Por MARCOS GALLARDO PASTORE
Las dotaciones de los buques y reparticiones de la Armada de Chile, realizan esfuerzos que superan la actividad o el horario normal que podría esperarse de cualquier trabajo normal. La defensa de la Patria requiere de grandes sacrificios y esfuerzos que también incluyen a la familia. Este relato muestra uno de tantos ejemplos que están presentes a diario en la vida naval, en una historia que ocurre dentro del contexto de las actividades posteriores al conflicto de diciembre de 1978.
The Chilean navy ship and ground crews make significant efforts that goes well beyond the normal activities that could be expected in civilian jobs. The defense of our fatherland requires great sacrifices and efforts that also include their family. In an account that takes place within the context of the events that happened after the December of 1978 crisis, this story exemplifies one of many lessons present in our daily life in the navy.
Las primeras luces del 1 de enero hacía rato que inundaban la cámara de oficiales del APD 29 Uribe. Gentilmente, cerca de mediodía, el mayordomo de guardia había entrado, solicitando permiso al más antiguo, para preparar la cámara para el almuerzo.
Abrí los ojos, una mirada soñolienta y un tanto desorientada me permitían advertir invitados de otros buques y un oficial de ejército, amontonados sobre los sillones, que empezaban también a desperezarse.
Había sido una gran noche. Celebramos hasta más no poder. Los cantos marineros y las marchas navales no estuvieron ausentes. Recuerdo que dos o tres buques más, todos camuflados, entre ellos el Piloto Pardo y el APD Serrano, amarrados en el muelle Prat de Punta Arenas, era lo que quedaba de la gran fuerza naval que había enfrentado la amenaza de la flota argentina. Nuestra Escuadra nacional había retornado al Norte inmediatamente de asegurado el cese de las hostilidades, pocos días atrás.
Nosotros habíamos quedado aguantando la posición. Empecé a aclarar mis pensamientos y podía entender ya más claramente. Dos meses atrás o más, estando en Viña del Mar, había recibido el trasbordo al Uribe, con asiento en Iquique. Con mi familia empezamos a preparar lo que serían dos años de clima agradable, zona franca y, en fin, todas aquellas maravillas que puede ofrecer el Norte a un joven teniente que termina de cursar su especialidad.
Los acontecimientos con Argentina habían dicho otra cosa, y en diciembre, apresuradamente, habíamos terminado nuestros exámenes finales, avión y rumbo al Sur para presentarnos al servicio. Mi nuevo buque, el Uribe, estaba en el teatro de operaciones austral.
Acostumbrado a ver los buques de guerra pintados de plomo o gris perla, como se le llamaba coloquialmente para los pedidos de material, quedé impresionado a mi llegada al muelle y verlos a todos camuflados. Aunque yo tenía el recuerdo de la flotilla de torpederas y del patrullero Fuentealba, donde había estado trasbordado hacía solo dos años, esto era realmente grandioso, otra dimensión. Los destructores y cruceros lucían siniestros, enérgicos, invencibles, capaces de lograr cualquier objetivo.
A partir de ese día, se iniciaba otra historia y la primera página del año después del conflicto de 1978 fue muy distinta.
Nuestro comandante, un tipo serio, era lo habitual, mantenía su pipa encendida mientras trabajaba en el escritorio de su camarote. Bajó a la cámara de oficiales una vez que fue informado por el 2° comandante, que todos los oficiales estábamos presentes para la reunión.
Haciendo gala de ser un hombre de pocas palabras, nos informó que las órdenes eran mantenernos listos para entrar en combate y defender nuestro territorio, en un plazo no mayor a 24 h. Ello implicaba mantener un grado de alistamiento que nos permitiera zarpar en un tiempo no mayor a 4 h, para lo cual, toda la dotación debería estar en condiciones de regresar a bordo dentro de 2 h como máximo. El llamado para recogida se haría mediante la sirena del buque y por aviso en las radios locales. Esta situación se mantendría durante todo el año 1979, hasta nueva orden.
Mirando ahora con la perspectiva del tiempo, el horno sí estaba para bollos. El espíritu que ya estaba ardoroso de patriotismo, se renovó y, sin temor a equivocarme, creo que los corazones latieron con más intensidad y nos sentimos legítimos depositarios de tamaña responsabilidad. El APD Uribe contaba con cañones, armas antisubmarinas, un radar aéreo y cuatro barcazas para desembarco anfibio en el lugar que nos indicara el deber. El equipo de oficiales estaba bien afiatado con la dotación y los tenientes sentíamos que podíamos conquistar el mundo: cosa que nos lo ordenaran.
Sin embargo, estas simples instrucciones tuvieron un gran impacto sobre nuestras vidas, más allá del entusiasmo.
En lo familiar, la orden no nos permitía trasladar la familia a Punta Arenas. Era tan simple como eso, ni de turismo. A partir de ese momento, el buque se transformó en el hogar y su dotación en una gran familia, más allá de la sola convivencia profesional propia de los buques, porque no había donde irse a la hora del franco. Significó una gran prueba de liderazgo para todos, en particular, para quienes éramos oficiales de división. Durante ese año, no hubo indisciplinas que el aislamiento podría haber propiciado. La buena conversa se hizo un deporte bien trabajado en todas las cámaras.
