By JUAN JOSÉ ESCOBAR NAVARRETE
Algunos hechos pocos estudiados del siglo XIX presentan a Chile como la mayor potencia naval de América, cuya hegemonía y políticas de Estado basadas en la “diplomacia de cañonera” chocaron directamente con los intereses de los Estados Unidos y su idea de autodeterminación. Las continuas rencillas y desaires entre tan disímiles naciones fueron causa para defender sus respectivas áreas de influencia, llevando a ambos países hasta las puertas de un conflicto armado.
Some little-known facts of the 19th century show Chile as the most powerful naval power in America, whose hegemony and state policies based on “gunboat diplomacy” clashed with the interests of the United States and its idea of self-determination. The continuous disputes between such dissimilar nations were the cause for defending their respective areas of influence, bringing both countries close to an armed conflict.
Corría el año 2009 cuando un profesor de historia me comenta “eso fue cuando casi entramos en guerra con ustedes”. Este profesor resultaba también ser teniente de la Armada de los Estados Unidos y, siendo incapaz de responder sobre algo que nunca había escuchado, me propuse a investigar parajes de nuestra historia marítima que son estudiados poco o nada en comparación a acontecimientos más tradicionales.
Durante las últimas décadas del siglo XIX, nuestra armada se caracterizó por ser el brazo principal de la política exterior chilena, demostrando un poder naval único en el hemisferio sur que la llevó a generar más de algún roce con otras potencias de la época. El presente texto abarcará cómo a través de nuestra marina se desarrollaron las relaciones entre Chile y Estados Unidos, con sus percances, antagonismos y casi conflictos; rivalidad que finalizaría con la vorágine político-económica de principios del siglo XX.
¿Pero cómo es que dos países tan disímiles estuvieron en más de una ocasión en las puertas de un conflicto? Hay diversos motivos, fuera de lo militar, que pudieron afectar las relaciones entre dos países, en especial en un mundo que no se encontraba globalizado como hoy en día; motivos raciales, morales e incluso percepción de autodeterminación jugaron un papel importante entre estas dos naciones.
Cultura y raza
Por un lado, la visión norteamericana de su país, desde la independencia, fue la de una futura gran potencia, un punto de quiebre con el viejo mundo que se resume y plasma en la Doctrina Monroe. También, “los Estados Unidos desarrollaron una fuerte tradición oceánica […] que les dio presencia e influencia en distintas partes del globo” (Meneses, 1989), como fue con la Guerra de Trípoli entre 1801 y 1805.
Por parte de Chile, no ha existido una cultura de mantener bases en el extranjero y los intereses políticos han estado siempre circunscritos a mantener el equilibrio en la región y evitar interferencias de otras potencias; como se citó al presidente José Joaquín Prieto, “una clara neutralidad ha sido y seguirá siendo el rol de nuestra conducta"1 (Sater, 1990).
Los factores culturales y raciales también tuvieron significancia en la época. Para algunos intelectuales chilenos, el “yanqui” protestante y mercantilista tenía muy poco que ofrecer al Chile moral y católico, cuya perfecta mezcla entre europeo y araucano lo elevaba por sobre sus vecinos. Naturalmente para los norteamericanos de la época, Chile no podía ser estimado como un rival de importancia frente a las potencias europeas que pululaban en el Caribe o Canadá. Para algunos, la raza anglosajona no era “sobrepasada por ninguna otra que haya existido”, en contraste con el chileno, cuya “triste amalgama de sangre española, india y negra, combina las malas cualidades de esas tres razas” (Sater).
Una cordial desconfianza
El mantenimiento de una marina no siempre fue del interés de los líderes chilenos, salvo para algunas mentes lúcidas que vieron la importancia de tener una escuadra alistada y entrenada. Bernardo O’Higgins, junto con crear la primera escuadra nacional, arriesgó su gobierno al financiar la Expedición Libertadora del Perú, pero logró arrebatar el control del Pacífico a España a pesar de las maquinaciones de San Martín para apoderarse de los buques chilenos. Años más tarde Diego Portales daría inicio al conflicto con la Confederación Perú-boliviana con la captura preventiva de buques confederados en el Callao.
