre, la navegación por el Estrecho de Magallanes estaba excepcionalmente tranquila en esa mañana de día jueves. Hacía un frío tremendo, pero estaba soleado con esa luminosidad típica austral que hace doler los ojos, lo que sumado a la extraordinaria visibilidad hacia el Este y al nulo viento, advertía inequívocamente al navegante la aproximación de un frente de mal tiempo. Pero ya habría tiempo para preocuparse de eso, lo relevante en ese momento era disfrutar del presente, de ese regalo de la naturaleza; así como el instante mágico del crepúsculo cuando las nubes bajas se tiñen de color rojo, anaranjado y amarillo, en que sabemos que el mal tiempo se avecina, pero nada impide capturar la sensación y llevarla al recuerdo profundo.
  • Mi comandante, estamos a tres horas de recalar a Punta Arenas y el mar está calmito. ¿Puedo interrumpirlo un momento? —dijo el segundo comandante, el que había subido al puente de mando con inusitada prisa, mientras el mayordomo comenzaba a preparar un par de café cerca de la mesa de cartas, ante la vista inquisidora del oficial navegante que alineaba de manera enfermiza sus lápices grafitos con las gomas de borrar, como si se tratase de una escuadra lista para iniciar el desfile en su honor, muy propio del estilo ordenado, meticuloso y casi obsesivo de la especialidad.
  • Por supuesto, usted dirá XO —respondí de inmediato, sospechando que algo me pediría.
  • Todo bajo control mi comandante, pero solo para estar seguro y contar con su visto bueno… El condestable mandó a hacer los cuadros para el personal que se va transbordado y… ya están a bordo listos para ser entregados cuando recalemos a Parenas —dijo el teniente, usando su muletilla de todo bajo control, infiriendo que algún detalle se le había escapado al oficial.
  • Remo segundo, ¿hay algún problema? — pregunté solapadamente para no herir el grado temporal, imperfecto y parcial de control del mar del XO.
  • Bueno… sucede que a los cuadros ya no podrá escribirles la dedicatoria, porque están sellados por atrás —respondió el segundo comandante despacio y con la mirada baja como buscando hormigas australes en el piso de prorreco.
  • Segundo, no se complique tanto. Usted sabe que lo perfecto es enemigo de lo bueno, así es que le colocamos una bonita placa al cuadro y listoco. Esto igualmente tiene un gran valor —agregué súbitamente como respuesta preplaneada.
  • ¡Uff, qué bueno! No son muchos los recordatorios… pero tiene razón mi comandante: le pegamos al vidrio una placa de plástico con el nombre del transbordado y… asunto resuelto.
  • ¡No segundo, no he dicho eso! ¡De plástico no y hay que colocar una buena leyenda! Con el tiempo y con el sol la inscripción se borra, o la placa se quema y se quiebra —exclamé con cierto tono que asustó al personal del puente.
El mayordomo abrió sus rasgados ojos chilotes, mientras que otros, los aprovechadores de la tercera escuadra, asintieron y esbozaron, obviamente, una aprovechadora sonrisa.
  • Pero mi comandante, yo creo que da lo mismo, si al final, es una placa con el puro nombre y nada más —insistía el segundo.
Ante la respuesta honesta y simple del teniente, estimé necesario argumentar mi postura como una oportunidad para narrar un relato que sirviera de reflexión a todos los presentes.
  • Mire XO, yo estoy convencido de que no es lo mismo, por eso me gustaría contarle tres historias para comprender por qué la placa de bronce es importante, no para uno, sino por el mensaje de valor que entrega por mucho tiempo para el resto de las personas.
  • ¿Mensaje de valor por mucho tiempo y para el resto? ¿Cómo es eso mi comandante? —respondió el teniente y, en seguida, irrumpió el mayordomo que de cariño le decían brujito Caripán, porque era oriundo de Quicaví y su padre, según contaba el mismo especialista, había sido brujo arrepentío.
