Por MIGUEL ANGEL VERGARA VILLALOBOS
Se presenta una recensión extendida del libro “No cosas”, de Byung-Chul Han, que pone una luz de alerta respecto del progresivo frenesí por la información digital, que nos hace ciegos para apreciar las cosas con las que tratamos día a día y que silenciosamente contribuyen a estabilizar la vida humana.
Acaba de finalizar el breve y profundo libro del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han, “No-cosas, quiebras del mundo de hoy”, Penguin Random House, Uruguay, 2023 (primera edición, 2001) cuando, coincidentemente, leí en La Tercera (9 de enero de 2023) una columna de Pablo Allard sobre el creciente avance del metaverso y la tecnología 5G, que están conformando “una nueva realidad en que los límites entre nuestro mundo físico y digital se están difuminando e integrando”. Esto me hizo pensar en que no sería inoficioso alertar sobre esta inquietante situación. De ahí esta recensión.
El autor del libro en comento, que identificaremos como Han, postula --de la mano de Heidegger-- que gradualmente hemos ido vaciando de sentido a las cosas materiales que podemos ver y tocar, que quedan ocultas bajo una densa capa de información digital. El paroxismo de comunicación e información en que estamos inmersos ha hecho que prácticamente las cosas desaparezcan de nuestra presencia. Todo lo llenamos con una data sin cuerpo. Estamos viviendo en una digitalización que desmaterializa y descorporeiza el mundo, suprimiendo también los recuerdos y desestabilizando la vida humana.
El peligro que plantea Han es triple. Primero, creemos ser más libres aun cuando en los hechos estamos siendo esclavizados. Segundo, la información que recibimos puede ser falsa y distorsionadora de la realidad. Y, tercero, hemos perdido de vista las cosas simples y comunes que nos anclan en el ser.
Por la importancia del tema, aun a riesgo de sobrepasar la extensión propia de una recensión, expondré latamente algunas de las ideas que el autor plantea en las primeras cincuenta páginas de su libro. Finalizo con la ejemplificación de qué son “las cosas queridas”, en base a El Principito, de Saint Exupéry.
De la cosa a la no-cosa
Nuestro mundo, dice Han, está conformado por cosas físicas relativamente duraderas que crean un entorno estable donde habitar. Sin embargo, este orden terreno está siendo gradualmente sustituido por el orden digital. Estamos en un proceso de transición desde las cosas tangibles a las no-cosas intangibles que nos impone la información digitalizada. Nos hemos convertido en infónamos , fetichistas de la información y los datos.
La informatización ha ido convirtiendo las cosas en infónamos que procesan información. Así, el automóvil del futuro dejará de ser “una cosa” para transformarse en una red informativa que interactúa con nosotros. Será un coche deliberante que nos informará sobre su estado y nos exigirá ciertas acciones, so pena de negarse a funcionar si no las cumplimos. Ya no manejamos las cosas que pasivamente están ante nosotros, sino que nos comunicamos con infómatas con los que dialogamos e intercambiamos informaciones. El mundo es ahora una infoesfera, conformado por cosas con las que interactuamos; por ejemplo, refrigeradores que nos indican qué y cuando rellenar, relojes pulsera que controlan nuestro biorritmo, etc., (ejemplos míos).
Esta situación tiene dos caras. Por una parte, nos ayuda a tener más libertad; por la otra nos somete a una creciente vigilancia y control. Google es el ejemplo paradigmático de un mundo controlado por algoritmos que toman decisiones que escapan a nuestro control. Además, la información disponible que puede ser intencionalmente deformativa. Es lo que sucede con las fake news, que a veces son más efectivas que los mismos hechos, solo que no buscan la verdad sino producir un efecto a corto plazo; es decir, la eficacia sustituye a la verdad.
Por otra parte, la data (información) que nos inunda es esencialmente volátil, no ofrecen nada firme, se pierde todo sostén. Lo que estabiliza la vida humana son los rituales y las cosas queridas1, pero eso requiere tiempo, de ahí la importancia de la fidelidad y el compromiso. Esa tan necesaria estabilidad emocional nos la ofrece la contemplación larga y lenta de las cosas materiales. La vorágine de informaciones no nos permite un verdadero saber. Viajamos a todas partes sin adquirir experiencia. Nos comunicamos con muchas personas sin formar una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de data sin conservar recuerdos.
El constante bombardeo de información a que estamos sometidos va conformando una vida sin permanencia ni duración. Incluso la libertad ha ido cambiando su sentido. En la Antigüedad ser libre significaba no ser un esclavo; en la Modernidad se privilegió la autonomía y la libertad pasó a ser la libertad de acción; hoy, la libertad es libertad para elegir qué consumir.
De la posesión a las experiencias.