Hasta este punto las relaciones con los Estados Unidos se habían mantenido cordiales, pero con hechos que generaron dudas respecto al sentimiento americanista de este país. La tardanza en reconocer la independencia de Chile para no entorpecer la cesión española de Florida y la llamada Doctrina Monroe, de la cual el ministro Portales no abrigaba buenos sentimientos, generaron una desconfianza que se confirmaría con la anexión de California y la triste experiencia de la guerra contra España.
En 1866, ante la amenaza del escuadrón del comodoro Méndez Núñez, se realizaron distintas gestiones para conminar tanto a los buques ingleses como norteamericanos para defender el expuesto puerto de Valparaíso. La indiferencia de la población ante la escuadra española terminó de convencer a Inglaterra de no intervenir y Estados Unidos no actuaría sólo; el escuadrón norteamericano zarparía el 31 de marzo de 1866 para ver arder el puerto sólo unas horas más tarde. No hacía mucho que los Estados Unidos habían terminado la más cruenta guerra en su historia, por lo que “no podía entrar como aliados en cada guerra en que una república americana se viera envuelta” (Meneses, 1989). La relativización de la Doctrina Monroe cayó como un balde de agua fría sobre los gobernantes chilenos.
La carrera por el Perú
La Guerra del Pacífico traería los primeros roces entre estos dos países y llevaría a Chile a utilizar activamente su marina como medio para la consecución de los objetivos del Estado. Tras la finalización de la campaña de Arica, las potencias europeas veían con preocupación cómo peligraban sus concesiones económicas, pero ante la aplastante victoria militar chilena y la poca presencia de otros buques de guerra, poco se podía mediar para evitar un desmembramiento del Perú.
En octubre de 1880, Estados Unidos tomó la iniciativa de ofrecer de mediador antes de que se involucraran Francia y Gran Bretaña. Las negociaciones se llevaron a bordo del USS Lackawanna, donde el trato de los diplomáticos estadounidenses fue torpe y conducidos de tal manera que se dio una falsa esperanza a los vencidos de que no habría cesiones territoriales (Sater, 2018). La conferencia fue un fracaso desde el comienzo; la obstinada posición de ambas partes enemistó aún más a los beligerantes y llevó al convencimiento de que las condiciones para terminar la guerra se tendrían que imponer por las armas. En menos de dos meses del término de las negociaciones, Lima era ocupada por Chile.
Con la conquista de Lima se endurecieron las demandas chilenas y ante el escenario de un Perú acéfalo, el antiguo congreso eligió como presidente provisional a Francisco García-Calderón, con quien los chilenos intentaron infructuosamente firmar un tratado. La obstinación de García-Calderón se acrecentó gracias al nuevo secretario de estado norteamericano James Blaine y su enviado diplomático, Steven Hurlburt, quienes tenían la clara intención de influenciar como la potencia predominante en Sudamérica y evitar una anexión de territorios que pudiera beneficiar a Gran Bretaña.
Había más que sólo un interés económico en este apoyo. El ministro Hurlburt, de forma unilateral y sin autorización, reconoció el gobierno de García-Calderón y negoció establecer una estación carbonera en Chimbote con la promesa de que bajo el apoyo de Estados Unidos no se entregaría suelo peruano. La respuesta chilena no se dejó esperar; el almirante Patricio Lynch ordenó la ocupación inmediata de Chimbote, el apresamiento de García-Calderón y su exilio a Valparaíso. Naturalmente, las autoridades norteamericanas fueron informadas de este hecho, por lo que Blaine envió una misión diplomática a determinar si estos hechos constituían una afrenta al honor de Washington, es decir, una excusa para declarar la guerra.