  • ¿Mi comandante, segundo, un café? Porque yo creo que esto tiene para rato. Digo yo.
  • Gracias cabo Caripán. Para mí, uno grande, solo, sin azúcar o endulzante —contesté rápido.
  • Brujito, para mí… cortadito simple, por favor —agregó el segundo.
  • A su orden, ¡salen dos café raquelados para marinería, tamaño estándar, tipo drill! — respondió feliz el mayordomo en su jerga que sólo se puede comprender desde la lógica de vida del personal embarcado.
Y fue así que comencé, narrando el episodio del pañol de velas del centro de abastecimiento.

La placa de bronce del pañol de velas

… En una oportunidad, a mediados de los ‘80, fui al centro de abastecimiento a comprar ropa. Yo era un gallardo e inexperto subteniente (muy cliché, lo conté así, pero de gallardo no tenía mucho, más bien tenía algo de pelo largo, algunos kilos de más y a veces me sentía como maleta naval aunque sí me creía aquaman), pero lleno de espíritu, pasión y hambre por conocer la marina de verdad: sus códigos, la jerga marinera, la comunicación con la gente de mar, en fin, todo lo que me permitiese comprender un poco más el mundo de la profesión naval para ser competente en él, sobre todo si se es oficial. Durante la búsqueda del pañol de ropa me perdí (obvio, era subteniente), ingresando a un pasillo húmedo y oscuro —la única ampolleta que tenía ese espacio estaba quemada y ubicada paradójicamente frente al pañol de consumo—, que terminaba en un pañol de velas, porque, por fuera de ese recinto, había una inmensa placa de bronce atornillada y, a su vez pegada a la muralla con cemento que decía: Pañol de Velas. Entré y me recibió un marino extraño, como sacado de las películas de Alfred Hitchcock o de la Dimensión Desconocida: tenía como 80 años, lunares grandes en la cara, orejas gigantes y cejas muy peludas, usaba una tenida azul pizarra como los cabos y marineros, unas antiguas polainas blancas —algo que solo había visto en películas de guerra o en los libros antiguos de OP como cadete en la Escuela Naval cuando iba a capear a la biblioteca para conversar con la encargada—, y, además, crema en sus manos, pues, al parecer, padecía de artrosis, tal vez de tanto dar vueltas el tambor de la ruidosa y enorme impresora del pañol en la difícil tarea de cotejar el material físico con el ícono del control administrativo de la época —y que, por cierto, en la actualidad sería considerado como de culto o patrimonio de algo—, el famoso código Agujilla. Pero en fin, el hombre que parecía que jamás había salido en su vida del pañol de velas, me indicó que debía regresar al patio central y doblar a la derecha hasta alcanzar una reja. Al irme le agradecí, pero, antes, pregunté por qué ese lugar estaba tan escondido y lejos de los usuarios donde realmente se necesitaba, toda vez que, además de las velas de la Esmeralda, el hombre se encargaba de la maniobra de las velas y las lonas institucionales.
  • Mire subteniente, no se preocupe por eso, este pañol siempre será el pañol de velas, porque afuera hay una inmensa placa de bronce que así lo indica y está hecha pieza a la muralla con cemento. Así quiso el jefe que fuera. Se caerá el edificio pero siempre estará aquí mi pañol, ¿entiende mijo? —así me dijo el longevo cabo de mar, como tratando de decir algo que en ese momento no entendí, pero que comprendí después de transcurrir 20 años.
