By KAREN MANZANO ITURRA
En el transcurso de los últimos años, hemos observado que los intereses geopolíticos en el continente blanco se han acrecentado, debido a la acción de potencias como Rusia que están desafiando abiertamente los compromisos del Tratado Antártico de 1959. Chile en cambio ha mantenido su posición de defensa de los recursos naturales, tal y como ha sido su compromiso desde hace décadas.
In the last few years, we have witnessed an increase in geopolitical interests in Antarctica due to initiatives of world powers such as Russia that are openly defying the commitments of the 1959 Antarctic Treaty. Chile, on the other hand, has maintained its position of safeguarding the continent´s natural resources, as has been its commitment for decades.
Durante el siglo XX, la firma del Tratado Antártico se transformó en un paso enorme en cuanto a los acuerdos internacionales, pues significó un compromiso conjunto de los 12 países firmantes originales – y que tenían algún grado de reclamación en la zona o permanencia en la misma – en torno a la protección del continente en relación con experimentos que lo dañasen o ensayos militares aprovechando su lejanía, un hito dentro de la Guerra Fría (Zambrano, 2018). Sin embargo, siempre existieron intereses económicos sobre los recursos antárticos, para lo cual fue necesario la discusión de varios acuerdos, como la Convención de Conservación de Focas Antárticas (1972), Convención sobre Conservación de Recursos Vivos Marinos Antárticos (1980) o la Convención para la Reglamentación de las Actividades sobre los Recursos Minerales Antárticos (1988), es decir, reuniones en torno a temas de fauna, flora y minerales (Ferrada, 2012), que eran sujetos de interés de los países firmantes. Pero con el paso del tiempo, las presiones geopolíticas comenzaron a aflorar con fuerza, ya que no desaparecieron del todo mientras se hacían las reuniones del Sistema del Tratado Antártico, sino que más bien se desarrollaron en su alrededor, como la crisis del canal del Beagle entre Chile y Argentina (1978) o la guerra de las Malvinas entre Argentina y Gran Bretaña (1982), que incluyen a los signatarios originales en pleno conflicto (Manzano, 2021). Dichos elementos de análisis nos demuestran que los mares antárticos siempre han sido de interés de parte de los países cercanos a sus costas, pero también de las grandes potencias que buscaban reclamar soberanía. Por ello, el presente artículo busca desarrollar los principales lineamientos en torno a las actuales condiciones en el océano Antártico, analizando la situación geopolítica y la presencia chilena en la zona austral – antártica, pero además revisando las acciones de potencias como Rusia en el continente.
La explotación de recursos y la geopolítica en el océano antártico
Una de las primeras inquietudes que surgieron tras la creación del Tratado Antártico fue el uso que se daría a los recursos naturales que se encontraban en el propio continente como en el océano Antártico. Este último ya había sido explotado desde antaño con la permanente presencia de los loberos y foqueros que viajaban a sus aguas para obtener las pieles de estos animales, por lo menos, desde el siglo XIX. En ese contexto, Chile fue uno de los primeros países cuyos connacionales se instalaron en las islas Shetland del Sur para la caza de focas, lobos marinos y por supuesto, de las ballenas, para obtener pieles y aceite respectivamente, ya que la zona era muy rica en estos animales. La lejanía de estos territorios permitió que solamente algunos llegasen a las llamadas “tierras australes”, como los chilenos, a los que podemos sumar a los británicos, cuyo centro de operaciones se encontraba en las Malvinas, pero también a los norteamericanos, cuya flota ballenera también llegó a las islas subantárticas (Mayorga 2021).
Por ello, a inicios del siglo XX existían grandes interesados por el continente pues era una fuente de recursos relevante en su época, por lo que no es de extrañar que las pulsiones geopolíticas comenzaran a aparecer con la reclamación formal británica, las llamadas Cartas Patentes, de 1908, en donde establecía una amplia zona propia que abarcaba desde las Malvinas a los archipiélagos de las Georgias del Sur, Sándwich del Sur y Shetland del Sur. Esto se debía a que Chile ya había comenzado a realizar acciones en torno a la Antártica desde el siglo XIX, con el mapa para la enseñanza en los colegios que incluía la península antártica como “tierras australes”, obra de Alejandro Bertrand, o las ordenanzas de 1892 que establecían las primeras reglas en torno a la extracción de los recursos vivos antárticos. Por su parte, Argentina también se involucró, por medio de la compra de una base meteorológica en las Orcadas del Sur (1904) e incluso Chile buscó finalizar la disputa en torno a la idea de una solución compartida con el gobierno de Buenos Aires por esta zona, la cual no prosperó, ya que se traducía en la división de la península para que cada uno ocupara un sector: Chile al oeste y Argentina al este, siendo este último país que demoró la negociación (Jara, 2021) y como resultado, se emite la carta patente de 1908 por parte de los británicos sin esperar una reclamación de los países sudamericanos. Por otra parte, Chile intentó una expedición, pero el terremoto de 1906 truncó los planes.