Puede que la percepción de Blaine de su propio país haya estado nublada. Lo cierto es que Estados Unidos había demostrado una diplomacia inmadura y el escuadrón norteamericano del Pacífico tenía medios navales insuficientes para hacer valer sus pretensiones en un conflicto que ya estaba decidido por la fuerza. El almirante Chistopher Rodgers declaraba: “nuestra marina no puede hacer demostración alguna contra Chile y, a falta de algún medio para infligir represalias […], nosotros no estamos en posición de amenazar al gobierno chileno” (Meneses, 1989). Las autoridades y opinión pública chilena rechazaban la intromisión norteamericana y consideraban justa la anexión de territorio, en consideración al derecho natural de indemnización y a que la zona había sido explotada por chilenos. Chile tenía los medios militares y la voluntad para defender sus intereses. Como escribiría el entonces comandante Montt: “para contrarrestar esa opinión [que Perú no cedería territorio] se tomó la medida de suprimir el gobierno provisorio i probarles que los cañones americanos no nos inspiran miedo, teniendo de nuestra parte el derecho del vencedor” (Meneses). A pesar de esto, el anhelo de un protectorado peruano y una base naval en Chimbote persistiría por muchos más en el imaginario norteamericano.
Entreguerras
Tras la Guerra del Pacífico, Chile se consolidó como el mayor poder naval en el hemisferio y la adquisición de buques durante la década de 1880 fue crucial para mantener esta posición y los intereses del Estado. Ejemplo de ello fue la construcción del crucero Esmeralda, que fue protagonista de los movimientos secesionistas de Panamá de 1885, acudiendo apresuradamente al istmo a petición del gobierno de Colombia.
Resulta que una rebelión de nacionalistas panameños alarmó a los estadounidenses, quienes aprovecharon de desembarcar una compañía de infantes de marina para proteger a sus connacionales. Si bien el comandante López del Esmeralda no ordenó acciones hostiles en virtud a que la crisis se encontraba en pronta solución al arribo, la sola presencia del buque más poderoso del Pacífico generó preocupación en las dotaciones de otras naciones.
Claramente los desaires y humillaciones sufridas en la Guerra del Pacífico y el desproporcionado crecimiento naval de un país de tercer orden, fue preocupación y motivo de acaloradas discusiones en el congreso norteamericano y expertos navales. A su vez, Chile veía, con recelo, los crecientes intereses de los Estados Unidos para consolidarse como la nación hegemónica de América; las experiencias en Perú y Panamá daban cuenta de la necesidad de mantener el área de influencia norteamericana confinada a su hemisferio. En un intento de negar una proyección desde el norte, Chile toma posesión de Rapa Nui en 1888.
Valparaíso y el USS Baltimore
A pesar de los logros obtenidos durante los últimos años, el auge de Chile se vio ennegrecido por las pugnas políticas que derivaron en la Guerra Civil de 1891. Si la imagen de los Estados Unidos había sido gravemente dañada por su diplomacia durante la Guerra del Pacífico, este conflicto llevó las relaciones bilaterales a su peor momento. A pesar de la declarada neutralidad norteamericana, algunos impasses diplomáticos y la visión sesgada del ministro plenipotenciario Patrick Egan, evidenciaron una clara preferencia y apoyo al bando balmacedista, aumentando el rencor por parte de los congresistas, quienes además saldrían vencedores del conflicto.
En Valparaíso, y a sólo dos meses del final de la guerra, el comandante del USS Baltimore autorizó a su dotación a salir franco luego de meses sin pisar tierra. La presencia norteamericana en la cosmopolita ciudad no causó mayor impresión durante el día, más que probablemente alguna mirada recelosa. Sin embargo, una vulgar pelea en el bar True Blue terminó con un saldo final de dos norteamericanos muertos, 17 heridos de diversa índole y decena de detenidos. La gravedad de la gresca convenció a los estadounidenses de la arbitrariedad de las autoridades chilenas, lo que plasmó el ministro Patrick Egan al informar a su gobierno.
