C
orría abril del año 1988, y como
Director de Ingeniería, había sido
invitado por el Almirante junto a
mi señora a formar parte de la comitiva
que se embarcó en el AP “Aquiles”, con
la cual navegamos a la isla Juan Fernández.
Fondeamos en la Isla, un día frío y
con neblina, salimos con mi señora a
recorrer los alrededores llegando hasta
el Cementerio, donde había un monolito
recién pintado en recuerdo de los fallecidos
del Crucero alemán “Dresden”.
En el lugar no había nadie, y empezó
una fuerte llovizna que nos obligó a
cobijarnos bajo un árbol cercano. Desde
esa ubicación, escuchamos unas voces
de mando, y una escuadra de marinos
equipados del “Aquiles” que se acercaba.
El oficial a cargo dio las órdenes, la
escuadra se formó al frente del monolito, se
hicieron honores presentando armas, mientras
el corneta que acompañaba a la escuadra
tocaba un largo y triste toque de silencio.
Luego otro oficial colocó una corona hecha
de jarcia de maniobra y posteriormente procedió
a leer un discurso alusivo.
Mi señora con curiosidad miraba
alrededor, sin comprender, ya que en el
Cementerio no había nadie, y además
lloviznaba fuerte –¿de qué se trata esto?–
me preguntó, y yo mirando esta sobria y
solitaria ceremonia, sólo atiné a decirle
“son cosas de marinos”.
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