Revista de Marina
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  • Fecha de publicación: 02/02/2019. Visto 418 veces.
Es el mediodía de un frío día de mayo de 1988 y suena el teléfono de la guardia del DD Portales. El almirante Douglas Aschcroft, Director de Ingeniería de la Armada desea hablar con el ingeniero de cargo. – Buenos días mi almirante, habla el capitán Nodleman, en que puedo ayudarle. – Buen día capitán, - se escucha del otro lado de la línea - le llamo porque quiero saber si usted tendría algún inconveniente en embarcarse en la Esmeralda. – Almirante, en verdad, ese no es un trasbordo que me motive, especialmente sabiendo que tendría que dejar a mi señora y mis tres hijos por tanto tiempo. Sin embargo, respondiendo específicamente su pregunta, no puedo decirle que tengo algún inconveniente en continuar como ingeniero de cargo también el próximo año, así sea en la Esmeralda. – Estupendo porque el capitán Wulf tiene problemas con el embarazo de su señora... – ¿Perdón mi almirante, parece que no estoy entendiendo bien, usted me está hablando del crucero que comienza en aproximadamente un mes más? De ser así, mi respuesta es exactamente igual, pero aún mucho más enfática que la anterior. – Gracias capitán, le voy a pedir que no le diga de esto a nadie hasta que yo haya hablado con el Comandante en Jefe de la Escuadra y solicite su autorización para hacer el cambio. No alcancé a cortar el llamado cuando ya estaba de pie frente a mi comandante y por primera y única vez en mi carrera, lisa y llanamente, desobedecí la orden de un almirante: – Mi comandante, me acaba de llamar el almirante Aschcroft y me preguntó si... Quiero que sepa que tengo la orden de no decírselo a nadie, pero no quiero que, si le preguntan algo al respecto, lo pillen desprevenido y tenga una buena respuesta. No pasó más de una hora y me encuentro nuevamente frente a mi comandante: – Ingeniero, no me preguntaron nada... te vas a la Esmeralda. Así comienza la historia de un viaje inesperado que cambiaría mi vida para siempre. No había pasado un mes de lo narrado y me encontraba frente a un nuevo desafío, con Carlos Wulf tratando de terminar “con fórceps” los trabajos de unas largas reparaciones al buque que había cambiado parte importante de su maquinaria auxiliar, en algunos casos utilizando prototipos, en otros instalando equipamiento reciclado de otros lugares y que, como generalmente sucede en estas situaciones, no había alcanzado a terminar, ni mucho menos de probar, antes de iniciar la vuelta al mundo. Entre estos avatares y los de preparar toda la logística asociada a un viaje que me alejaría de casa por más de ocho meses, trataba de explicar a mi familia lo que esto significaba y como si fuera poco, paralelamente me recibía de oficial cantinero. Solo quedaba “apechugar.” No fue sino hasta terminada la algarabía del zarpe, ya lejos de mi familia y esos amigos de siempre que me despidieron desde el muelle, mientras reflexionaba en cubierta la tarde de ese día domingo 3 de julio, que pude captar en toda su magnitud el significado de lo que me había pasado y lo relevante de lo que me estaba sucediendo. Mi mujer asumía sola y responsablemente la difícil tarea de cuidar de nuestro hogar con la ausencia de la figura paterna, mientras yo permanecía lejos y por mi lado, yo hacía otro tanto con la difícil tarea de velar por el viaje seguro del 38° crucero de instrucción del BE Esmeralda en una travesía que nos haría circunnavegar la tierra los próximos 238 días. Fue en ese momento, mientras meditaba lo que sucedía, trataba de ordenar mis ideas y observaba la retreta de la banda en cubierta, cuando asumí que algo bueno debía surgir de todo esto y que no podía regresar de la misma forma que como me había ido. Lo sorpresivo de los acontecimientos exigía de algo nuevo que debía suceder en este periodo. Algo que me permitiera decir que este viaje realmente había valido la pena, que había un antes y un después que aportara valor a mi existencia y justificara tanto tiempo lejos de mi hogar. Fue así como, escuchando la música y mirando el horizonte, ya sin vestigios de la tierra que nos vio partir, decidí