En efecto, el viejo tuvo razón puesto que, después de todo ese tiempo, el pañol de velas seguía funcionando en esa parte, sin perjuicio de las innumerables modificaciones a la infraestructura que había sufrido el centro de abastecimiento. ¿Cuál fue entonces la enseñanza de este episodio? Bueno… después del análisis (sin llegar a la parálisis), me di cuenta de que la triada placa de bronce–leyenda–espacio físico que ocupa tiene una especie de poder especial que actúa sobre las mentes y creencias de las personas, y no lo expreso en un sentido mágico como erróneamente se pudiese interpretar, por el contrario. Me atrevería a decir que activa ciertos procesos mentales como consecuencia de una compleja conceptualización en torno a una placa metálica de material de bronce; idea que, por cierto, ha sido construida e instalada desde la antigüedad hasta nuestros días, que se relaciona con atesorar en el alma de una organización, sociedad o de un país, los patrones culturales, las normas éticas y del honor, los códigos de conducta, los modelos de vida ejemplar y de heroísmo, los valores fundamentales y los aprendizajes del pasado, entre otras cualidades. Una placa de bronce se construye y se coloca junto a algo para generar en el observador un efecto: un respeto por aquello que identifica la placa en su leyenda o por el espacio físico sobre la cual está montada, asimismo, una invitación para lograr un sentido de pertenencia por el recuerdo, la conducta, el hecho histórico, el lugar, el personaje, la norma o el código, y, conforme a esto, cultivar un comportamiento afín al objeto de la placa. En definitiva, desde la placa de bronce fluye una energía especial que perdura por mucho  tiempo, sembrando un mensaje de valor en el observador con la esperanza de que este último actúe de manera coherente con el sentido y contenido del mensaje. En la Armada de Chile tenemos innumerables ejemplos: placas de bronce que identifican a los héroes navales nacionales, emblemáticos lugares aislados habitados que hacen patria, códigos de honor, hitos de batallas y efemérides navales, oficiales que fueron mando en una determinada unidad o repartición, entre tantos otros, con la única finalidad de incentivar y cultivar comportamientos ejemplares en el personal, tal como se ha expresado. Por muchos años, no hubo interés de cambiar la ubicación del pañol de velas en el centro de abastecimiento, dado el sentido de respeto, pertenencia, identidad y de fidelidad que provocaban sobre el personal el texto de la placa y el espacio físico que ocupaba, guiando y, en algunos casos, obligando a las voluntades de las generaciones venideras a mantener ahí mismo el pañol de velas hasta donde ello fuera posible. La autoridad que originalmente puso la placa de bronce lo sabía; necesitaba que la actividad se mantuviera por muchos años en ese lugar y que, además, el personal la reconociera como relevante y la defendiera por sobre otras. Ese fue el verdadero valor agregado: la placa de bronce hizo su pega sobre la racionalidad de la dotación de ese centro. Ante la motivación que observé en los ojos del personal del Puente, sobre todo en el condestable, al que le decían Yoda —porque era, según la dotación, un viejo vinagrón, ajustado, chico, de extrema fealdad como mascarón de proa, pero con la sabiduría que brindan los años de marina—, continué con la segunda historia pero esta vez se relacionaba con la placa de bronce y los recuerdos.

La placa de bronce, los recuerdos y los cuarteles de invierno

… El alto mando ya había sido conformado y difundido, y mi jefe, un almirante, no era parte de éste para el año siguiente. Fue, me parece, durante la tarde de un día miércoles de fines del mes de diciembre. El mayordomo se había tocado llamada desde muy temprano en la oficina del almirante, en tenida de combate, solo para sacar las cosas personales y luego llevarlas al domicilio.
  • Así es esto mi capitán. Toda una vida con el jefe y bueno… ahora le tocó a él —dijo el leal ayudante, cabizbajo y con voz entrecortada, mientras colocaba en muchas cajas los artículos, escudos, cuadros, maquetas, entre otros elementos, que testimoniaban la carrera que había tenido el distinguido oficial.
  • Para allá vamos todos mi suboficial, a los cuarteles de invierno —dije como tratando de dar un sentido de normalidad a todo el quehacer y a los sentimientos del complejo proceso de retiro del personal de la institución.
