El director de la Escuela de Grumetes llama a un grumete al azar durante su revista de reclutas, para corroborar aleatoriamente los conocimientos de ellos.
- Grumete Cisternas… al frente
- Cisternas, dígame quién fue Alejandro Navarrete
Un silencio fúnebre cubrió el patio de formación y el director fijó su mirada en el oficial de división. Éste con una notoria mueca de malestar, le devolvió la mirada comprendiendo el mensaje.
Posteriormente, durante el rancho, el director se aproxima al oficial de división, recriminándole el hecho de que sus grumetes no conozcan la vida del que lleva el nombre de su escuela, ordenándole que les haga una instrucción respecto al tema.
- Uf... Si se los he explicado en más de una ocasión mi comandante, pero ahora me encargaré de que no se les vuelva a olvidar.
Esa noche, a los pies del cuadro del capitán de navío Alejandro Navarrete Cisterna, el oficial de división juntó a su grupo de grumetes y los sentó en el suelo.
- Esta noche, les contaré una historia sobre alguien que no dudó en cumplir con su deber, sobre alguien que trabajó arduamente con el único fin de servir a su patria, sobre alguien que no dudó en entregar su esfuerzo y vida a la institución.
Nací en Concepción, un 27 de febrero de 1876, en una cálida tarde de verano. La vida me fue otorgada gracias al gran sacrificio de mi madre, Margarita Cisterna Riquelme, la cual falleció cumpliendo con su eterno deber de amor al darme a luz.
Mi padre, José María Navarrete Toro, hombre de mar, de esfuerzo y trabajo, confió mi cuidado a un familiar en Collipulli, lugar donde crecí y estudié. Sin embargo, la sal que recorría mis venas me llevó a seguir el camino de mi padre.
Desde muy niño conocí el cariño del mar. A los 13 años fui aceptado como aprendiz en el buque de cabotaje
Tirua. Posteriormente, surqué los mares cazando ballenas australes en el buque
San Valentín.
Por dos años fui aprendiendo las técnicas marineras escuchando a los bravos marinos hablar sobre la gran guerra. Aquella donde Chile creció en territorio y en riquezas. Aquella donde grandes marinos saltaron a la eternidad y a la gloria.
Por lo que, al cumplir los 16 años, decidí convertirme en un marino de guerra e ingresar a la Escuela de Grumetes. Quien iba a pensar que 126 años después, un comandante le estaría preguntando a un grumete por mi persona.
Dos años me tomó aprender las artes navales y militares, de la mano de duros instructores, los cuales a bordo de la fragata
Domingo Santa María y
Almirante Simpson transmitían sus conocimientos marineros forjados en la Guerra del Pacífico.
A mediados de 1893, me embarqué en la corbeta
Abtao recorriendo desde la nueva Arica hasta mi conocida Talcahuano, enseñando a mis camaradas a soportar los mareos y las tempestades.
Con mi ascenso a marinero 2° fui transbordado al glorioso blindado
Cochrane, lugar donde funcionaba la Escuela de Condestables Artilleros y Torpedistas.
Para mediados de 1896, yo ya era capitán de altos (grado equivalente a cabo 2°) y era un experto artillero y torpedista. Como no iba a estar atento a las clases, si mi profesor de tiro le acertó la mortal salva al
Huáscar en Punta Angamos, otorgándole de esta forma a Chile el control del mar durante la gran guerra.
A fines de 1896, comenzó mi viaje al viejo continente, en busca del crucero
Esmeralda el cual se estaba construyendo en Inglaterra. Quien iba a pensar que sólo por el hecho de obtener el primer lugar de mi curso de Artilleros y Torpedistas podría conocer Inglaterra y acumular más de 20.000 millas de navegación cruzando el Atlántico de costa a costa.