El autor postula que actualmente experimentar significa consumir información, y que ese consumo ha ido conformando nuestra forma de ser. El hombre moderno está más interesado en experimentar que en poseer, en ser más que en tener, entendiendo que “ser” se refiere a experiencias, y “tener” a cosas. Por tanto, ya no tendría sentido la crítica a la modernidad en cuanto a que está más orientada al tener que al ser. Vivimos en una sociedad centrada en la experiencia y la comunicación, que privilegia el ser al tener. La vieja máxima del “Yo soy tanto más cuanto más tengo”, ha sido reemplazada por “Yo soy tanto más cuanto más experimento”, es decir, cuanta más información consumo.
Este es un cambio de paradigma. Ya no somos capaces de querer nuestras cosas, de vivificarlas y hacerlas nuestras fieles compañeras. No queremos atarnos a las cosas ni a las personas. Los vínculos son inoportunos, porque restan posibilidades a la experiencia; o sea, a nuestra libertad para consumir más información. Incluso cuando adquirimos cosas estamos buscando experiencias, puesto que de aquellas percibimos sobre todo la información que contienen. El contenido estético-cultural asociado al producto es más importante que el producto mismo. Al adquirir cosas compramos y adquirimos emociones.
El nuevo paradigma conlleva cambios drásticos en la vida humana, ya que en el mundo de la información en el que nos desenvolvemos, no rige la posesión de las cosas, ni la creación de vínculos. Lo que ahora importa es el acceso a redes y plataformas. Pero, dado que la continua movilidad de la información dificulta nuestra identificación con las cosas y los lugares, el ser humano se desinteresa de las cosas y, consecuentemente, no se somete a la “moral de las cosas”, que se fundamente en el trabajo y la propiedad. Quiere jugar más que trabajar, experimentar y disfrutar más que poseer.
En la era de las no-cosas no puede haber posesión, puesto que eso exige una relación intensa con las cosas para llegar a crear una cierta intimidad cargada de sentimientos y recuerdos. La historia que se va depositando en las cosas a medida que las usamos las va cargando de un valor sentimental. Eso no ocurre con los bienes de consumo que son desechables e intrusivos, porque vienen ya cargados de ideas preconcebidas y de emociones que se imponen al consumidor.
El libro, por ejemplo, en tanto que es una cosa, se puede poseer. Muestra las marcas materiales que les adhiere una historia. La mano del propietario le da al libro un rostro inconfundible, una fisonomía. Desde ya, el acto de hojear es táctil, lo que es fundamental en la creación de vínculos. Un libro electrónico, en cambio, no es una cosa, sino una información, aunque dispongamos de él no es una posesión, sino un acceso que no admite un vínculo intenso.
Smartphone
El autor aplica lo anterior al teléfono móvil, un aparato manejable y ligero, cuya movilidad nos da una sensación de libertad. Sentimos que tenemos el mundo bajo nuestro control con solo deslizar el dedo en su pantalla. La información que no nos interesa la borramos en un instante y los contenidos que nos gustan los podemos ampliar con los dedos. Pareciera que todo está disponible bajo nuestro dedo índice: podemos pedir comidas y una infinidad de artículos. Cual rey Midas, todo lo que toca mi dedo adquiere la forma de mercancía, lo que refuerza nuestra compulsión por una libertad consumista.
Por otro lado, en la comunicación digital el otro está cada vez menos presente. Nos retiramos a una burbuja que nos blinda frente al otro. Preferimos escribir mensajes de texto, en lugar de llamar y comunicarnos oralmente. Así nos sentimos menos expuestos a la presencia del otro como voz. Por lo mismo, el celular debilita la formación de comunidad.
Su pariente más desarrollado, el smartphone, se diferencia del teléfono móvil convencional en que combina imágenes e información. Su cámara y pantalla permiten convertir el mundo en imagen; y las imágenes digitales transmutan el mundo en información disponible. Nuestra civilización avanza en recrear el mudo a partir de imágenes, es decir, en producir una realidad hiperreal.
Con todo, nuestro entorno se compone de cosas, de objetos físicos, que se me opone y se me resisten. Por el contrario, los objetos digitales no oponen resistencia alguna. El smartphone quita resistencia a la realidad; su tersa superficie nos da la sensación de ausencia de resistencia. Basta un clic o deslizar la yema de un dedo para que todo se haga accesible y disponible. Para Han, esa no-resistencia que nos ofrece el mundo digital, conduce a una pobreza del mundo y de la experiencia.
El smartphone “irrealiza” el mundo, porque percibimos la realidad a través de una pantalla que tenemos siempre a la mano; por eso, cuando extraviamos el smartphone entramos en pánico. La ventana digital diluye la realidad transformándola en información, que podemos manejar. No hay contacto con las cosas, se las priva de su presencia; ya no percibimos los latidos materiales de la realidad.