  • Sí, es verdad, pero yo creo que nadie sabe lo que se sentirá hasta que llega el momento —respondió el mayordomo, resignado, mientras se sacaba la cinta engomada de sus dedos.
  • Sí, tiene razón. Y… ¿usted sabe qué hará el almirante con todos sus escudos y cosas con placa de bronce?
  • No sé mi capitán, solo me indicó que tenía que llevar las cajas a la bodega de la casa nueva, que ahí las iba a guardar porque no tenía otro espacio.
  • ¿¡Qué raro, no!? Y… ¿No tiene ningún rincón marinero? —pregunté, porque me había llamado mucho la atención la aseveración que había hecho el mayor.
  • Mire no sé, pero… ¿por qué no le pregunta usted mismo al jefe? Está que llega porque viene a buscar unos papeles de la casa.
Y fue así que después de unos minutos entró el almirante a la oficina, sin prisa y de buen ánimo.
  • Mi almirante, buenas tardes, ¿le puedo hacer una pregunta personal?
  • Dígame capitán, ¿qué pasa? —Me interrogó en forma seria, pero cordial, como era su estilo. En seguida le pregunté lo mismo que le había solicitado al mayordomo. Al escucharme, me pidió que me sentara y escuchara con atención porque su actuar respondía a una convicción profunda.
  • Mire capitán, todos los artículos que ve tienen una placa de bronce. Esto es algo indisoluble. La placa da identidad al objeto y viceversa, sin ella, el objeto físico no tiene valor y la placa de bronce sin el artículo, tampoco; es como una estampilla sin timbre. Esta fusión nos habla de reconocimientos y de testimonios de vida; nos dice que fuimos capaces de hacer algo importante, que en la carrera tuvimos aciertos y éxitos aun con las dificultades y errores cometidos, que fuimos los primeros y los campeones en algo, aunque fuera pequeño, y que hubo un sacrificio familiar significativo en el logro de las tareas encomendadas, entre otros aspectos. Pero hay que ser justos y nobles; detrás de cada uno de estos recuerdos y testimonios está presente la dotación de oficiales y gente de mar que lo permitieron. El recuerdo y el testimonio, por tanto, no son sólo de uno y para uno, sino, más bien, de otros y para otros. No se le olvide.
  • Le entiendo mi almirante, luego, si voy a colocar algo en el mamparo tiene que ser con una placa y es esperable que sea de bronce. Básicamente, el conjunto placa y artículo que se muestra en la muralla es un recuerdo suyo y del resto.
  • Bien capitán, está entendiendo y eso es lo primero. Pero ahora viene lo más importante — agregó el almirante, empleando un tono intrigante, como comentarista del History Channel.
  • Como dije, el artículo con su placa de broncesimboliza un recuerdo o un testimonio de vida relevante de mi persona y de mis colaboradores, por tal motivo, y escuche bien, es mi deber institucional exhibirlo en la oficina, tal como así lo he hecho en todas aquellas que he ocupado en tierra o en los camarotes de a bordo, donde ello fue posible —enfatizó. Ante esta aseveración, comencé a comprender el motivo que tuvo mi jefe de llevarse los artículos a la bodega de la casa.
  • Mire capitán, los recuerdos y testimonios de su vida tendrán valor si los difunde, con la esperanza de que se transformen en aprendizajes y ejemplos por seguir, que motiven las conductas correctas y deseables, que orienten el actuar moral, operativo y familiar, y, en definitiva, que sean capaces de transmitir un mensaje valioso, para que los marinos sean mejores personas, la Armada una mejor institución o, en último término, la propia vida. Lo mismo ocurre con el objeto y su placa de bronce: transportan un mensaje de valor para el resto, por eso debe exhibirse.