Luego pisé la cubierta del crucero
O´Higgins, ascendiendo de grado durante los años, hasta que en 1904 fui destinado nuevamente a Europa para fiscalizar la maniobra artillera de los acorazados
Constitución y
Libertad. Para ese entonces ya ostentaba el grado de condestable 1°.
Pero, mi estadía en Europa estaba surta de diversas experiencias, pues tuve la oportunidad de cursar artillería a bordo del H.M.S.
Excellent y de cursar torpedos en el H.M.S.
Vernon. Sin duda, los siglos de experiencia que me traspasaron aquellos viejos marinos, me permitieron dominar con entereza el arte de ser el brazo armado de los buques.
Posteriormente se me concedió el ascenso a condestable mayor especialista en Torpedos y Minas, siendo enviado a diversas comisiones en distintos países de Europa. Inspeccioné la construcción de torpedos y submarinos.
Ya en 1917, después de 25 años en la institución, se me concedió el honor de ser jefe de Minas, de la sección de Torpedos, Minas y Submarinos del Apostadero Naval.
Mi cariño y entrega a la institución serían recompensados una vez más, pues el 21 de mayo de aquel 1917, se me notificó que yo sería uno de los primeros gente de mar en ser ascendido a oficial, con el grado de piloto 2° (equivalente a teniente 2°), creándose de esta forma un nuevo escalafón, el de los Oficiales de Mar.
Fue así como en el año 1933, ostentando el grado de oficial de mar de primera clase (equivalente a capitán de fragata) y habiendo sido subjefe del subdepartamento de Armas Submarinas, se me otorgó el retiro absoluto de mi querida Armada, habiendo cumplido 41 años de servicio.
Posterior a mi retiro y aún consciente de mi amor por el mar y la institución, continué trabajando como asesor torpedista en el Apostadero Naval de Talcahuano hasta el año 1947. Es decir, 55 años de entrega a esta noble institución, que ustedes jóvenes grumetes también han querido servir.
Durante mi larga carrera naval, viví diversas experiencias que marcaron a fuego mi corazón. Recibí las medallas por 10, 15, 20 y 30 años de servicio. La ciudad de mis amores, Talcahuano, bautizó una calle con mi nombre, los oficiales me nombraron Torpedista Honorario y el Caleuche me nombró Caleuchano Honorario.
Tuve siete hijos y muchos nietos, los cuales acostumbrados de ver a su abuelo en su maestranza, crecieron bromeando y jugando entre torpedos y minas.
Observé mi último orto sol, una mañana del 22 de octubre de 1951, siendo el puerto de Valparaíso mi último y definitivo transbordo.
Sin embargo, jóvenes grumetes, la institución continuaría dándome alegrías, posterior a mi partida, ya que un 20 de noviembre del año 1967, la Armada de Chile decide que esta noble y vieja escuela de altivos marineros, cuna de tantos héroes y grandes hombres, lleve el nombre de este humilde servidor, en una ceremonia a la que asistió hasta el mismísimo presidente de la República, don Eduardo Frei Montalva.
Pero grande sería mi sorpresa, al enterarme de que cien años después de mi nacimiento, en el año 1976, la institución me otorgaría el gran honor de ascender póstumamente al grado de capitán de navío, siendo el primero en obtener tal honor.
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Placa conmemorativa de la fecha del ascenso póstumo a capitán de navío del capitán de fragata Alejandro Navarrete Cisterna[/caption]
En fin… ya han escuchado mi historia jóvenes grumetes, ahora les toca escribir la suya propia, con esfuerzo y cariño, entrega y determinación, pero por sobre todo, la pasión que todo marino debería tener por cumplir con su deber.
Un silencio recorrió el frio patio de honor aquella noche.
El oficial de división levantó su mirada y buscó al grumete Cisternas.
- Cisternas – le dijo – quién fue Alejandro Navarrete Cisterna?
Casi sin pensarlo, todos los grumetes respondieron enérgicamente: “Un ejemplo mi teniente.”
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