Dichas labores generaron que, con el paso del tiempo, diversos países reclamasen algún territorio en la Antártica, que, por supuesto, implicaba la soberanía marítima de los espacios circundantes, algo que concuerda con el desarrollo del Derecho del Mar en el siglo XX. En ese contexto, la plataforma continental es el gran elemento que se incorpora en el derecho marítimo, debido a la presencia de hidrocarburos en las costas de Trinidad y Tobago o el Golfo de México, por ejemplo, las que buscaron ser protegidas por los estados ribereños (Gran Bretaña, Estados Unidos y México, respectivamente), mientras que en el Pacífico Sur surge la idea de las 200 millas de zona económica exclusiva para la exploración y explotación por parte de Chile, Perú y Ecuador (Manzano y Jiménez, 2022). Para el caso antártico, el decreto 1747 de 1940 instauró el Territorio Chileno Antártico con las áreas circundantes:
Forman la Antártica Chilena o Territorio Chileno Antártico todas las tierras, islas, islotes, arrecifes glaciares (pack-ice), y demás, conocidos y por conocerse, y el mar territorial respectivo, existentes dentro de los límites del casquete constituido por los meridianos 53º longitud Oeste de Greenwich y 90º longitud Oeste de Greenwich1.
Esto se ve refrendado por un documento que, en 1946, reguló una de las principales actividades que se realizaba en el mar antártico: la caza de la ballena. Esto se generaba en un contexto muy floreciente en el plano geopolítico, donde las ideas del general Cañas Montalva se basaban en el concepto de la zona austral – antártica (Cañas Montalva, 2008), la instalación de la base Soberanía en el continente blanco, actual base de la Armada Arturo Prat en 1947, y el viaje presidencial de Chile hacia esas latitudes en 1948. Dicho sea de paso, la siguiente discusión fue la regularización de una división para las jurisdicciones chilenas y argentinas en los mares australes, la que se extendió por varios años y que desde Argentina argumentaban que esta separación ocurría en las islas Diego Ramírez, mientras que desde Chile, apoyado por estudios oceanográficos, se determinaba la separación de los océanos Atlántico y Pacífico en el llamado “Arco de las Antillas Australes” o “Arco de Scotia” (Ilh, 1957), por lo que de manera tácita – no formal, ya que no incluyó la firma de documentos – se desarrolló la línea del cabo de Hornos como separación. Posteriormente, el Año Geofísico Internacional (1957 – 1958) y la firma del Tratado Antártico en 1959 definieron que los 12 países firmantes detenían sus reclamaciones en el espacio del continente. Sin embargo, Chile no abandonó su posición en torno a su territorio, misma acción que determinaron Argentina y Gran Bretaña mediante salvaguardas al artículo IV. Finalmente, la regulación de los espacios marítimos solo quedó establecida como definitiva tras la crisis del canal del Beagle (1978) y por consiguiente la firma del Tratado de Paz y Amistad de 1984, que determinó las zonas chilena y argentina mediante una línea que, partiendo del punto A y finalizando en el G, estableció la soberanía de los estados en el área del martillo; sin embargo, no se tocó nada concerniente a la Antártica, debido a la existencia del Tratado de 1959, que paralizaba las reclamaciones.
Las nuevas disputas por los recursos de la Antártica
A pesar de los antecedentes expuestos, la discusión sobre los espacios marítimos en el área antártica continuó, no tan solo de terceros países que no firmaron el acuerdo en 1959, sino que dentro de los propios signatarios originales. Uno de ellos, Rusia, ya había desarrollado un importante papel en el Año Geofísico Internacional (1957 – 1958), pero además contaba con presencia real en la Antártica, por medio de bases como Vostok, muy cercanas al Polo Sur. La firma del tratado y el involucramiento de Rusia fueron considerables, teniendo en cuenta que existió una importante inversión de recursos en el periodo soviético, que incluyó un esfuerzo en conjunto de todas las repúblicas socialistas integrantes del conglomerado (Witker, 2015), pero que tras su desintegración fue continuado por la Federación Rusa, que logró inclusive descubrir un lago de agua dulce a más de 3000 metros de profundidad en la Antártica (Witker 2015).