aprender a tocar un instrumento y me obligué, con perseverancia (y sin temor al ridículo) aprender a tocar saxofón. Un desafío evidente para alguien que, a esas alturas de la vida, tenía muy claro que sus habilidades estaban muy (pero muy) lejos de la música. En esto debo agradecer al cabo músico (cuyo nombre desgraciada y avergonzadamente no logro recordar) quien, con paciencia y mucho esfuerzo, asintió a mi inquietud y me apoyó incansablemente hasta lograr que lo que había sido un sueño utópico y con muy pocas probabilidades de éxito, se convirtiera en realidad. Hoy, pensándolo bien, tengo la idea que él siempre tuvo en su mente que su afanoso, pero musicalmente muy inepto pupilo, claudicaría en su esfuerzo y lo liberaría pronto de este inesperado sacrificio. Fueron muchas horas tocando nota larga en el castillo, de haber aparecido en incontables chistes, artículos y comentarios en el diario editado a bordo y enfrentado a la aguda y perspicaz mirada de quienes debían soportar estas largas y monótonas horas de práctica, que sólo tuvieron justificación cuando terminé tocando con la orquesta en la velada final junto al guardiamarina Espinoza, quien también se sumó a las clases y cumplió el mismo objetivo. Siempre me hablaron que el ingeniero de cargo, junto al dentista y el médico, a bordo, disfrutaban de las bondades de un viaje de placer, sin mayores sobresaltos. Algo malo debí haber hecho antes de zarpar, porque esta vez, durante el viaje tuvimos de todo. Si algo podía fallar… falló!! Amago de incendio en el generador auxiliar, falla de la caldera, problemas con la planta de aire acondicionado. Todos equipos recién instalados. Pero el broche de oro estuvo en dos fallas que nunca olvidaré y cuya experiencia bien vale comentar: orificio al costado a la altura de la sentina de la máquina y luego, la falla en la caja de engranajes. Eran las dos de la mañana y hacía poco habíamos zarpado de Mombasa, Kenia, rumbo a Surabaya, Indonesia. Todo el mundo durmiendo excepto la guardia, hasta que suena el teléfono del camarote del ingeniero de cargo, quien dormía plácidamente. – Mi capitán, habla el ingeniero de guardia. Le informo que el nivel de agua de la sentina no deja de subir y ya hemos utilizado todas las bombas disponibles para bajarlo, sin éxito. No hemos podido detectar de donde viene el agua pero, al parecer, es salada. Ahora vamos a instalar una bomba sumergible portátil para que apoye en el proceso. – Voy para allá, respondí, mientras ya casi me terminaba de vestir. La Esmeralda se hundía paulatina y silenciosamente y todo el mundo dormía sin siquiera sospecharlo. No fue sino después de un par de horas de investigación que pudimos detectar la vía de agua que venía directamente desde el exterior y por supuesto, se ubicaba en uno de los lugares más inaccesibles de la sala de máquinas! No podía ser de otra manera. La ley de Murphy funcionaba a la perfección. Fueron dos horas más de arduo trabajo, mojados hasta los dientes, las que nos demoramos para terminar un apuntalamiento interior con un improvisado sistema que permitió controlar la vía de agua y navegar ¡todo el océano Índico! dependiendo de un tapón de madera y un par de tablas que lo mantenían en su lugar. Recién, después de varios días de navegación y estando en puerto de pintado, pudimos bucear y hacer una reparación desde el exterior, instalando un tapabalazos y un parche con el que navegamos todo el resto del crucero hasta ingresar a dique en Talcahuano, varios meses después. ¡Más de la mitad de nuestro viaje la Esmeralda navegó con un trozo menos de plancha bajo la línea de flotación y sobrevivimos! La falla de la caja de engranajes, muy celebrada por la dotación, que sumó una semana entera a los días que según el programa debíamos permanecer en Singapur, fue otra falla inesperada, a pesar que ya algo habíamos detectado (e informado) que permitía deducir que algo andaba mal en esa parte de la maquinaria. Todo comienza en la maniobra de recalada del buque al puerto ya mencionado. El práctico a bordo con el control del buque, el comandante observando la maniobra, el ingeniero de cargo en el puente, la banda del buque