Después de escucharlo atentamente me fui a mi oficina, observé la muralla y, prácticamente, la tenía vacía. Me di cuenta de que la imposibilidad del almirante de colocar sus objetos y recuerdos en alguna pared de su casa no representaba para él un gran problema o implicaba una angustia personal, toda vez que, bajo la lógica de ese oficial, la principal razón de ser de la existencia de esos artículos, aquello que realmente les otorgaba valor, había finalizado. Ciertamente, en su oportunidad, esos elementos con sus placas de bronce transmitieron un mensaje potente de ejemplo y orientación sobre el personal naval, pero, evidentemente, la posibilidad de difundirlo en los cuarteles de invierno sería muy incierta o estaría muy disminuida o limitada. Al menos, ese almirante cumplió con su tarea asumida cuando estuvo en servicio, mostrando rigurosamente en cada una de sus oficinas y camarotes, los recuerdos y testimonios de vida de él y de su gente sobre la cual se debía, como una manera silente e indirecta de educar en el ejemplo y honor de la institución, y creo que lo logró, de lo contrario no estaría contando esta historia. Después de este relato, el personal que ocasionalmente sube al puente no quería retirarse. Al parecer, algunos comenzaron a sentirse identificados con los conceptos tratados. El mismo cuki, que le decían papa negro porque era de tez morena y cabezón, y que, en lo usual, tenía la costumbre de subir como a las 11 de la mañana para saber por dónde estaba navegando, ofreció las empanadas del día jueves para que las arrancháramos en ese lugar. Con el renovado auditorio y ahora cada uno con una empanada de pino en la mano, comencé a contar la última historia, esta vez muy corta, referida a la placa de bronce y su merecimiento.
  • ¿Mi comandante, otro raquelado? —preguntó el brujito Caripán con intriga, porque, al igual que el resto de la concurrencia, quería conocer el final de toda la narración.
  • Conforme, gracias, pero que sea chico, porque estamos a una hora de recalar a Parenas —respondí apresuradamente.

La placa de bronce y su merecimiento

… Hace algún tiempo, cuando fui piloto y secretario en un buque de la Escuadra, tenía dentro de mis obligaciones la tarea de mandar a confeccionar las placas de bronce de los mandos y luego pegarlas en una caña de gobierno al término de la ceremonia de cambio de mando. En una oportunidad, el comandante que entregaba el mando del buque me llamó al camarote y me preguntó si tenía lista el acta, los historiales y el bitácora para la ceremonia. Le contesté que sí salvo que su placa de bronce me la iban a entregar después de un mes.
  • Conforme secretario, no se preocupe por eso. El año pasó muy rápido y me imagino que no hubo mucho tiempo para preparar ese detalle. Para que sepa, tengo sentimientos encontrados con la plaquita —dijo el oficial jefe, como queriendo decir algo especial, muy propio del momento de reflexión profunda que vive un comandante antes de entregar su buque.
  • Mi comandante, al final, es solo un registro de los comandantes que hicieron mando en este buque —respondí al sospechar sus intenciones.
  • No es tan simple secretario… y usted…lo sabe. La placa de bronce efectivamente tendrá grabado mi nombre y el año que estuve ejerciendo el mando. Como usted dijo tan bien: “es un registro”, pero… ¡atento piloto y esto guárdelo en su mochila!, también comunica un mensaje de valor hacia el resto de los oficiales y, particularmente, hacia el comandante que recibe el mando, que dice: Hazlo bien, hazte merecedor del honor de que tu nombre esté grabado en bronce en esta caña de gobierno junto con el resto de los mandos —dijo el comandante, observando el mar por su claraboya y con los ojos que demostraban una profunda emoción.
  • Sí mi comandante, usted tiene razón, así es.
Después de ese día se efectuó la ceremonia de cambio de mando sin novedad, asumiendo un nuevo comandante tal como dicta el ceremonial naval. Al año siguiente, el comandante saliente cumplió transbordo al Bienestar, siendo llamado a retiro a fines de ese mismo año. Después de terminar de narrar las tres historias, los oficiales que estaban en el puente, particularmente los de cubierta, se miraron de reojo y en silencio, pensando, tal vez, en su propio proyecto de vida.
