Revista de Marina
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  • Fecha de publicación: 17/07/2017. Visto 5688 veces.
Hace un par de semanas participé de un matrimonio naval, así como tantos otros que viví hace ya varias décadas como oficial subalterno, pero que, en estos tiempos de cambios, de mutaciones valóricas y reticencia hacia las uniones enmarcadas en lo divino, quedé gratamente esperanzado de estas nuevas camadas uniformadas. El novio, de impecable uniforme, de escasas pero orgullosas medallas, de nuevos y albos guantes y de un sable que dificultaba su nervioso andar, esperaba paciente a que la novia arribara a la iglesia. Después de una breve y a la vez larga espera, fijó su mirada a la entrada del templo porque allí estaba su bien amada, a quien tantas veces postergó por navegaciones y comisiones y que por fin llegaba ese sublime momento de ser uno ante el Altísimo. Así, su novia, quien momentos antes había colgado momentáneamente su propio uniforme para engalanarse de un blanco vestido, lentamente se dirigía hacia el altar, pisando serenamente la preparada e impecable alfombra vestida de pétalos de rosas, quien con una sonrisa radiante como el sol, y de belleza deslumbrante como toda novia, iluminaba su andar paso a paso hasta encontrar finalmente la mano del joven teniente, a la sazón de su propia promoción, que la invitaba a iniciar la ceremonia. Todo fue muy bello, y después de promesas y múltiples bendiciones, fueron declarados marido y mujer, mientras se escuchaba el ruido de fondo provocado por gran parte de los oficiales de marina asistentes, quienes salían a la entrada de la Iglesia para regalarles ese deber de camaradas de armas, como es el arco de espadas, el que compuesto por hombres y mujeres que muchos de ellos estrenaban sus sables de reciente asignación, hacían extender la columna de espadas hasta prácticamente la vereda de la calle, que ya se colmaba de curiosos y perplejos transeúntes. Los novios cruzaron el arco lentamente, agradeciendo en cada paso a los emocionados oficiales que, empuñando sus espadas, guardaban especial prestancia a ese imborrable momento, mientras se escuchaban aplausos y vítores entre miles de flashes que iluminaban la naciente noche. Ya en la recepción, el novio hizo un brindis y ella “siguió aguas”. Agradecieron a sus padres, amigos, parientes y a todos los presentes. La novia en particular se refirió al gran desafío de convertirse en señora de un marino, y que estaba segura que si bien vestía el mismo uniforme, muchas veces debería actuar de madre y padre y que su apoyo incondicional sería fundamental para que su marido, que optó por la vida embarcada, encontrase en ella un lugar de descanso y tranquilidad después de largos periodos de operaciones. Esas sencillas palabras, pero de arraigado sentimiento y que normalmente se adquieren después de varios años de matrimonio, ya eran parte del pensamiento de esta joven oficial. Pero el novio no se quedó atrás. Fue el alma de la fiesta: cantaba, bailaba y se esmeraba en atender a cada uno de los asistentes, visitando incansablemente cada mesa junto a su novia y animando a todos a participar del evento. Con qué esmero se preocupaba de los detalles para que cada uno se sintiera como alguien muy especial. La recepción no era ostentosa, pero, sin embargo, desbordaba riqueza en atenciones y calidez. Sus compañeros de curso respondían a tantas atenciones con extrema alegría y rodeaban a la pareja haciéndoles bailes, cánticos y algunas perfomance que seguramente las adquirieron en algún evento de camaradería a bordo, producto de momentos de exaltación plena de la amistad que son tan propios de hombres y mujeres de armas que construyen esa necesaria unidad profesional que finalmente van forjando y cimentando el sacro sacrificio de entregar la vida por la Patria, si así fuese necesario. Así, desde el segundo comandante del feliz esposo hasta el último subteniente presente, celebraban a su compañero de cámara y le mostraban su afecto con sucesivos manteos y brindis, ante la mirada alegre pero siempre atenta de la novia. Una noche excepcional, una noche de ejemplo y recuerdos, una noche de reflexión de cómo una joven pareja, que dejando atrás la pompa, las tendencias modernas y la embriaguez de lo diverso y la distante impersonalidad actual, se aferraron a lo naval, a aquello que no está escrito, pero que solo radica en la esencia del oficial, a la simpleza del hacer las cosas con cariño, con actitud, entrega y sinceridad, siendo sin lugar a dudas una luz esperanzadora de estas nuevas generaciones, que finalmente forjarán el Chile de hoy y del mañana.

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