El reciente brote de violencia en Israel fue la expresión de un conflicto de muy larga data y que refleja aspiraciones legítimas a los ojos de ambas partes, por lo que los acuerdos alcanzados han sido escasos y muchas veces resistidos. Quien tiene mejores argumentos para ejercer la administración de ese territorio es el punto de mayor desencuentro y que empuja las posturas hacia los extremos.
En lo académico se asume como una verdad irrefutable que todo problema tiene una solución…
El conflicto entre Israel y el pueblo Palestino encuentra sus orígenes en causas tan profundas como los textos bíblicos. Así, el Estado de Israel legítima sus raíces en la antigua Tierra de Israel o Eretz Yisrael, en una idea fuertemente arraigada en el judaísmo: la “Tierra Prometida por Dios al primer patriarca, Abraham, y a sus descendientes,” su pueblo elegido, lo que otorga un carácter mítico de miles de años de antigüedad a un conflicto que hoy muestra nuevas acciones de violencia.
En nuestros tiempos, desde las primeras décadas del siglo XX, la presencia de judíos en Palestina ha provocado fricciones con los pueblos árabes musulmanes. Pero es en el año 1948 que el territorio de Palestina se dividió en dos, la parte judía que da forma al Estado de Israel y la parte palestina que no llega a constituirse como Estado independiente. Las guerras que siguieron a la declaración de independencia de Israel, en 1948 y 1967, dejaron sin efecto práctico la resolución de Naciones Unidas que distribuía el territorio entre ambas partes. Aun cuando, tras los acuerdos de Oslo de 1994, se crea la Autoridad Nacional Palestina como forma de administración transitoria, no es sino hasta el año 2012 que la Asamblea General de la O.N.U. acoge a Palestina como Estado Observador No Miembro lo que le da algún reconocimiento internacional, útil para mejorar su posición negociadora.
Este, y otros escenarios impuestos por el vencedor, no han contribuido a una coexistencia pacífica, armónica y colaborativa, creando índices de gran desigualdad que pueden graficarse en valores tales como, el ingreso promedio anual de un israelí que llega a 43.600 dólares contra el de un palestino que bordea los 3.500 dólares por año. Estas notables diferencias socioeconómicas entre árabes y judíos favorecen el hondo rencor que se ha arraigado entre estos dos pueblos a raíz de los agravios que se reclaman mutuamente. Esta situación ha creado una sensación de crisis perpetua y una militarización de la vida cotidiana.
La disputa entre israelitas y palestinos es tan profunda y compleja que en este problema el tiempo no sanará heridas y parece no tener solución, menos aún, considerando que esa región es escenarios de disputas que van más allá de estos dos actores, en un choque entre oriente y occidente, mezclando lo político con lo económico, cubierto todo por las diferencias en lo religioso y cultural, lo que Huntington llamaría “civilizaciones”.
La Primera Guerra Mundial permitió a los vencedores reordenar el mapa global, no solo con el propósito de evitar la expansión de Alemania, sino también para distribuir los espacios vacíos dejados por la derrota y fragmentación de los imperios ruso, austrohúngaro y turco. Así, en el cercano oriente, Turquía se convirtió en una república y el resto de sus territorios en la región fueron repartidos entre Gran Bretaña y Francia, excepto Palestina donde, durante la gran guerra y para obtener el apoyo de la comunidad judía internacional, el gobierno británico había prometido establecer una patria nacional para los judíos, conocido como la Declaración Balfour.
Desde esos años las organizaciones sionistas1 presionaron al gobierno británico exigiéndole que cumpliera su promesa. Sin embargo, el territorio estaba habitado mayoritariamente por población de origen árabe, por lo que estas organizaciones propiciaron la migración adquiriendo lícitamente tierras de palestinos para el asentamiento de familias judías. Este flujo creciente de inmigrantes provocó tensiones y enfrentamientos entre palestinos árabes, colonos y las autoridades británicas, las que no pudieron detener la creación de nuevos asentamientos judíos. Así, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, árabes y judíos reivindicaron su derecho a tener un Estado propio.
En un ambiente de gran inestabilidad, con la incapacidad de los británicos por mantener el orden, se aprobó la resolución 181 II de 1947, de la Asamblea General de Naciones Unidas, que proponía la partición de Palestina en dos Estados independientes, uno árabe y otro judío, dejando a Jerusalén bajo un régimen internacional, propuesta que fue aceptada por la comunidad judía, pero rechazada por todos los Estados árabes. A pesar de esto, Israel proclama su independencia el 14 de mayo de 1948 y al día siguiente se inicia el conflicto armado contra todos sus vecinos en lo que sería su guerra de independencia que, aunque victoriosos, tendría secuelas en 1956, 1967 y 1973, con una interminable serie de conflictos de baja intensidad que, desde entonces, impiden llamar paz a la convivencia de esos dos pueblos en un mismo territorio.
Estallidos de violencia como los observados recientemente, son el previsible escape de la presión acumulada por demandas no resueltas, que solo necesitan un incidente para detonar. Contribuye a esta volatilidad la división de la población palestina, donde los territorios en Cisjordania están bajo el control de la Autoridad Nacional Palestina, liderada por Fatah, organización secular y moderada, y la franja de gaza dominada por Hamas, islamista, nacionalista y calificada como terrorista por varios Estados, donde ambas facciones compiten por la legítima representatividad del pueblo palestino.