  • Mi comandante, nos ha dejado a todos con una buena tarea para la casa. Efectivamente, la placa de bronce y el objeto, como un todo, tiene el valor de transportar un mensaje importante para los marinos en los términos que usted nos ha explicado. Por eso, daré las instrucciones para que a los cuadros se les pegue una plaquita de bronce con una adecuada leyenda —dijo el segundo comandante, demostrando convicción en sus gestos y palabras.
Y fue así que ese año, a cada uno de los marinos transbordados se les entregó un cuadro del buque con una placa de bronce, cuya leyenda registraba el grado y nombre del servidor, el puesto ocupado y un tenor adecuado en mérito a la labor cumplida a bordo. Asimismo, ese personal de oficiales y gente de mar se comprometió a exhibirlo en algún lugar destacado —y no eran solo palabras de buena crianza— para que pudiese ser observado, pues comprendieron que el objeto con su placa era capaz de entregar un motivador testimonio para el resto, a través de la imagen del cuadro que evocaba el imborrable, único e irrepetible recuerdo de haber servido en esa unidad de combate. Esa fotografía reflejaba los momentos de realización profesional, las actividades en los puertos de despliegue, la alegría que genera la cohesión de la vida de cámara, los beneficios y los logros personales sin perjuicio de sentir ocasionalmente la soledad, el sacrificio y las carencias, y, por último, la capacidad de poder y saber convivir con otros en la mar, mediante la exteriorización de respeto, confianza mutua, cooperación, lealtad, higiene, responsabilidad, compañerismo, valor, y, finalmente, del cumplimiento del deber y de la disciplina, todo ello motivado por un férreo amor patrio. La conclusión de esta elocuente historia representa una moraleja de vida si empleamos la conceptualización de la placa de bronce como metáfora. En efecto, la placa de bronce simboliza la obra y el legado de nuestra vida, y no necesariamente en un tiempo pasado (como un epitafio), muy por el contrario, se refiere a un concepto que se construye de manera permanente y dinámica desde el presente. Cabe preguntarnos, entonces: ¿cuál es mi placa de bronce? ¿La que grabé en el pasado y la que estoy forjando actualmente para el futuro, en mi servicio a bordo, repartición, en mi familia y entorno social?, y, ¿cuál es el mensaje de valor que quiero dejar en el resto? Así tenemos, por ejemplo, que la Armada ha labrado una impronta y continúa haciéndolo día a día, grabando su placa de bronce desde hace 200 años y cuyo mensaje de valor trasciende a la sociedad del país, contribuyendo a la identidad y al alma nacional. Asimismo, hay marinos que han grabado su nombre para el futuro de acuerdo a su extraordinaria labor y ejemplo, dejando una imperecedera placa de bronce y un mensaje valioso para emulación del resto. Sin embargo, hay marinos —de los cuales formo parte— que tal vez no han tenido la genialidad ni las capacidades de los anteriores, pero, no por ello, están imposibilitados de grabar una placa de bronce. Por el contrario, el desafío es también poder forjar su placa de bronce y dejar un mensaje valioso para el resto, tal vez, a partir de las cosas o situaciones simples de la vida profesional y familiar, de la relación con los hijos, de un actuar colmado de nobleza y humildad, de dedicar tiempo para escuchar y saber del alma de los camaradas, de saber perdonar y dar afecto verdadero, de propiciar el buen clima laboral, de brindar una amistad sincera y desinteresada, de cumplir las tareas o los procesos rutinarios de la Marina siempre con valor agregado a lo encomendado y sin esperar nada a cambio, de conducirnos con coherencia entre lo que se piensa, dice y hace con las virtudes y los valores objetivos, y, finalmente, de atesorar cada momento al vivir el día como si fuese el último.

Inicie sesión con su cuenta de suscriptor para comentar.-

Comentarios