A diferencia del smartphone, las cosas no nos espían y por eso confiamos en ellas. En cambio, el smartphone, además de un infómata que procesa informaciones, es un eficiente espía que nos vigila y controla permanentemente, aunque ignoramos lo que hay en su interior algorítmico. Creemos que usamos el smartphone, pero es al revés: estamos a merced de ese informante digital, tras cuya suave superficie bullen diferentes actores que nos distraen y nos dirigen. La continua accesibilidad no se diferencia mucho de la servidumbre. El smartphone es un campo de trabajo móvil en el que nos encerramos voluntariamente.
En estrecha asociación con este dispositivo, las plataformas como Google o Facebook se han transformado en los nuevos señores feudales, a los que labramos sus tierras aportándoles valiosos datos que usan en beneficio propio. Nos sentimos libres, pero en los hechos estamos siendo permanentemente explotados, vigilados y controlados. El smartphone es tan smart, que hace invisible su intención de dominio, haciéndonos dependientes y adictos. Es permisivo, no represivo. No nos impone silencio, sino que nos incita a comunicarnos continuamente y a compartir nuestras opiniones, necesidades y deseos. El sujeto sometido ni siquiera es consciente de su sometimiento, pues cree que es libre.
Selfies
En esta parte, el autor realiza un contrapunto entre la fotografía analógica y digital, para enseguida tratar las selfis. Lo hace desde una perspectiva artística privilegiando los efectos de luz y sombra, donde la fotografía analógica ofrece infinitas posibilidades.
La fotografía analógica es una cosa que guardamos cuidadosamente como una cosa muy querida. Su fragilidad la expone al envejecimiento, a la decadencia. Nace y muere como un organismo viviente. Atacada por la humedad, empalidece y envejece hasta desaparecer. También es una suerte de resurrección, porque no se limita a recordar a nuestros muertos, sino que hace posible una experiencia de su presencia devolviéndoles la vida.
En la fotografía analógica se transfieren al papel las radiaciones lumínicas que emite el objeto a través de su negativo; en la cámara obscura la luz renace, transformándose en una cámara clara. Tal fotografía es producto de una misteriosa alquimia en la que interviene un metal noble: la plata, en cuyos gránulos de algún modo se conservan los rayos de luz que emanan del objeto.
En cambio, en la fotografía digital la alquimia deja paso a la matemática, la luz se traduce en data, en relaciones numéricas en las que no hay claros ni obscuros. En el proceso se rompe la relación mágica que conecta el objeto con la fotografía, a través de la luz. Es una mera apariencia, pues no es una emanación sino una eliminación del objeto: no profundiza, no se enamora de él. La misma posibilidad de un posterior procesamiento digital debilita el vínculo con el objeto.
En las fotografías antiguas el rostro humano era lo central; había una suerte de culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o difuntos. La expresión fugaz de un rostro humano le confiere a la fotografía una belleza melancólica que no se puede comparar con nada. Si bien el rostro humano ha vuelto a resurgir en la fotografía en forma de selfis, carece de aura y de belleza melancólica; solo exhibe una narcisista alegría digital.
Las no-cosas han desplazado a las cosas en la fotografía digital, particularmente en la selfi, que es pura información, una perfecta no-cosa. En efecto, las selfis son información que tiene sentido únicamente dentro de la inmediatez de la comunicación digital. Su esencia es la exhibición, mientras más masiva, mejor. Al contrario, la fotografía analógica, en tanto “cosa querida”, se sustrae a la comunicación; se guarda en un álbum o en una caja. Este para sí es esencialmente ajeno a las selfis y fotografías digitales, que deben ser expuestas a la mirada ajena, su destino es compartirlas.
Dado que las selfis son ante todo comunicaciones, tienden a ser chismosas; no pretenden ser testimonio de la persona. De ahí que prevalezcan las poses extremas y estandarizadas; con ellas nos ponemos en escena. El rostro humano pasa a ser una mercancía en busca de un “me gusta”. La selfi anuncia la desaparición de la persona cargada de destino e historia.
Por el contrario, los retratos analógicos suelen ser silenciosos, no reclaman atención; precisamente este silencio les da su fuerza expresiva. Intentan aprehender y comunicar la interioridad de la persona. Por eso, las poses son usualmente discretas y los rostros más bien serios.
Las cosas queridas
En este último pasaje que examinaremos, Han ilustra qué es una cosa querida en base a El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. Hay en ese extraordinario librito una escena en que el pequeño príncipe encuentra un zorro y lo invita a jugar. El zorro le responde que le gustaría, pero no puede jugar con él, porque no lo ha domesticado. El principito le pregunta qué es “domesticar”. El zorro le responde:
“Es algo demasiado olvidado (…). Significa crear lazos (…). Todavía no eres para mí más que un niño parecido a otros cien mil niños. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro parecido a otros cien mil zorros. Pero, si me domésticas, tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mi único en el mundo. Yo seré para ti único en el mundo (…)”.