El franco estaba limitado a lugares que pudiéramos escuchar el pito del buque, tener alguna radio sonando y a no más de dos horas de distancia, según el medio que contáramos para regresar a bordo.
En lo profesional, realizábamos navega-ciones de entrenamiento, con o sin tropas IM embarcadas, que nos llevaron hasta las islas Wollastone. Practicábamos desembarcos, acciones antisubmarinas, prácticas de tiro, uso y mantenimiento de fondeaderos de guerra o navegación en condiciones extremas.
Recuerdo una mañana de ese verano, en bahía Nassau, nos preparábamos para un ejercicio antisubmarino en el que tiraríamos una bomba de profundidad sobre un blanco simulado, así que ambos rieles de lanzamiento estaban preparados con cargas. Estando en el puente y unos 20 min antes del inicio del ejercicio, desde el sonar, ya cubierto por el oficial de guerra antisubmarina, me avisó por el comunicador interno: “Carreta, tengo un contacto real en el sonar.”
Hice el comentario en el puente de mando, tocamos zafarrancho de combate antisubmarino y avisé al comandante. La revuelta que se armó fue de proporciones. Porque junto con el gong de combate, iba la ineludible advertencia: “zafarrancho real.”
Seguimos el procedimiento correspon-diente entre el puente, la central de informaciones de combate y el sonar, asegurando la clasificación del contacto y el rumbo para atacar con bombas. Después de las consultas pertinentes por mensaje secreto al mando superior, nuestro comandante ordenó abortar el ataque y trincar la condición. El ejercicio planificado originalmente había sido ampliamente superado por la realidad, salvo que no lanzamos la bomba al contacto. ¿Quién era realmente?, nunca lo supimos. Pero, que sentimos la adrenalina del combate mismo, la sentimos.
Años después tuve la oportunidad de conversar sobre este incidente con el oficial de servicio del Estado Mayor General de la Armada, con asiento en Santiago, su único comentario fue:en eh “Puchas que corrimos esa mañana.”
Los meses pasaban y pasaban, así que el mando institucional pensó prudente enviar el buque a refresco al norte. Una semana en Valparaíso sería un gran premio para quienes ya llevaban más de seis meses en tan particular situación.
Así fue como un día de junio, recalamos en “Pancho,” con aviso de mal tiempo para los próximos días, el que, efectivamente, se presentó al día siguiente. Uno de esos temporales memorables tocó nuestro puerto, cuya extensión era de varios cientos de millas. Juan Fernández sufría toda la intensidad del frente y una pobladora requería la pronta evacuación por razones de salud.
En mi memoria está ese viaje al archipiélago con uno de los temporales más fuertes que me tocó navegar. Vientos arrachados, que sobrepasaban los 60 nudos, los recibíamos por la amura de estribor y la mar, entre muy gruesa y arbolada, hacía balancear al destructor de un lado a otro. Realmente estos buques norteamericanos eran muy marineros y, si bien cabeceaba como condenado, nunca tuve temor de un naufragio, porque flotaba y se recuperaba muy bien.
Los bandazos solo permitieron rancho seco hasta bahía Cumberland. Fueron dos días intensos, en que nuestro carácter quedó preparado para otras navegaciones similares. Yo creo que ese día aprendí que, en este tipo de circunstancias para la navegación, hay un momento en que se superan los posibles temores para dar paso a una condición de alerta de todos los sentidos. A partir de ese instante, se exhiben las condiciones marineras no solo de los fierros, también, el temple de su dotación.
Demás no estar decir que el tan deseado refresco lo pasamos, mayormente, en esa comisión al archipiélago. Ya navegando de regreso a Punta Arenas, lo alargamos con algunos días al amparo del astillero, en Talcahuano, con reparaciones siempre necesarias.
Entrada la primavera y estando en un ejercicio de desembarco en islas al sur del Beagle, a tempranas horas de una helada mañana, durante una maniobra de desembarco con jóvenes soldados IM, la rampa de la barcaza se abrió llegando a la playa. Los soldados, fieles al entrenamiento recibido, abierta la rampa, se lanzaron al desembarco. El problema era que la profundidad aún no era la adecuada para tocar arena con la bota. Salvada la gravedad del incidente, no pudimos menos que reír a carcajadas al ver en la superficie del agua, muchas de hallullas flotando.
Así como recuerdo ese amanecer después de la fiesta de año nuevo y relato algunos anécdotas, de lo que fue ese año, que para el buque resultó ser, finalmente, tres años de destinación al mando de la Tercera Zona Naval, aprecio que los acontecimientos del año 1978, dejaron muchas otras derivadas.
Si bien, el esfuerzo de la Escuadra y del Cuerpo de Infantería de Marina, fue brillante y salvó a nuestra nación de una guerra con Argentina, porque lo que ocurrió, desde el punto de vista militar, es que realmente operó la disuasión, también hubo una actividad posterior que requirió un gran esfuerzo y sacrificio personal por parte de las dotaciones, ya sea navales o de infantería marina. Mi mayor reconocimiento para todos ellos.
Fue un año de aislamiento y de entrega total al servicio naval y a nuestra misión, hasta el segundo refresco, ya cerca de Navidad, en que volvimos nuevamente a Valparaíso y tuvimos algunos días para preparar el traslado de nuestros enseres y empezar la nueva década, en compañía de la familia, en Punta Arenas.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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