Ante la exigencia norteamericana de una investigación y las vagas promesas chilenas de esclarecer los hechos, se abrió un sumario en el que la gestión del tribunal de Valparaíso colmó la paciencia de Washington a tal punto que ordenó al comandante del Baltimore a efectuar una investigación paralela. Los resultados de esta denunciaron la actitud criminal de la policía chilena y una evidente animadversión hacia los Estados Unidos, basado en la actitud del nuevo gobierno e imaginario colectivo tras la guerra civil.
Estalla la crisis
El presidente Benjamín Harrison se unió a las declaraciones de esta última investigación demandando disculpas oficiales por parte de Chile, pero el ministro de relaciones exteriores, Manuel Matta, leyó públicamente un telegrama en el que prácticamente insultaba a Harrison y apoyaba el actuar de las autoridades chilenas; la crisis se había desatado y las comunicaciones entre los dos países se verían suspendidas hasta que Chile retirara dichas declaraciones. A pesar de tentativas negociaciones para llevar el asunto a un arbitraje, el 21 de enero de 1892 el presidente Harrison envió un ultimátum al gobierno chileno donde, además de considerar el altercado como un ataque deliberado hacia los Estados Unidos, exigía las disculpas y pago de una indemnización so pena de romper relaciones diplomáticas. Una enérgica respuesta ante el advenimiento de las elecciones presidenciales que se efectuarían en octubre de aquel año.
La tensión no sólo abarcaba el mundo diplomático, en el puerto se respiraba un aire de rechazo hacia los buques y dotaciones de los buques norteamericanos. El comandante del USS Yorktown, Robley Evans, estuvo fondeado en Valparaíso durante lo peor de la crisis, luego que el Baltimore fuera enviado a San Francisco. La cínica cordialidad entre los mandos navales se mezclaba con intentos de asalto, asilos ilegales de balmacedistas a bordo del Yorktown y apedreos a embarcaciones americanas en el muelle Prat. A pesar de la arrogancia de Evans para querer batirse con el “lamentable lote” de la escuadra chilena, este mostró increíble temple para no iniciar hostilidades a menos que fuera debidamente ordenado, incluso cuando oficiales chilenos utilizaron al Yorktown como blanco para sus ejercicios con lanchas torpederas (Evans, 1901). A pesar de ello, Evans no hubiese dudado en responder ante una acción directa contra su buque; bien se podría especular que su misión en Valparaíso fue cuidadosamente planificada para ser el detonante de un conflicto. Sin lugar a dudas, la guerra se evitó por escasos dos metros de maniobra.
Preparativos
El sorpresivo ultimátum respondía también a intereses estratégicos. Durante el mes de diciembre, el Departamento de Marina de los Estados Unidos inició rápidos aprestos y presiones para sostener una guerra exterior. En el Pacífico se ordenó a cuatros buques concentrarse en Callao junto al USS Boston y el USS Charleston; mientras que, en el Atlántico, una fuerza cinco buques se mantendría entre el Caribe y Montevideo. Junto al posicionamiento de las unidades se realizaron las gestiones para arrendar una flota carbonera y se compró la totalidad de este mineral en Argentina y Uruguay (Varela, 1992). El mismísimo Alfred Mahan contribuyó en la discusión para planificar una invasión y captura de las zonas salitreras del norte, al mismo tiempo que se recababa información de otros puertos chilenos de importancia.
Por otro lado, la escuadra chilena se encontraba en relativa inferioridad numérica, lo que se solucionaría con la llegada de los nuevos cruceros Errázuriz, Pinto y el acorazado Capitán Prat; que se encontraban en sus fases finales de construcción y llegarían a Chile en los próximos meses. Los otros buques, muy deteriorados luego de la guerra, se encontrarían reparados y operativos para enero de 1892. Además, los marinos chilenos eran en su mayoría veteranos de la última campaña y el nuevo apostadero en Talcahuano dotaba a la escuadra de una flexibilidad logística única en el Cono Sur. Lo que era verdadera carrera contra el tiempo poco a poco tomaba ribetes que podrían desembocar en una guerra naval en las siguientes condiciones:
Tabla 12.