Todo esto corresponde a su “Estrategia Antártica” elaborada en 2010, que tiene a su razón tres grandes pilares explicados en un documento oficial del Sistema del Tratado Antártico de 2015: 1) región de paz, estabilidad y cooperación, 2) fortalecer la capacidad económica de Rusia mediante los recursos del “océano Austral”, 3) potenciar el prestigio internacional ruso por medio de diversas actividades2; situación que especialmente en el punto 2 deja en entredicho su compromiso con la protección del medio ambiente antártico, aunque públicamente se mantiene la idea de no socavar el tratado de 19593. Dicha ambivalencia cobra especial interés cuando se trata de los temas marítimos, pues la extracción de recursos naturales críticos para los ecosistemas, como los hidrocarburos, podría generar una contaminación sin precedentes. Estas acciones de mantenerse en el Tratado mientras se habla de extracción tienen ejemplos claros en la última década, como los bloqueos rusos a la creación de zonas marítimas protegidas, proyecto en conjunto chileno – argentino4 que buscaba la protección de especies afectadas por el cambio climático pero el cual sufrió un revés por la oposición rusa y china de los mismos, pero también de las noticias de mayo de 2024 cuando el parlamento británico discutió las informaciones de que el gobierno de Moscú había encontrado una reserva enorme de petróleo en los mares antárticos, los cuales se hallaban en la zona reclamada por Chile y con enorme potencial, pues “se estiman en unos 511.000 millones de barriles de petróleo, lo que equivale a (…) diez veces la producción del Mar del Norte en los últimos 50 años y al doble de las reservas de Arabia Saudita5. Un descubrimiento de esas características coloca a la Antártica en una escalada de disputas entre estados, debido a que el plano económico resulta muy atractivo para aquellas potencias que firmaron el Tratado, que desde su origen tuvo un fin geopolítico (Dodds, 2009) pero en donde se comprometieron a su protección. En esa lógica, nuevamente los mares antárticos están resultando muy llamativos para dichas inversiones, en especial porque se configuran esfuerzos en torno a su explotación, disputas históricas soberanas sobre determinadas zonas del continente blanco (Chile, Argentina, Gran Bretaña) o la plataforma continental (que se ha constituido como la nueva controversia chileno – argentina del siglo XXI), donde potencias como Rusia y China empezaran a chocar con los intereses que se buscan proteger mediante el Tratado Antártico cuando se trata de grandes reservas con un potencial económico elevado.
Conclusiones
En pleno siglo XXI, la Antártica sigue siendo un territorio de vital importancia para los estados ribereños como a su vez para las grandes potencias que aceptaron las condiciones del Tratado Antártico. Tras la firma de este acuerdo en 1959, los países signatarios se comprometieron a trabajar en pos de la paz, la cooperación y la protección de los recursos naturales del continente, que incluían tanto las especies vivas (ballenas, focas, lobos marinos) como inertes (petróleo, minerales, etc.). Sin embargo, aunque países como Chile se unieron en esa lógica y han defendido los intereses pacíficos del continente, otras potencias, como la actual Rusia (firmante como Unión Soviética) no lo ven desde esa perspectiva, buscando el potencial económico de las mismas.
En ese mecanismo, Chile ha jugado un rol central en las instancias del Tratado Antártico, protegiendo la naturaleza del acuerdo en mantener las investigaciones científicas en un ámbito de colaboración, protección y paz. Sin embargo, los descubrimientos de petróleo por parte de Rusia generan dudas en torno a sus acciones en áreas ricas de hidrocarburos y los daños colaterales que pueden generar la contaminación en el ecosistema del Océano Antártico, que, aunque lejano, puede significar un daño considerable en su interior y sus costas cercanas.
Por ello, en este nuevo escenario de colaboración versus explotación, las controversias geopolíticas aumentarán, ya que no solo entran en juego los aspectos económicos y ecológicos en el océano Antártico, sino que también se unen cada una de las reclamaciones soberanas que Chile y otros países tienen en las áreas donde Rusia está haciendo la exploración geológica para una futura extracción del petróleo. En estas condiciones, la geopolítica y la plataforma continental serán muy relevantes no solo en la proyección de los intereses soberanos de Chile en sus áreas valiosas (zona austral – antártica), sino que también para garantizar la defensa de los aspectos primordiales del Tratado Antártico de 1959.
Bibliografía
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Año CXXXIX, Volumen 142, Número 1003
Noviembre - Diciembre 2024
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