tocando marchas navales que se intercalaban con otros ritmos que tocaba una banda local que nos daba la bienvenida desde tierra y servía de acompañamiento al grupo folclórico y el típico dragón del equipo de baile singapurense, las autoridades en el muelle esperando, la dotación en sus puestos de repetido y el buque acercándose raudo a su lugar de atraque. “Despacio atrás las máquinas,” fue la primera orden del práctico en su maniobra de acercamiento final, seguida, dentro de poco, por un “media fuerza atrás” y sin que pasara mucho tiempo finalizada en un agobiante y algo angustiado “toda fuerza atrás las máquinas.” Entre la segunda y la tercera orden yo ya estaba en la máquina teniendo en frente el dantesco espectáculo de la caja de engranajes con su tapa al rojo cereza, como consecuencia de la alta temperatura. Uf, afortunadamente, aún no se fundía. La banda continuaba tocando, las autoridades saludaban, el dragón danzaba y los guardiamarinas cantaban las marchas navales como si nada pasara mientras pasábamos raudos bajo los cables del teleférico que une la Isla de Singapur con la isla Santosa y los remolcadores tiraban con toda su potencia para evitar que la Esmeralda se estrellara contra el muelle. Mientras tanto en la sala de máquinas, la caja de engranajes sucumbía ante la mirada del personal de guardia y su ingeniero de cargo, previendo que se venían días de mucho trabajo y un análisis detallado de esta tan inesperada como indeseada falla que nos dejaba inutilizados, sin propulsión, en un puerto extranjero y en la mitad de nuestro viaje de instrucción. De ahí a esperar los repuestos que volarían desde Holanda, hacer las coordinaciones con los astilleros locales para que nos apoyaran en las reparaciones y a trabajar día y noche para solucionar la falla y tratar de continuar con el programa del viaje lo más pronto posible. Fueron días de mucho trabajo y de gran experiencia, trabajando codo a codo con los ingenieros singapurenses, comiendo extrañas comidas (aún sigo vivo) sentados al costado de la caja dañada mientras seguíamos adelante con la reparación, hasta que salimos a pruebas en la mar y estuvimos listos para continuar nuestro periplo. Extraordinaria e inesperada experiencia profesional en la antípoda de nuestro continente. Así fue como el comandante, en compensación al esfuerzo que me tuvo varios días sin dormir, premió a su ingeniero con una magnífica noche en un excelente hotel de cinco estrellas, donde dormí a “pata suelta” para recuperar el sueño perdido y disfruté de las delicias de una categoría hotelera que estaba totalmente fuera de cualquier posibilidad económica de este humilde servidor. Así, como la dotación tuvo su recompensa disfrutando las bondades de este atractivo puerto asiático por varios días más que los originalmente programados, yo lo tuve en una noche de descanso y tranquilidad, en uno de los mejores hoteles de la ciudad. La justa recompensa de un excelente comandante y hoy gran amigo, a quien le debo todo mi aprecio, agradecimiento y admiración. Varios puertos y muchas cosas más sucedieron en el viaje, grandes amigos y entrañables experiencias surgieron de esa inesperada travesía que hoy recuerdo con nostalgia y alegría. Un viaje inesperado que me llevó muy lejos a través del mundo a sitios a los cuales, es muy probable, nunca he de volver. Experiencia que, luego de todas las vicisitudes, son pocos quienes tienen oportunidad de vivir y sentir como a mi me tocó hacerlo y que mucho menos imaginé ese mediodía del mes de mayo cuando inesperadamente sonó el teléfono de la guardia. Aún así debo ser honesto, como lo fui esa vez con el almirante a quien no le cumplí la orden (de lo que no me arrepiento) y confesar ante quienes hayan llegado a esta etapa de la lectura, que el estridente y poco amistoso sonido de la cadena saliendo por el escobén de la Esmeralda en el puerto de Valparaíso, esa (ahora si) muy esperada mañana de febrero de 1989, logré vivir y valorar en toda su dimensión, uno de los momentos más maravillosos de mi vida. Habíamos regresado a casa y el inesperado viaje, había terminado.

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