Desenlace
“Pediremos la parte austral de Chile”. Con estas palabras se sumaba un tercer e inesperado actor en las vicisitudes de la crisis: Argentina. A través de Brasil, se recibió la alarmante información de que el ministro argentino Estanislao Zeballos condujo correspondencia con Washington ofreciendo apoyo real en contra de Chile, lo que se traducía en abastecimiento de carbón, tránsito a través de la provincia de Salta, mapas y reportes de inteligencia recabada por este país. A pesar de las pretensiones argentinas para dar un término definitivo a los diferendos limítrofes con Chile, este ofrecimiento se dio cuando la crisis con Chile se encontraba casi superada, por lo que fue desestimado por Blaine. Estos sucesos se dieron, por supuesto, a la vez que el mismo ministro Zeballos declaraba su solidaridad al embajador chileno en Buenos Aires.
Conforme las condiciones se desarrollaban de forma adversa, el almirante Montt debió enfrentarse a la triste realidad, Chile estaba saliendo de una guerra civil que en ocho meses ocasionó más muertes que en toda la Guerra del Pacífico, estaba rodeado de enemigos y no tenía ninguna potencia externa que quisiera prestarle apoyo efectivo. “Chile no tenía nada que ganar y lo arriesgaba todo, incluso sin ser invadido” (Meneses, 1989). Sin más miramientos y privilegiando la seguridad externa del país, Montt accedió a las reparaciones demandadas por Washington, cuyo congreso aceptó como suficientes para cerrar la crisis.
Queda la interrogante, ¿qué fue lo que llevó a los Estados Unidos a invocar una respuesta tan desproporcionada a los hechos de Valparaíso? Parte de la respuesta radica en los deseos de este último país para consolidarse como la mayor potencia del continente frente a los intereses europeos, cuya presencia contradecía la propia Doctrina Monroe. En un análisis de la situación interna, con una administración impopular y el temor de no ser reelecto, Harrison no tuvo miramientos para escalar la crisis y buscar adherentes para los comisios de 1892, además de demorar el envío de la nota de disculpas de Chile al congreso, en espera a que este aprobara una declaración de guerra.
El caso de Chile es especial, puesto que fue la única potencia no europea cuyo poder naval rivalizó contra la cuestionable política exterior norteamericana en el continente, pero a diferencia de la Guerra del Pacífico, el eje de poderes había cambiado drásticamente a favor de Estados Unidos. La crisis del Baltimore presentó una oportunidad única para doblegar diplomáticamente a Chile o imponerse como la primera potencia naval del continente mediante la reducción o aniquilación del poder naval chileno.
Para finales del siglo XIX y principios del siglo XX Chile era un país cuya armada era desproporcionada a su población y economía, siendo los primeros afectados con las crisis del período parlamentario. Luego de la crisis del Baltimore, Chile pasó a la defensiva en cuanto a su influencia en el hemisferio sur, privilegiando mantener el equilibrio de la región, pero nunca recuperando la hegemonía como primera potencia naval.
A pesar de lo anterior, hoy en día disfrutamos de una fuerte amistad con los Estados Unidos, en la que el nivel de cooperación y confianza entre ambas armadas contrasta completamente a lo que era hace más de un siglo. Asimismo, podemos rescatar algunas lecciones de historia para incorporar en nuestros días: ahora que conceptos como el mar de la zona austral y nuestra convicción con el territorio antártico chileno están en boga y toman fuerza, la mantención de una armada moderna, entrenada y sustentada es la piedra angular para sostener los intereses que Chile ha propuesto a defender para hoy y las futuras generaciones.
Bibliografía
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Se bosquejan los hechos y circunstancias que modulaban las relaciones entre EE.UU. y Japón, los objetivos que los enfrentaban y la gestión política, diplomática y resoluciones militares que condujeron a la sorpresa.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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