Lamentablemente, hoy los lazos fuertes con las cosas han perdido importancia. Se privilegian los lazos débiles que ofrece la información digital, porque permiten acelerar el consumo y la comunicación. El capitalismo de la información ha contribuido a destruir sistemáticamente los lazos. Las cosas queridas son raras en la actualidad; se imponen los artículos desechables. El zorro continúa:
“Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas ya hechas a los comerciantes. Pero, como no existen comerciantes amigos, los hombres ya no tienen amigos”.
Saint Exupéry podría haber afirmado que ahora hay comerciantes que parecen amigos con nombres como Facebook o Tinder. Solo después de su encuentro con el zorro, el principito se da cuenta de por qué su rosa es tan única para él:
“Es a ella a quien protegí con el biombo (…). Es a ella a quien escuché quejarse, o alabarse, o incluso a veces callarse”. El principito le da tiempo a la rosa “escuchándola”.
Escuchar a otro crea lazos. Quien verdaderamente escucha, presta atención sin reservas a otro. Cuando no se presta atención a otro, el yo vuelve a levantar su cabeza. El ego se fortalece y es incapaz de escuchar, porque en todas partes solo oye hablar de sí mismo. Hoy no tenemos tiempo para el otro. El tiempo como tiempo del yo nos hace ciego para el otro. Sin embargo, solo el tiempo del otro crea lazos fuertes, la amistad y hasta la comunidad: es el tiempo bueno. Así habla el zorro:
“Es el tiempo que has “perdido” con tu rosa lo que hace que tu rosa sea importante para ti (…). Los hombres han olvidado esta verdad (…). Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa”.
El zorro le pide al pequeño príncipe que lo visite siempre a la misma hora, que haga de la visita un rito. El principito le pregunta qué es un rito, a lo que el zorro responde:
“Es algo también demasiado olvidado (…). Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días, una hora de las otras horas”. Los ritos estabilizan la vida estructurando el tiempo.
El tiempo de hoy carece de una estructura sólida. No constituye un hogar, sino una corriente. El tiempo del apresuramiento, sin rutinas establecidas, no es habitable. Tanto los rituales como las cosas queridas son polos de descanso que estabilizan la vida humana. El afán por la producción y el consumo suprime las repeticiones, desarrollando una compulsión hacia lo nuevo. Además, la información digital al no ser repetible dado su breve lapso de actualidad, induce a estímulos siempre nuevos. En cambio, en las cosas queridas no caben estímulos, sino solo la silenciosa mirada contemplativa.
Las repeticiones son las que llegan al corazón. La vida de la que se ha alejado toda repetición carece de ritmo, de latido. En la era de las emociones, de los arrebatos y de las experiencias que son irrepetibles, la vida pierde forma y ritmo. Se torna radicalmente fugaz e infeliz.
A modo de colofón:
Finalizo esta recensión con otra coincidencia periodística. En El Mercurio de Santiago (12 enero de 2023), me encontré con una columna de Cristián Warnken sobre el escritor francés Cristián Bobin, quien desde una perspectiva poética concuerda con el rescate de las cosas que propone Byung-Chul Han. Transcribo algunos párrafos.
Leer a Bobin, dice Warnken, es como volver a los 7 u 8 años, “cuando los pájaros, los jardines, los árboles eran nuestros maestros y nuestros alfabetos, antes de que poblaran nuestra mente de palabras abstractas y sin vida”. Más adelante agrega: “Cuando estoy atrapado en el activismo, en la hiper comunicación, Bobin me recuerda que lo único que merece nuestra atención y entrega es esta pequeña, frágil y misteriosa vida que nos fue dada”. En definitiva, para poder escribir como él (Bobin) “hay que estar en estado de gracia y de espera. No precipitarse a poseer el mundo, sino acogerlo como un niño recibe la lluvia con los brazos abiertos. Ser servidores de las cosas y seres, no dueños de nada”
El ingreso de los dispositivos móviles y posteriormente, de los teléfonos inteligentes al mercado, produjo un cambio radical en el comportamiento de la sociedad. Si bien es cierto, este avance tecnológico ha permitido a millones de personas estar conectadas con otras, independiente de la distancia, la irrupción de estos dispositivos en la vida cotidiana, tanto de las personas como también en la funcionalidad y operatividad de las organizaciones, ha incrementado no solo problemas de comportamiento de las personas, algo que es ya objeto de análisis de la psicología (Nomophobia), sino que también ha abierto insospechadas brechas para la privacidad de los individuos y para la seguridad de la información de las corporaciones y/u organizaciones. En este artículo, se analizarán algunas de las amenazas a las que están expuestas las personas y las organizaciones que cuentan con smartphones sin aplicar sobre éstos medidas de protección y el efecto que puede producir la pérdida de datos.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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