Estas demandas incluyen la permanente pugna por la concreción de un Estado Palestino independiente, detener la expansiva construcción de asentamientos para colonos judíos en Cisjordania, derribar los muros de seguridad levantados, pese a la condena internacional, y las posturas más fuertes y complejas en torno al derecho a retornar de los refugiados y, por supuesto, que el futuro Estado Palestino se conforme de acuerdo a las fronteras previas al 4 de junio de 1967, antes del comienzo de la Guerra de los Seis Días, lo que incluye Jerusalén Oriental como capital del Estado. Esto entra en directo conflicto con los intereses de Israel, que demanda un territorio histórico con Jerusalén como su capital indivisible, seguridad para sus habitantes y la permanencia de un Estado Judío que asegure la práctica del judaísmo sin discriminación o persecución, y que ponga fin a la diáspora judía de la tierra prometida.
Esto último es la mayor fuente de desencuentro. Para los israelitas este territorio les fue entregado por Dios mismo a su pueblo elegido, por lo que no puede ser interpretado o debatido y del cual fueron expulsados por la fuerza. Por otra parte, la Autoridad Nacional Palestina argumenta que el pueblo palestino ha habitado estas tierras en forma continua desde 4.000 años a.C. y la han regido desde entonces, con la sola excepción del periodo del Rey David y su hijo Salomón, única ocupación judía que duró sólo algunas décadas. Para la comunidad árabe, la creación del Estado de Israel es una imposición de la O.N.U., por presión del Imperio Británico, que no consideró el principio de autodeterminación, dado que la partición del territorio bajo un concepto de -Dos Pueblos, Dos Estados- siempre fue rechazado por los habitantes originales de esta tierra, que representaban más del 80% de la población. Así, este proceso sería la continuación de una política colonialista.
Ligado a la legitimidad de la propiedad de la tierra, está la cuestión de los refugiados palestinos que dejaron sus tierras durante la guerra de 1948, 1949 y 1967, que actualmente superan los seis millones de personas por su descendencia. Para Israel, admitirlos de regreso, rompería el equilibrio demográfico que sustenta la permanencia de un Estado judío. Por otro lado, la condición de refugiados impide a estos grupos el gozar de plenos derechos en los Estados que los acogen, generándoles la condición de apátridas.
Para buscar una salida a un problema complejo, es necesario entender las aspiraciones de las partes en conflicto. Así, Israel ha planteado abiertamente que satisfacen sus aspiraciones el cumplimiento de los siguientes puntos:
Algunos observadores plantean que el objetivo de largo plazo de Israel es expansionista, por cuanto busca extender su territorio a la totalidad de la Cisjordania e incluir las alturas del Golán. Esta observación se basa en la continuidad de la política de asentamientos, que, en buena parte, es el detonante de los últimos enfrentamientos, y en el hecho de que las alturas del Golán representan una clara necesidad para su defensa.
Desde la Perspectiva palestina e interpretando lo declarado por la Autoridad Nacional Palestina, sus aspiraciones son:
La postura más radical está representada en Hamas, que aspira a la completa desocupación de todo el territorio de la palestina histórica.
Los largos años de conflicto y la excesiva fuerza, legítima e ilegítima, que ambas partes han aplicado, ha desarrollado un fuerte sentimiento de odio y profunda desconfianza que es difícil de superar, más aún, si esto va aparejado de una deshumanización del adversario. Para los palestinos, el sionismo es una doctrina perversa e invasora, con marcadas líneas racistas. Para los israelíes, las demandas palestinas son deslegitimadas por la acción de grupos terroristas que amenazan, seriamente, la vida de sus ciudadanos y la existencia misma del Estado judío.
Esta región ha sido por milenios fuente de grandes y profundos conflictos. Su ubicación, en la confluencia de las civilizaciones orientales y occidentales le ha otorgado ese opaco privilegio. Paradójicamente, es aquí donde se han desarrollado las principales religiones monoteístas, lo que otorga una dimensión pasional de enorme fuerza a este conflicto, alejada del mensaje divino de amor al prójimo.
Como es inevitable en todo conflicto con posturas radicalizadas, estas impiden un acuerdo por cuanto chocan en la intransigencia, por lo que las soluciones deben buscarse en puntos de encuentro y la voluntad de ceder para obtener, base de cualquier negociación. Sin embargo, este conflicto presenta muy escasos argumentos de acuerdo y los que hay son eclipsados por la odiosidad y desconfianza de décadas de intransigencia.
A pesar de todo lo descrito en este desesperanzador escenario, es todavía posible establecer que, a pesar de las posturas más radicalizadas, ya se ha logrado el más importante punto de encuentro: ambas partes se reconocen mutuamente el derecho a existir como Estado-Nación. Asimismo, judíos y palestinos entienden que el conflicto va más allá de sus fronteras, por lo que se requiere del concurso internacional, donde deben buscar puntos medios que favorezcan un avance.
Finalmente, podemos establecer que la máxima planteada en el título de este escrito es cierta, todo problema si tiene solución; sin embargo, esta dependerá de los costos que las partes estén dispuestas a asumir, y las voluntades para poder ceder posturas para alcanzar acuerdos sólidos y duraderos, lo que no parece estar entre las opciones de los tomadores de decisiones de este milenario problema, donde ambas partes presentan argumentos de clara legitimidad a sus propios ojos, pero de naturaleza tan opuesta que se entregan a un juego de poder e intereses que está lejos de terminar, y sobre los que el sistema internacional no ha respondido eficazmente, anulando sus propias herramientas de acción, generando la peligrosa premisa de que este problema jamás encontrará una solución en paz.
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1002
Septiembre - Octubre 2024
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